jueves, 18 de diciembre de 2014

El otro

Él no entiende de desdichas, no cree en la mala suerte, no le teme al tiempo ni a los silencios, a nada en lo cual no pueda ver. El otro, sin embargo, busca el significado de lo imposible, el dilema de lo cotidiano, no recrimina las ausencias ni advierte a los que deciden quedarse. 
Son dos pensamientos convergiendo en un solo cuerpo, enredándose entre ideas, concepciones, doctrinas y creencias. No existe un final cuando defienden su posición, cada uno es juez y abogado de su propia palabra. De esta forma conviven, luchan internamente deseando ser uno solo pero intentando imponer sus formas de ser y de ver la vida. A diario suelen sucumbir ante las propuestas de cada uno, pero nunca llegan a un acuerdo sin morir un poco después de cada encuentro. Les cuesta mostrar un solo lado del rostro, un solo Yo ante la sociedad que los ve como un mismo ser.
A pesar de que ni uno es el bueno y el malo, uno cree ser el héroe y el otro el villano, y no advierten que a veces son un poco de ambos. Saben que es imposible, pero intentan permanecer distantes, solemnes entre el día y la noche. Uno crea leyes y el otro las rompe.
Se trata de una vida llena de contradicciones, de golpes que no hacen daño, de verdades inventadas, de solitarios con fobia a la soledad, de leyendas que no dejan huella, de historias escritas pero jamás contadas. 
Él no comparte su tiempo ni reparte su espacio, se cree el amo y señor de las ideas, de los hechos más importantes que han vivido. El otro, sin embargo, vive de limar asperezas, de olvidar castigos, de perdonar a ciegas. Son dos almas en un cuerpo, dos razones, dos verdades.
Viven en un debate constante, en un camino con atajos hacia el mismo paradero. Creen que la ruptura los haría libres, capaces de revertir la vida y ser uno mismo. Compiten siempre, no se miran nunca, juran poder sobrevivir solos pero no comprenden que son esclavos perpetuos del delirio cuya historia se encarga de difamar a cada uno.
«Déjame libre, aléjate siempre, quédate luego y vive sin mí», se suelen reclamar desde los orígenes del tiempo. La misma frase, corrupta y egoísta, pretenciosa y de doble filo.
En el podio del olvido nunca deciden a quién poner en lo más alto. Uno cree ser el dueño y considera al otro su esclavo, cuando en realidad son reyes sin corona de un mismo reino. No admiten sugerencias, velan por sí mismos sin saber que logran caminar solos y a la vez acompañados. Se condenan, se inventan conflictos, se aconsejan para provocar un mal paso, pero al final del día, al verse en los mismos problemas, se dan la mano y trabajan juntos.
Por momentos se encuentran en un tipo de resaca rencorosa, se esconden en la plenitud y se consuelan, discuten, pelean a morir y viven de nuevo. Viven en una guerra constante, donde los tratados, por orgullo, no son leídos ni tomados en cuenta. 
Uno tiene la idea de que el amor es la mentira más hermosa que jamás ha sido creada, tan sagrada como el destierro de una emoción que ya no cumple con su cometido, que es el de conmover y hacernos perder la certeza de saber si estamos vivos o muertos. El otro, en cambio, cree en la redención, en el capricho de que morir por amor es la muerte más sensata, donde no hay pierde si se entrega, si demuestra, sin temor al rechazo, la cartas que escribe en su memoria.
Ni uno acepta ser la sombra, el reflejo, el otro; creen ser el Yo real y reniegan de su contraparte, y aunque a veces dudan sobre quiénes son realmente, se aferran a la idea de ser el verdadero, de ser las dos caras de la misma moneda. Sin embargo, ignoran que entre sus discrepancias existe una armonía, una virtud, un equilibrio perfecto para convivir en la paz y en la guerra.