jueves, 15 de diciembre de 2016

Abandono

Mi padre nos abandonó cuando yo recién había cumplido un año de nacido. Mi madre, que llevaba casada solo dos años con él, llevó la peor parte, sobrevivir como madre soltera en una época en que el país pasaba por un momento de crisis, recesión, inflación y desempleo.
Mi madre y yo vivíamos en casa del tío Luis, su hermano mayor y el único tío que yo conocía, junto a su esposa, la tía Érica. Vivíamos, o sobrevivíamos, en un barrio humilde de Surquillo, con todas las proezas que hacen las familias para salir adelante. Mis tíos trabajaban en una textilería, se habían dedicado a ello desde que el abuelo Marcelino, al llegar de Cajamarca, entró al negocio de producir y vender prendas de vestir. No tuvieron hijos por problemas de fertilidad. Recuerdo verlos ir y venir del doctor con una cara de desdicha y desánimo, y yo le preguntaba a mi madre, con la inocencia de un niño, por qué no tenían hijos, y ella solo atinaba a decirme que Dios sabe porque hace las cosas. Sin embargo, debido a ello, fui el engreído de la casa por mucho tiempo, hasta que, años después, adoptaron a Ricardo, mi primer y único primo hermano. 
Mi madre, que me había tenido muy joven, a los 22 años, se dedicó a trabajar arduamente para darme lo mejor. Era camarera en el restaurante de un amigo del tío Luis, llamado Manuel Romero. Manuel, poco después de conocer a mi madre, empezó a visitarnos cada domingo. Llevaba canastas llenas de víveres para el resto de la semana y me traía regalos cada vez que podía. Con el tiempo se enamoró de mi madre y ella de él, y, como suele suceder cuando dos personas se atraen, llegaron a ser novios. Era un buen hombre, alto, criollo, de bigotes estilizados, tenía el rostro acomodado, duro, pero una sonrisa bonachona delataba su humildad. Sin embargo, a pesar de sus buenos tratos, jamás llegué a decirle padre, y solo lo llamaba por su nombre de pila: Manuel.
Tenía pocas fotos de mi verdadero padre, y todas eran de cuando era muy joven. No sabía mucho de él, salvo que se llamaba Rogelio Ayala, que era electricista, que había nacido en Ayacucho y que tenía 27 años cuando se fue en un viaje a la sierra con sus compañeros de trabajo para no volver. Yo solía engañarme pensando que algún día volvería, que había viajado lejos para llevarnos con él, pero, por más que lo deseaba, jamás sucedió. 
Yo solo era un niño que había crecido sin su padre, y quería, como los demás niños de mi colegio, celebrar la dicha de tenerlo a mi lado cada tercer domingo de junio, y si era posible, lo que quedaba de la vida. Recuerdo que oraba mucho pensando en él, pues, aunque suene inaudito, jamás le guardé rencor, como cualquiera pensaría, y fue debido a que mi madre nunca me habló mal de él, porque a pesar del hecho de abandonarnos, que desde luego fue fatal y difícil, nunca tocó el tema con rabia u odio, por ello yo deseaba que algún día vuelva para ser la familia que nunca fuimos. Crecí a imagen de mi tío Luis hasta los 12 años, edad que tenía cuando mi madre formalizó su relación con Manuel contrayendo matrimonio. 
Las cosas, sin duda, habían mejorado, y tenía la certeza de que seguirían por ese rumbo, pues con una familia formada con un padrastro que ya conocía de tiempo, y con la fortuna de que era un hombre bueno conmigo y sobre todo con mi madre, nada podría salir mal. Manuel velaba para que nada faltara en casa, pero, lo que más aprecié de él, fue la comprensión y apoyo que tuvo cuando, años después, el tío Luis caería enfermo a causa de un paro al corazón, poniendo en aprietos a toda la familia, principalmente a la tía Érica y a mi primo Ricardo.
A los diecisiete años, después de haber conocido a mi primer amor y de haber pasado todas las etapas que conllevan las relaciones a temprana edad: la ilusión, el enamoramiento, el desamor... Emprendí un viaje gracias al apoyo de Manuel. Tenía un primo en Italia ya establecido y quería que yo vaya y aproveche la estadía. 
No fue fácil irme, pero era una gran oportunidad. A mi madre, aún joven, le costó hacerse la idea de que no me vería en mucho tiempo, pero sabía que allá me iría mejor, curioso pensamiento de las personas que creen que en otros países el futuro está asegurado, cuando en realidad es un sacrificio tan o igual de parecido del que se hace en un país como el nuestro. Y viendo que a mi madre le iba bien al lado de Manuel, y con aprobación de ella, la única que quería y que me importaba, viajé.
Partí a fin de año mientras hacía todos mis papeles para estudiar allá. Me instalé en Roma, en casa del primo de Manuel, llamado Alejandro Romero. Era un hombre agradable, alto, robusto, de unos 35 años, y era publicista. Extrañaba mucho el Perú, decía, ya llevaba más de una década en Roma desde que se fue a fines de los años 80, tiempo en que el país vivía una crisis económica y social, y que obligó a muchos peruanos a emigrar y dejarlo todo en busca de nuevas oportunidades.
Al llegar, tuve que trabajar lo que quedaba del verano para luego empezar a estudiar en alguna carrera técnica y sobrellevar mi estadía. Empecé como camarero, al igual que mi madre, en un restaurante latinoamericano que quedaba cerca al departamento donde vivíamos. Alejandro vivía solo, tenía pareja pero no convivían juntos, se llamaba Alondra y era unos 5 años menor que él. Era una italiana de cabellos largos y ojos claros, de contextura delgada y de un dominio total de los idiomas al ser Traductora de profesión, y ya llevaban tres años juntos. Según me cuenta Alejandro, Alondra era la última de cuatro hermanos, dos hombres y una mujer, y su madre, de unos casi 70 años, se encontraba delicada de salud por los mismos estragos del tiempo, y ella era la única que se hacía cargo, mientras que los demás vivían sus vidas como si nada pasara, esperando recibir algo del legado de su madre cuando ya no siga en este mundo. Por lo tanto, Alondra no podía dejar a su madre por el momento, y Alejandro lo entendía y la apoyaba. Pensé que esas cosas solo sucedían en mi país, por una cruel realidad en que los hijos, de manera egoísta, se olvidan de los padres cuando ya son mayores, mientras entre hermanos se pelean por la herencia que podrían llegar a tener.
Años después, cuando ya estaba estudiando y me faltaba poco para terminar, haciendo prácticas en una empresa de mantenimiento de transporte en el área de logística, supervisando los repuestos que llegaban para su posterior envío, conocí a un señor llamado Roger, de casi unos 50 años o más, era de estatura promedio, de tez opaca, de un rostro acabado, cansado, parecía haber envejecido de manera apresurada, el trabajo duro, pensé. Había llegado a Roma hace unos 20 años, era de Perú, y trabajaba como transportista en la misma empresa.
Un día, al enterarse de que yo también era de Perú, se ofreció a llevarme en el camión que trabajaba para conversar, como lo hacen todos al ver a un compatriota en el extranjero, y de paso dejarme en donde me hospedaba, que ya no era en el apartamento del tío Alejandro, sí, con los años llegué a decirle tío, sino en un hotel que quedaba al frente de la Estación Termini, la principal estación del tren de Roma, la cual me dejaba cerca al instituto y al trabajo.
¿Eres de Lima, cierto?, me preguntó, antes de colocar la llave y prender el motor del camión. Sí, contesté, de Surquillo. Ya veo, me dijo. Y qué te trae por aquí, muchacho, preguntó. Trabajo, estudio, buscar oportunidades, contesté. Lo mismo que todos, dijo. Yo viví en Lima muchos años, luego tuve que viajar por motivos de trabajo. Pero nací en Ayacucho, añadió. Fue en ese momento que tuve una curiosa unión de hechos y de lugares, y le dije que mi padre también había nacido allí. Curioso, me dijo, tal vez lo conocí, el mundo es muy pequeño, sabes. Tiene razón, pensé. Es muy pequeño, repetí, susurrando.
Al llegar a la estación, le agradecí por haberme traído, y me dijo que no había problema, que de aquí tenía que dejar algunos repuestos a las sucursales de la empresa, y que luego se iría a casa. Vaya con cuidado, le dije, al bajar del asiento del copiloto. Igualmente, respondió, mirándome desde la ventana, haciendo un gesto de una complicidad que yo no entendía. 
Me quedé pensando en la frase: “El mundo es muy pequeño”. ¿Qué tan cierto podría ser? ¿Sería posible que, dos personas unidas por sangre y separadas por un acto irresponsable, tal vez, cobarde y egoísta, se podrían encontrar tan lejos? No tenía respuesta, y tampoco quería llenarme de angustias pensando que algo así podría pasarme, como si de una película barata se tratara, con un guión predecible y complaciente, y reí al pensar semejante locura. Sin embargo, aquí en Roma, escuchaba decir a la gente, todo era posible.
Nos veíamos en el trabajo dos o tres veces por semana, dependiendo de la cantidad de envíos que le tocaba hacer, y conversábamos en el Lobby o en la cafetería sobre el clima de la ciudad, los problemas del Perú, los cambios que se estaban dando y sobre todo, de la comida que ambos extrañábamos. 
Habíamos formado una buena amistad a pesar de la diferencia de edad, pues era reconfortante encontrar a alguien que venía de tan lejos como yo, para no sentir tanto la distancia y mantener ese ánimo que une a los peruanos cuando están lejos de su país.
Un día, saliendo del trabajo, me invitó a tomar unos tragos, y yo acepté con gusto. Al llegar al bar, pidió un Ron para sentirnos en casa, y un Negroni, uno de los tragos más importantes de Italia. Nos sentamos en la barra del bar y comenzó a decir que el trabajo lo tenía cansado, que ya llevaba años manejando sin llegar a ninguna parte, curiosa metáfora, pensé. Necesito algo nuevo, continuó, el problema es que a mi edad es difícil hacerme con otro trabajo, sirviéndose más ron y a mi vaso también. Comprendo, dije, tomando un sorbo. Pero ha pensado en volver al Perú, pregunté. Las cosas han mejorado, como usted sabe, añadí. Sí, me dijo. Tengo esa idea rondando en mi cabeza desde hace mucho tiempo. He ahorrado algo, podría irme cuando quiera, pero no estoy seguro si todavía pertenezco allá, agregó, alzando el vaso y volteando la cabeza para pedir otra botella y más hielo. El bar estaba lleno de gente local y extranjera, la mayoría de ellos trabajadores que recién salían de laborar. Yo cogía mi vaso y bebía a sorbos el ron, era distinto, más fuerte, pensaba. Se ha acostumbrado a Roma, le dije. Por supuesto, respondió, tengo años viviendo aquí, además, las mujeres son más comprensibles que allá en Perú, si entiendes lo que quiero decir, agregó, guiñándome el ojo. Claro, entiendo, le dije, con una media sonrisa. Me miró y bajó la mirada a mi trago, toma, no es café, agregó, riendo. Y me bebí todo el vaso de un tirón, salud, dije. Salud, respondió, chocando los vasos. Pero acaso no tiene familia allá, pregunté, sintiendo una curiosidad por su pasado. La tuve, dijo, pero no creo que quieran saber de mí, añadió, golpeando el vaso en la barra. Por qué dice eso, pregunté, es su familia, desde luego que les gustaría saber de usted. No, dijo en el acto, cambiando su expresión de algarabía a nostalgia. No creo que quieran verme, agregó. Cogió su vaso y se sirvió un poco de Negroni y luego llenó el mío. Los abandoné, dijo, de pronto, como lamentándose. A mi esposa y a mi hijo, cuando recién el bebé cumplía un año de nacido. Fue entonces que un fuego corrió dentro de mí, sentía que el trago subía y bajaba, ya llevábamos no sé cuántas copas, era de noche, afuera estaba nevando, la gente pasaba con casacas más grandes que su cuerpo y guantes y ponchos, como les decía yo. Su respuesta fue rápida, concisa, lo dijo de manera que pude sentir su remordimiento, con una pena que sus ojos no podían evitar. Entonces, atando cabos, sabiendo que él era el mismo hombre, y motivado también por el alcohol que llevábamos tomando, dije: Soy yo, dejando caer el vaso al suelo, estrellándose contra el piso del bar y volando en miles de pedazos, como mi corazón al haberle confesado a ese hombre que era yo el niño que había abandonado hace ya 22 años junto a mi madre, dejándonos a nuestra suerte en un barrio humilde de Surquillo, viviendo ella sin un esposo y viviendo yo sin un padre.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Egoísta

«Eres un egoísta, solo piensas en ti», resonaba en mi mente en ese preciso instante, aquella frase impetuosa que ella solía decirme justo antes de dar media vuelta y pronunciar un adiós súbito para partir entre las calles, entre los parques, entre nosotros. 
Tenía razón, era un egoísta, y solo pensaba en mí. Sin darme cuenta adopté una actitud autoritaria frente a ella, no preguntaba, no sugería, en calidad de espectador, frívolo y distante al mismo tiempo.
Solía creer que caminábamos juntos, que nuestros pasos iban acorde a nuestros pensamientos, y, mi vida, al igual que la suya, se encaminaba en los mismos planes y sueños. Pero nada más alejado de la realidad, y me arrepiento haberme dado cuenta en un tiempo que ya no otorga segundas oportunidades. Es irónico que ahora lo recuerde con tanto detalle, con tanta lucidez. Pero antes, no. No tenía ni la mínima sospecha de que yo actuaba de esa manera, tan torpe e injusta. Debí intuirlo, debí aceptarlo, sin embargo, tenía tan nublado el juicio por asuntos tan banales que no podía reaccionar y ver las cosas como ella, que accedía a cada estrategia en la cual el único ganador era yo y mi tan marcado ego. 
¿En qué momento empiezo a verme antes que ella, a poner el paso firme sin ver si aún seguía mi lado? No tengo algún registro en mis memorias, tan cansinas y deleznables, pero sí sus molestias, como pistas, en un mapa en el cual yo cortaba camino. Camino que yo seguía sin cuestionar mis decisiones, sin darle derecho a voto, de la forma más repugnante y vacía, con la actitud de un sujeto despreciable.
«Eres un egoísta», pensaba, discretamente frente a los presentes, que volteaban al vernos discutir en cada encuentro al que acudíamos, cuando ella, en un momento de impotencia, de dolor, se desprendía de mis brazos para estar lo más alejada de mí.
Mi insensatez, mi letargo, mis ganas absurdas de vivir sin pensar realmente en ella, me llevaron a creer que todo estaba bien, que todo iba bien. Por más que intentaba encontrar el argumento perfecto para hacerle entender que mi intención jamás fue dejarla de lado, fallaba estrepitosamente en su muro de palabras, tan seguras ahora, sin dejarme, por lo menos, batallar contra su indiferencia, en la cual perdía casi al instante ante su nueva forma de ver y de vivir la vida.

lunes, 31 de octubre de 2016

Vacío

Qué lamentable es cuando ya no hay pasado, cuando ya no queda registro alguno de los hechos, de las fraternidades, de los amores, de la vida, piensas. Buscas, desesperado, el informe anacrónico que, contra todo pronóstico, en un tiempo de vulnerabilidad absoluta, crees haber olvidado. Dudas si lo que sucedió fue cierto, si lo que pasó fue solo un arranque de histeria colectiva por los ratos que, más amargos que buenos, pasaste creyendo haber vivido lo contrario. No asimilas como ayer, no vives, no te ves como antes. Y empiezas a recrear con la memoria imágenes burdas, intentas colocar todo en su sitio, pero ya nada encaja, ya nada tiene la misma forma. Y enloqueces, te miras al espejo y ya no eres tú, sino una sombra que se bifurca y se pierde entre las grietas, y que regresa con más fuerza y se envuelve en la persona que eras para ya no verla más. Reniegas, gritas, golpeas todo a tu paso, vives ofuscado de la vida, del mundo, de los hombres que ya no hacen más que preocuparse por ellos mismos. Y te sientes como ellos, haciéndole caso a la voz que solo tú escuchas, y tu ego se ríe de ti, te proyecta como una caricatura y vuelve a reírse. Y corres viendo cómo los caminos se deshacen a tu paso, y entiendes que la dicha es solo un estado, fijo, único, y que se vale por sí sola. Y al otro lado de la calle, la muerte, la tragedia, el triunfo del pecado subiendo un peldaño más, mientras todos aplauden eufóricos sin saber por qué. 
Qué inmundo está el sistema, la gente, la sociedad, piensas. Crees que puedes hacer un cambio. Te vistes de gala y te la das de moralista. Redactas un discurso cursi, barato, lleno de clichés esperanzadores con la intención de ser aceptado, bienvenido, en esta guerra llamada vida y que la muerte va ganando. Tal vez compleja, ardua, cínica, bella para los más optimistas. Y lo eres, quieres creer que lo eres, y te abates, te cansas y dejar de serlo. Y entonces encuentras un motivo, una creencia, una misión, pero te enamoras y pierdes el juicio, el sentido, la cordura, la tan cuestionada razón. Te detienes, te juzgas, te juzgan, te ven y te ignoran. Y haces lo mismo, lo entiendes, crees que lo entiendes y perfeccionas ese arte, de ser distante y caprichoso, para no caer en el juego de vivir sin sentir emociones. Porque eres fuerte, tan fuerte que los demás te parecen débiles, ingenuos, vanos, simples espectadores. Y la soberbia te consume, tus actos se vuelven frívolos, ajenos, egoístas como el instinto del hombre.
Qué fútil es la gente viviendo de apariencias, aprobando lo intolerable, imponiendo sus ideas, piensas. Desde los orígenes del tiempo la historia se repite. Gentes gritándose entre ellas, guiadas por un Dios que afirman es el único, tildando a los demás como paganos, herejes, por haber caído, por una suerte de geografía, en un lugar que reza distinto, que piensa distinto. No los entiendes, tampoco pretendes hacerlo. Qué más da, el daño ya está hecho. La espada brota sangre, el arma ha sido usada por defender los campos, la imaginación, la fe, en última instancia, para excusar sus actos. No buscas respuestas, hay veces que es mejor dejar que sigan así, extraviadas, furtivas, como algunos libros, desdichados ellos, pero más nosotros, en las estanterías. Y todos los hombres que han desfilado en la historia, en todos los tiempos, no hemos sido dignos, capaces, y tampoco hemos estado cerca.
Qué trágico es cuando descubres que al final, piensas, lo único que queda es eso: vacío, silencio.

martes, 20 de septiembre de 2016

Documento

Estimada señorita Fabiana Castro, reciba ante todo mi afectuoso saludo. Me dirijo a usted a través de este presente para notificarle sobre la situación que involucra su corazón y el mío, para que de manera diplomática podamos llegar a un acuerdo que favorezca a ambas partes.
Como es de su conocimiento, hemos tenido algunas discrepancias que faltan a nuestro compromiso pactado en el contrato, convenio celebrado por manifestaciones de amor y tiempo de nuestras vidas. Debido a algunas irregularidades que voy a detallar a lo largo de este documento, es de mi sumo interés saber si seguir con este pacto es lo más factible para ambos.
El contrato, por decreto, expone lo siguiente: 
- Ser libres ante todo, y querernos, principalmente, a nosotros mismos. 
Lo fuimos, sin duda, pero en los últimos años hemos fallado torpemente a dicho argumento. El concepto de libertad era un tema de debate constante, sin embargo, pudimos llegar a un acuerdo en aquel viaje que tuvimos y vimos, de cerca, el poder innato que tenemos para decidir si quedarnos o irnos cuando lo sentíamos necesario. Porque para ser uno fue primordial habernos querido y aceptado como éramos, primero, a cada uno, después, a nosotros.
El problema aquí no fue de usted, ni mío, sino del tiempo. Tiempo que supimos aprovechar, acoplándolo propiciamente en nuestros espacios vacíos, para luego llenarlos de nosotros y convertirlos en los momentos cumbres del día en la vida de ambos. Pero que, a pesar de dicha asociación, se nos fue de las manos como la arena que sujetamos en las épocas de exilio compartido.
- La duda, para no evadir la verdad, ni jugar con la mentira.
He aquí uno de los principales motivos que rigen este documento. No somos, ni fuimos, personas capaces de ejercer una mentira, debido a que desde los orígenes de nuestra historia, lo sabíamos, o creíamos saberlo todo. Desde tu pasado y el mío, desde mis amores y tus amores, desde mis sueños y tus sueños. Supimos tratar la palabra para que encaje, como engranaje, en cada una de nuestras dudas. Sin embargo, el infortunio fue el culpable de la mala interpretación cuando no estábamos juntos.
- Actuar sin esperar nada a cambio, que el instinto y el desinterés nos gobiernen. 
Se fue deteriorando, con el tiempo, con el peso de los años, las ganas de hacernos compañía, de regalarnos algún detalle, algún destello que manifieste la emoción y la dicha, sin sentir que nos debiéramos nada y saber al mismo tiempo que lo merecíamos y no. No fuimos capaces de mantenerlo vivo, se fue, así como lo lee, la melancolía compartida, la tragedia olvidada por uno de estos arrebatos de locura e innata devoción. 
- La comunicación como puente a la tolerancia y a la sabiduría.
Nos dedicábamos una serie de citas, desde Sócrates hasta Dickens, desde Góngora hasta Lope de Vega, desde Hegel hasta Tolstói, desde Flaubert hasta Carpentier, desde Sartre hasta Camus, desde Faulkner hasta Hemingway, desde Whitman hasta Borges, desde Rimbaud hasta Vallejo… Para ser un todo y complacer a las almas, por medio de un estímulo que involucra la curiosidad, la belleza y el afán eterno de entender la vida.
Y así, entre voces de otros tiempos y de las nuestras, desde luego, el verso, la oración, la comunicación en sí misma, fue clave para llegar a ser más precisos, para ir de la mano al camino de la paz, la tolerancia y la sabiduría. Hecho que logramos mantener, hasta ahora, como lo demuestra este documento. Pero que, sin embargo, se fue perdiendo al encontrarnos con nosotros mismos, con una verdad incómoda que fuimos buscando, con el fin de las épocas doradas, con el origen de la decadencia y la mala fortuna de vivir anclados a un momento de duda y de lucidez comprendida. 
- La fidelidad es decisión de los valientes, la confianza es pilar de la unión.
Ser fiel es más que renunciar a actos y situaciones que pongan en duda mis palabras; porque de eso se trata, de ser coherentes, antes que contigo, conmigo, con mis ideales, con mis principios. Fallarte hubiera significado el fin de mi integridad como persona, por ello, cuando viva lo mismo con alguien más, mientras diga amarte cuando no es contigo, lo habré perdido todo. Pero me alegra saber que este no ha sido el caso. Por ese mismo motivo te hago llegar este documento, porque sé que no fallamos en este aspecto, porque desde un inicio prometimos no ser rehenes ni prisioneros del amor que en algún momento sentimos.
- Somos seres de alma, la piel cambia, la esencia no.
Nos hemos querido desde jóvenes, pasando por momentos claves en la vida de cada uno. Cambiando ante nuestros ojos, perdiendo la voz en cada lamento, en cada alegría, en cada instante de vida que hemos atravesado. Pero a pesar del tiempo, nos vemos iguales, porque nos vemos desde adentro, compartiendo sentimientos e ideas, teorías, verdades, fantasías y sueños, para que la piel cambie pero sigamos siendo los mismos.
Por ello, necesito expresarle, y no solo por el hecho de haber compartido juntos casi toda una vida, sino por la clase de persona que sé que es usted, que no tengo ni tendré nada en contra suya. Pues, realizando las pertinentes indagaciones, he llegado a la conclusión de que la culpa la tienen los recuerdos, el tiempo y la vida misma, alegando que nos fue consumiendo en un letargo sórdido e inacabable. De esta manera, es importante saber y clasificar lo que valen cada uno de ellos, para terminar con esta odisea sin que nadie salga desfavorecido, porque eso es lo último que quiero, que usted, con todo el tiempo que llevo conociéndola, pierda esa sonrisa que tanto he admirado.  
Debido a todo ello, y en cumplimiento a lo dispuesto en el art. 14, inc. 2 de la constitución y de las bases de las emociones vivas, vigente por el convenio de poetas y escritores, pongo a su conocimiento mi intención para dar por finalizado el contrato que, con el peso de los años, no hemos podido cumplir a carta cabal. No será necesario un certificado acreditando el tiempo compartido, por definición, nos compete a ambos dichos momentos. Sino, una respuesta contundente para saber si te amé demasiado cuando te bastaba tu soledad, o si tú, a tu manera, lo hiciste en mis ratos de locura, que ponían a prueba mi intención de quedarme y tus ganas de hacer lo mismo.
Agradeceré que pueda replicar mi solicitud para poder llegar a un acuerdo, porque así como yo, usted tiene voz y voto. Sin embargo, en el caso de darse lo contrario, de que su silencio sea la única respuesta, quiero comunicarle que, con el dolor que embarga la desdicha, me veré obligado a tomar acciones legales, propias de un corazón sin calma. Una infracción como esta no sería profesional de su parte, y prefiero evitar vernos en el juzgado entre trámites y papeleo que desgastan a uno, pues para eso nos basta el paraíso. Pero creo en usted y estoy seguro de que no será necesario. Espero podamos solucionar este altercado lo más pronto posible y de manera pacífica, sin que queden alterados, si es que ya no lo están, mi corazón y el suyo.
Habiendo expuesto la situación, la saludo cordialmente.

Atentamente.

Leonel Estrada.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Discusión

«He leído lo que escribes», me dice de repente, en plena madrugada, mientras intento acomodar mi cabeza en la almohada para poder dormir. «No sabía eso de ti. Eso explica muchas cosas», añade al instante. La escucho curioso, sin decir nada, sin moverme, antes de que me gane el sueño que está por venir. Prende la lámpara, se acomoda al borde de la cama, y con un cambio de voz continúa la oración con una pregunta: «¿Acaso yo también soy solo un personaje más de tus historias?», y culmina en el acto. De pronto, como si de una pesadilla se tratara, abro los ojos, casi por instinto, y toda la habitación queda en un silencio súbito.
De madrugada y sin advertirlo, empieza la discusión más extraña de mi vida, con una pregunta que nunca antes me habían hecho y que desde luego no esperaba en lo absoluto. «Hace cuánto tiempo haces esto», me cuestiona de nuevo, sin dejarme responder, pero esta vez acabando con la serenidad de la noche. «Dime cuándo te vas a deshacer de mí para empezar a escribir una nueva historia», me lo dice, ahora, como queriendo despertarme al empujar sus manos contra mi espalda. 
Empiezo a sentirme asediado, no solo por sus preguntas y sus ademanes, sino por la forma en cómo entiende todo, como si supiera cada párrafo que voy a escribir después de este encuentro, a pesar de que cada historia es distinta. «Mírame a los ojos», me dice, cada vez más desafiante, como si mi silencio le otorgara la razón. Intento despertarme del todo, pero aún no asimilo la ametralla de preguntas y solo opto por mirarla y pensar un momento. «¿Qué te hace pensar eso?», le respondo, apropósito, con una pregunta por interrumpir mi sueño, porque sé que ella odia cuando lo hago y porque me divierte ver su rostro amargo, a pesar de que se sigue viendo hermosa. Me lanza una mirada frunciendo el ceño y me dice: «No empieces, dímelo, quiero saber». «¿Saber qué?», le pregunto, ya un poco ofuscado. «Si solo me buscas para saciar tu ego de dizque escritor y terminar en alguna de tus historias, en las cuales nunca te quedas con la protagonista como dictan la mayoría de tus textos». No puedo evitar reírme con dicha afirmación, aunque no exacta, por cierto, y le contesto, ya más calmado, o tal vez más despierto: «No sé de qué estás hablando, amor»«No te hagas», me dice y añade: «Cuando estamos juntos te distraes de todo, te quedas mirando los paisajes, los escenarios, los rostros de las personas y su comportamiento. Siempre tienes un libro a la mano, una libreta de apuntes, una frase para remarcar el momento o una cita de alguno de tus escritores favoritos. Haces preguntas que nadie haría, reconstruyes con palabras y al detalle, los caminos que recorremos juntos, y me dices cosas como si fuera la última vez que nos veremos. Y todo para culminar en uno de tus tontos relatos que de ficción no tienen nada, y en los que, al parecer, inviertes mucho tiempo, pues lo único que dices, sin explicarme, es que necesitas estar solo»
Me sorprendió su minucioso análisis en cada una de sus palabras, pero tuve que interceder en una parte para que no caiga en una idea errónea. «Me conoces más de lo que creía, pero te equivocas en algunas cosas», le respondo. «Es cierto, escribo, pero no retrato la misma realidad que vivo, son solo eso: historias, relatos, ficciones», afirmo.
«Discúlpame si te hice pensar mal al no explicarte lo que hacía, es una actividad solitaria, que no la comparto con nadie más que conmigo». Me mira asintiendo, pero algo sigue sin convencerla. «Y qué hay de los personajes que supuestamente has creado, no me digas que no existen, porque sé que están allá afuera y te atormentan cada vez que no estás conmigo; pero sí cuando estás escribiendo», me lo dice de una forma como si ya lo supiera todo. «No confundas las cosas», le digo, tratando de apaciguar el momento, debido a la hora, debido al cansancio que siento. «Son producto de la imaginación, de una fusión de actitudes y rasgos y de situaciones que percibo a diario, y que no son necesariamente mías. No tienes por qué alterarte de esta forma, de hechos y personajes que solo viven en un mundo paralelo»«No te creo nada», me dice, segura de sus palabras, creyendo que tiene razón, porque la tiene, pero no de la forma que ella cree. 
Sin embargo, para ceder, porque es casi imposible ganar una discusión con una mujer, le respondo, sereno y con un poco de humor: «Está bien, está bien, lo confieso. Eres parte de un argumento que tengo planeando, todo ha sido premeditado, estudiado, y ahora que ya sé todo de ti, puedo plasmarte de la misma forma»«Idiota», me dice, «ni se te ocurra». Y añade: «Pero ya lo ves, solo juegas conmigo para escribir tus historias, y aunque no lo creas, eso no es lo que más me molesta, sino que me dejes de lado para terminar de escribirlas». La escuchaba con atención y pensaba en ese preciso instante, de nuevo, en que no había otra persona que me conozca tanto como ella, y no entiendo cómo fue que sucedió; pero, curiosamente, me empezó a gustar esa sensación de alivio, de cariño y de preocupación hacia mí. Ya calmada y sin hacer más preguntas, me mira con una ternura que no había presenciado antes en ella, y la beso para calmar sus dudas, y con un poco de humor le susurro al oído: «Si escribo de ti, será para olvidarte después de que me hayas roto el corazón». Sonríe y me dice que ella no haría eso, que solo tenía curiosidad y que no pudo evitar preguntarme todas esas cosas. Me abraza fuerte y me besa, y por el sueño empieza a olvidarse de esta conversación. Yo, mientras tanto, la observo quedarse dormida entre mis brazos, al tiempo que voy repasando en mi mente la discusión tan curiosa que hemos tenido, y pienso que, debido a la particular situación y a las diferentes emociones que me transmitieron este momento extraño pero agradable, sería una interesante historia para escribir.

miércoles, 13 de julio de 2016

Lara

Salgo de una conferencia en el Centro Cultural Cori Huasi, el tema era sobre el futuro de los libros y los ebooks, los libros electrónicos. Personalmente, no me acostumbro a ellos, pero se mostraron alternativas muy interesantes para complementar la experiencia de la lectura. Era temprano y hacía frío, así que decidí entrar a una de las cafeterías de las tantas que hay en el Parque Kennedy. Encuentro un lugar vacío y me siento, y mientras pienso qué pedir, saco de mi maletín un libro que me regaló una amiga por el día de mi cumpleaños, “El arte de la resurrección” de Hernán Rivera Letelier. Empiezo a leerlo con la calma de saber que tengo el día libre, pero enseguida alguien interrumpe mi lectura con una delicadeza que capta mi atención y que, sin más, pregunta por mi nombre. Era una joven de cabellos muy largos, llevaba una casaca color beige, jean y botas, look casual de las mujeres limeñas en temporada de invierno. La miro con extrañeza y pienso en uno de los tres nombres que tengo y le respondo, curioso, con el que más me conocen: Hola, le digo. Me llamo Alonso. La había visto en alguna parte, pero no tenía el recuerdo exacto de ella ni la mínima sospecha de cuál era su nombre. ¡Alonso! Dice muy efusiva, soy Lara, Lara Muente. Bonito nombre, pienso. Trato de localizarla en algún lugar de la memoria pero fracaso en el intento, aunque su apellido me suena familiar. Entonces pregunto: Sí, ¿puedo ayudarte en algo? Espero no haberte incomodado, me responde. Te vi llegar y, curiosamente, me acordé de ti. Nos conocimos en la fiesta de cumpleaños de Sofía Vela, hace ya cinco años, si no me equivoco. Soy la hermana menor de Dánae, ¿la recuerdas? La miro con asombro y empiezo a asimilar toda la información, y poco a poco, atando cabos, logro recordar. ¿Lara?, ¿Eres tú, la hermanita de Dánae Muente? Pregunto y me respondo: ¡Claro! Ya recuerdo, han pasado años. ¿Cómo has estado? ¿Qué es de tu hermana? Sonríe y me dice: Me alegra que te acuerdes, por un momento pensé que no me reconocerías. Estamos muy bien, gracias a Dios. No estaba segura si eras tú, nunca te había visto por aquí, esta es mi cafetería favorita. A decir verdad, es la primera vez que vengo, le digo. Acabo de salir de una conferencia por aquí cerca y quise tomarme un café. ¡Ah, con razón! ¿Me puedo sentar? Sí, claro, cómo no, respondo. Y le digo: Tengo que confesarte que me costó un poco reconocerte, estás muy diferente, has cambiado mucho. Sí, bueno, ya no tengo quince años, me dice riendo y yo río con ella. Es cierto, es cierto, le digo. Pero, cuéntame, ¿qué haces por la vida y qué ha sido de tu hermana? Bueno, yo estudio Psicología, y Dánae ya se graduó este año como arquitecta. Sí te veo como psicóloga, le digo. Y Dánae siempre fue muy creativa, qué bueno que ya haya terminado su carrera. Y a ti, ¿cómo te ha ido?, me pregunta. Con altos y bajos, pero muy bien, le respondo. Este año ya acabo la carrera de Derecho y directo a pensar en la maestría. 
Estuvimos conversando de todo un poco, poniéndonos al día nuestras vidas, y recordando esas épocas de cuando éramos adolescentes. Fue curioso verla después de tantos años, tan cambiada, tan joven todavía, pero a la vez tan segura de lo que quería para ella. La última vez que la vi era una chica de tan solo quince años, y yo en ese entonces recién había cumplido los veinte. Pero ya nos habíamos conocido hace mucho tiempo atrás. Su hermana, Dánae, quien estudió conmigo en el mismo salón toda la etapa de la secundaria, en las reuniones de promoción -reuniones que en los últimos años ya no se daban- llevaba a su hermanita Lara. Recuerdo con detalle la fiesta de Sofía Vela, compañera también de nosotros en el colegio, pues ese fue el día en que nos conocimos. Dánae llegó con Lara y me la presentó a mí como a todos los demás compañeros de la promoción. Recuerdo que en las reuniones, ella, a pesar de ser la menor, le encantaba bailar y no se avergonzaba de ello. Y yo, a quien bailar se le daba muy bien, terminamos siendo pareja de baile en cada reunión que había. 
Hablando con ella de todos esos momentos, recordando poco a poco algunas anécdotas, pude percatarme de lo rápido que habían pasado estos últimos cinco años. Me dijo que su hermana, por la Universidad, ya no se veía con casi nadie de su promoción, y que, por lo tanto, ella tampoco. Le dije algo similar, que con el tiempo, los estudios y el trabajo, me fui alejando de ellos. Y pensar que antes se reunían seguido, qué lástima que ya no sea así, me dice. La última vez que vi a tu hermana fue en una discoteca, aquí, en Miraflores, hace un par de años, después no supe nada de ella, salvo por algunas fotos que vi en las redes sociales. No me tienes en Facebook, ingrato, me dijo, como queja, y también, burlándose un poco, tal vez, por mi porte un tanto serio. Me causó gracia la naturalidad con la que hablaba, como si nunca hubiéramos dejado de vernos, y le dije: No sabía con qué nombre estabas, pero te voy a agregar, aunque no soy de usar mucho las redes sociales, me distraen un poco de lo que leo. ¿Qué libro tienes allí? Me pregunta. Uno que recién voy a empezar a leer, es un regalo de una amiga. Interesante, dice. Lees mucho, seguro. Eso intento, cada vez que hay tiempo. Y me imagino que ya tienes enamorada, que ya piensas casarte y todas esas cosas, me dice, casi riendo. Me río de nuevo y le digo que no, que aún soy muy joven para esas cosas y que por ahora vivo solo para mí. Y tú, ¿tienes enamorado? No, tampoco, me dice. Tuve una relación de casi tres años, pero no terminó muy bien que digamos, y por eso, ahora, me siento mejor así. Además, le estoy dando duro a los estudios, me comenta eso último con mucho entusiasmo. De eso se trata, le digo. Lo demás llega después, y sin siquiera buscarlo. Tienes razón, me dice, además, ahora paso más tiempo con mis amigas y mi familia. Mi padre ya vino de España, estuvo viviendo allá por muchos años, ¿lo recuerdas? Es bueno tenerlo de nuevo en casa. ¿El señor Muente? Claro, le digo. Siempre nos trató bien a mí y a los muchachos cuando íbamos a tu casa a hacer trabajos de la escuela. No sabía que se había ido de viaje. Sí, me dice. Justo después de que Dánae terminó la escuela, se le presentó una oportunidad de trabajo allá que no podía rechazar. Ya me imagino, siempre hay que aprovechar esas oportunidades, pero qué bueno que ya está de regreso. Sí, lo extrañaba mucho, sobre todo porque yo me llevo mejor con él que con mi madre, Dánae siempre fue la favorita de ella, me lo dice pero sin demostrar molestia. No existen hijos favoritos, le digo. Tal vez, solo sentía que ella necesitaba más apoyo por aquel entonces. Es cierto, pero no es que me lleve mal con mi madre, solo que no le gustaba que vaya a las reuniones de ustedes, y era mi padre quien me daba permiso. Si no hubiera sido por él, no te hubiera conocido, me dice. Sonrío nuevamente y le digo: Bueno, es cierto, pero a veces así se dan las cosas. Además, tu padre siempre fue muy amable con nosotros, me conoce a mí y a varios de la promoción desde que estábamos en el jardín. Mándale mis saludos, no vaya ser que luego me olvide. Sí, claro, se los haré llegar, le agradará saber de ti. Y también a Dánae, años que no hablo con ella, y somos promoción, imagínate, ahora sí me siento un ingrato. Lo eres, me dice, y sonríe, asintiendo a mi encargo. Sin percatarnos del tiempo, estuvimos conversando por más de una hora, hasta que sonó su celular y contestó la llamada con un gesto de molestia, y me dijo que ya se tenía que ir. Me alegra mucho saber de ti, Alonso, ya no te pierdas. Te dejo mi número para estar en contacto, ahora vivo por aquí cerca y tal vez, podamos vernos otro día. De igual manera, Lara, qué gusto verte después de tanto tiempo. Aún tenemos mucho de qué conversar, te llamo estos días y quedamos. Perfecto, me dice, espero tu llamada. Y salió de la cafetería despidiéndose con un gesto cómplice, como si, por mucho tiempo, hubiera planeado encontrarme en este lugar, o tal vez en otro, pero en una situación parecida, o, al menos, eso fue lo que sentí. 
A pesar de los años, seguía tan alegre como la recordaba, y mucho más linda, por supuesto. Y ahora, pensando un poco en aquellos tiempos, no sé por qué nos perdimos el rastro, de un momento a otro no supe de ella, terminaron las reuniones y jamás volví a verla. Pero por alguna razón, siempre tenía el recuerdo de cuando nos conocimos, pues a pesar de la diferencia de edad, que tampoco era mucha, no había olvidado su forma tan tierna y divertida de ser, y que, ahora, podía comprobar que no había cambiado. 
Unos días después, luego de haber recopilado recuerdos en común, la llamé y quedamos en vernos en el mismo lugar, y ella aceptó encantada. Y así los encuentros se hicieron cada vez más seguidos, entre cafés, cines, teatros, restaurantes, o simplemente caminar por los lugares que nos vieron crecer. Y ahí estaba yo, de nuevo, empezando a sentir algo que ya había sentido hace mucho tiempo atrás, y que, tal vez, había pasado lo mismo con ella, y pensé en lo extraña pero curiosa que es la vida, que nos separa y nos vuelve a poner personas en el camino, pero que, ahora, en el momento exacto, para empezar, lo que tal vez en el pasado, entre miradas, bailes, juegos y encuentros casuales, ya había comenzado.

jueves, 23 de junio de 2016

Jornada nocturna

Saco las llaves de mi bolsillo derecho, coloco la que corresponde en la cerradura y doy una, dos, tres vueltas, y las guardo en el mismo lugar. Cojo el pomo de la puerta, miro a ambos lados y entro. Veo al gato trepado en el mueble mirándome como si no me conociera, sus ojos brillan en la noche y ya no me inquietan como antes. Lo acaricio con el fin de molestarlo y se echa como su instinto felino lo sugiere. Camino por la sala y doblo hacia la derecha, empujo la puerta que está semiabierta y entro a la cocina, me sirvo un vaso lleno de agua y me quedo observando la repisa en donde se encuentran debidamente ordenados. Hay vasos de todo tipo, tamaño y modelo. Lo enjuago, lo dejo en su lugar y cierro la puerta. Cruzo por el comedor y veo de reojo los cuadros de mis tíos que llevan ahí desde que tengo memoria, y recuerdo que por el parecido físico que todos tienen, siempre que alguien los ve cree que son la misma persona. Voy por el pasadizo y sigo sin ver a nadie, solo el reflejo opaco del espejo me acompaña alargándose por todo el camino. Apago todas las luces y me dirijo hacia mi habitación. Luce ordenada, como siempre, bendita manía de tener todo en orden, milimétricamente pensada en cada mueble, en cada objeto. Pongo el morral en el escritorio, reviso el celular que me notifica la batería baja, respondo algunos mensajes y veo preguntas un poco exaltadas de ella, me quedo mirando la pantalla pero no respondo, no me siento de humor para esas cosas y lo dejo cargando en el velador en silencio. Coloco mi billetera allí mismo, y al lado veo la foto de mis amigos del colegio capturando el último y más importante partido de fútbol que tuvimos juntos. «Ya han pasado varios años», me digo, y pienso qué será de ellos. Me acerco a mi lugar favorito, mi librero, a escoger la lectura de la noche. Observo de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y pienso que ya es hora de conseguir uno más grande, pues ya no cabe ni uno más, y que tal vez gasto mucho dinero en libros, pero que, desde luego, no me arrepiento. Hoy toca un pasaje de La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, la emboscada al Jefe Trujillo me tiene entusiasmado. Saco el libro, me siento en el escritorio, prendo la lámpara y empiezo a leer con una concentración implacable.
Once y cuarenta y cinco, «el tiempo pasa rápido», pienso. Cojo el separador de libros que me regaló mi padre, el cual tiene inscrito en él una frase de César Vallejo: «Ya va a venir el día, ponte el alma», y lo coloco en la página en la que dejé la lectura. Sostengo el libro mirando la portada por un momento, intento descifrar el dibujo tan extraño que tiene pero al cabo de unos minutos me rindo y lo dejo en la sección que corresponde, literatura peruana, y camino hacia la cama dejándome caer. Recreo en mi mente la jornada del día, pienso en las personas que me encontré y en las que me hubiera gustado haber encontrado, pienso en los trabajos que tengo que hacer para mañana, en los planes del fin de semana, en si debo llamarla o no, advierto de nuevo la hora pero sigo sin sueño. Me siento al borde de la cama y empiezo a rebuscar en el cajón cosas que no veo hace tiempo: discos, folletos, cartas, llaveros, busco algo pero no estoy seguro de qué. Cierro el cajón y me quedo pensando. Me paro, me dirijo al baño y me lavo la cara. Sé que todo va bien, pero algo me tiene inquieto, preocupado, y no solo hoy, sino desde hace varios días. Regreso a mi habitación, y casi por instinto, como una acción involuntaria del cuerpo, busco entre mis apuntes un texto marginal, una historia que dejé inconclusa hace un par de semanas y que, me digo recordando, debo terminar. Busco con calma porque sé que lo dejé en algún lado; abro revistas, cuadernos, libros, empiezo a generar un desorden que me incomoda de solo verlo, y entre un bloc de notas lo llego a encontrar: un cuadernillo de ocho hojas con título y con cinco páginas escritas, debo acabarlo ahora, me digo. Empiezo a leerlo, retomo el hilo de la historia y pongo manos a la obra. Palabras, situaciones, personajes, pensamientos, todos viven en un mundo creado por mí.
Dos y treinta de la madrugada, veo el reloj despertador que no deja de parpadear el tiempo. No quiero dormir hasta no terminarlo, aun sabiendo que tengo que madrugar. Si no lo acabo hoy seguiré sintiendo esta pesadez que no me deja vivir tranquilo. Y pienso, con una pasión indescriptible, que escribir es lo que me ha mantenido vivo todo este tiempo, enseñándome a vivir alejado de las siempre y viles decepciones, a ser más consciente de las trágicas injusticias que veo a diario, de los hechos caóticos que suceden en el mundo, de los amores en los que ya no creo, del tiempo que ya no pasa en vano. Pues, en mi jornada nocturna, escribir es en lo único que pienso, además de leer, cuando llego a mi habitación tras un largo día de momentos si es que no vengo acompañado, para dejar así, en un intento de satisfacción propia, de rebeldía, de aprendizaje, de ventana al mundo, en hojas que a veces terminan en un espacio virtual, fragmentos de ficción y también un poco de mi vida.

viernes, 13 de mayo de 2016

Interpretación

No soy de hablar de temas que me compliquen la vida, prefiero optar por lo simple y lo llano, sin embargo, haré, como siempre, una excepción, porque el amor en sí, ya es un tema complicado. ¿Con qué derecho me atrevo a hablar de él? No creo que pueda decir algo nuevo o algo que no sepan, y es que ya se ha dicho de todo, desde lo cursi, a lo épico, desde lo fantástico, a lo teórico, pero una interpretación, lo más realista posible, creo que nunca está de más. 
Platón decía que el amor era una enfermedad mental, y no podría estar más de acuerdo. Aristóteles decía que es un alma que habita en dos cuerpos, y puede que tenga razón. Voltaire decía que el amor convierte a los amantes en poetas, y no voy a discutirlo. Pero no quiero enfocarme tanto en los orígenes, ni en los conceptos, ni en las historias ni en las leyendas, sino más en lo que sucede cuando somos los protagonistas. 
Podemos decir, para empezar, que las historias que cada uno vive comprenden una serie de emociones y hechos encontrados, en el momento, según nosotros, indicado. Y tal vez sea cierto, al punto que nos debemos a ello, porque nos hace sentir especiales, importantes, únicos en nuestro mundo tan banal y lleno de egoísmo, y no cualquiera, sino del puro y del duro, para que se hagan una idea. De este modo, las distintas manifestaciones que el hombre ha creado se ven ligadas a este, por llamarlo de manera más técnica, fenómeno social. Cambia la razón de las cosas, o, según los románticos, le da razón a todo lo que vivimos. Por ejemplo, una canción basta para dividirnos entre querer y ceder, entre gritar y callar. Nos anima, nos empuja, nos calma o nos revela. No sin antes haber algún motivo emocional, del cual, si lo tienes, ya debes tener una clara idea de lo que digo. Y es que somos tan predecibles, tan expertos en caer y luego arrepentirnos. Aceptemos algo, nadie jamás podrá entendernos; habrá empatía, sí, pero nunca en su totalidad. Sin embargo, nos hacemos de la idea de que no es así, y nos urge de manera incontrolable que nos escuchen, que nos comprendan para que podamos vernos, como en un espejo, de la misma forma. Cuando algo nos resulta familiar, cercano, conocido, lo aceptamos, es bienvenido. Pero cuando lo extraño llega, somos escépticos, tal vez reacios, hasta un poco firmes si es el caso. Porque no es igual lo extraño a lo nuevo. Lo nuevo es lo que esperamos que suceda, lo extraño es lo que esperamos pero que no sabíamos que sucedería. 
Por eso, es gracioso cuando al final la sorpresa nos quita el aliento y nos volvemos participes y voceros de la tolerancia, de lo bueno y de lo que es justo. Claro, es mejor así, y sin ánimos de contradecir lo cierto, vivimos una mentira, hermosa tal vez, que pocos quieren reconocer. El amor, del mismo modo, se alimenta de lo que creemos saber, de lo que imaginamos, de lo que, en nuestros adentros, solemos callar. Para ser más precisos, veamos un ejemplo basándonos en los inicios: En un comienzo, creemos saberlo todo, pensamos que hacemos lo correcto y nos dejamos llevar, incluso, no muchos, creen haberlo vivido absolutamente todo y que ya no necesitan de algo más. No. En la mayoría de casos, las personas, me incluyo, buscan lo que no esperan, se sienten atraídos por una idea que creen conocer, que será lo mejor para ellos. Pero al descubrirlo, se pierde el sentido, la magia, como, repito, los románticos dicen. 
Demasiada expectativa apaga lo que tanto esperamos. Y nos volvemos egoístas. Lucramos con el amor, con las consecuencias del pasado, fingimos el presente, que nada duele, que todo está dicho. Buscamos a alguien, o, para ser más exactos, queremos que nos encuentren a pesar de no estar perdidos, o al menos, eso es lo que nos repetimos constantemente. Pero no. Es mejor decir que estamos bien solos, que no necesitamos a nadie, que el orgullo hable por nosotros, porque el amor no se mide de manera cabal, ni se cuenta, ni se suma, ni se resta, porque cuando sucede, no aceptamos lo bien que nos hace estar al lado de ese alguien, que en nuestra idea ilusa y egoísta, no queríamos. Y es que de eso se trata, de no saber, a ciencia cierta, qué es lo que buscamos, porque, aceptémoslo, queremos ser sorprendidos, queremos perder la calma por algo mejor, por algo que nos derrumbe y nos levante, en un instante, como si de una torre de naipes se tratara.

domingo, 3 de abril de 2016

Limbo

Mi nombre es Gabriel Navarro. He muerto a la edad de veintiún años. En un acto de euforia y por abusar de sustancias que estimulaban mi —ahora— fugaz paso por la vida, me vi en el living room de mi novia tendido en el suelo, ya sin vida y con todos los sueños acabados. No creería dicho escenario si no lo viera con mis propios ojos, pues, por alguna extraña razón, aún sigo aquí, observándolo todo, escuchando los testimonios, los llantos y los aciertos y desaciertos que se dicen de mí. Me gustaría que sepan que aún puedo verlos, que todavía presencio toda esta pesadilla que yo mismo he creado. Pensé que al llegar el día de mi entierro esto acabaría, pero tal fue mi asombro cuando advertí que mi presencia aquí recién había comenzado. Todavía permanezco en estado abstracto —fantasmal podría decirse— en este mundo terrenal. Ya empieza a volverme loco la idea de que, aunque suene contradictorio, pueda quedarme a vivir así para siempre.
Ya no he vuelto a visitar mi hogar. Lo hice por un buen tiempo, pero me duele ver a mis seres queridos observando mi foto, prendiéndome velas y orando por mí. La última vez que fui se encontraban todos reunidos, algo que no pasaba a menudo pues mis hermanos solían salir mucho, incluso después de mi muerte. Yo era el mayor de dos hermanos, Luis, de diecisiete, y Sebastián, de dieciséis. La verdad es que no compartía mucho con ellos, lo más que hacía era hacerles la vida imposible cada vez que llegaban a casa, contándoles a mis padres alguna travesura que habían hecho, alguna salida sin permiso o el incumplimiento de una tarea. Tal vez en un punto llegaron a sentir rencor hacia mí, aunque jamás lo hacía con esa intención, era mi manera, extraña, es cierto, de demostrar mi cariño, pues no era muy expresivo con mi familia, mucho menos con mis padres. Ellos, por ser mis progenitores, siempre van a visitarme y a rezar por mí. Yo nunca fui tan creyente como mi padre y mi madre. En su cuarto siempre había estampitas, cuadros de santos y rosarios, y por supuesto, cada domingo en la mañana iban a misa, afán que mis hermanos y yo jamás adoptamos. Aunque yo tenía mi propia idea de Dios y sus aposentos, ahora sí quisiera que fuera como aquel ser omnipotente que ilustraba ese libro tan sagrado por mis padres, y poder llegar a ver las puertas del paraíso, dar mi nombre, entrar y ser feliz, como decían, por toda la eternidad. Aunque lo más probable es que me hayan rechazado y me hayan enviado directo abajo, sí, al infierno. Pensándolo bien, creo que mejor estoy aquí. Sin embargo, y a pesar de todo lo que un día me dijeron y creí, no hay más. Todo es vacío y silencio. No veo a nadie en la misma situación que yo, es como si fuera el único en este mundo que puede ir a cualquier parte sin ser visto ni escuchado. Tal vez hay otros más, pero nadie puede verse las caras. Me gustaría hablar con alguien, contarle de este trágico desenlace que, tal vez, entienda mejor que yo. Pero, ¿se imaginan si todos los muertos anduvieran por ahí? Sería un caos total, a pesar de que los vivos no pudieran darse cuenta. 
Quiero saber por qué sigo aquí, todo parece una proyección, un sueño o pesadilla, que nunca acaba. ¿Y es que acaso hice algo realmente malo? Más allá de consumir ciertas sustancias prohibidas, creo que no fui una mala persona, tal vez sí un mal hermano o un mal hijo, y en cuestiones de amor, a pesar de mi coquetería y narcisismo bien marcado, era alguien claro con mis sentimientos. Pero, volviendo al tema de mi tan extraño e irreal exilio, el peor de todos por cierto, no creo que este sea el limbo del que tanto había escuchado, pues, recuerdo haberme bautizado en esa capilla que visitaba, con flojera, cada sábado por la mañana. Pero si es así, que alguien me diga cuál es la solución, porque los rezos no me están ayudando.
Mi novia aún no supera mi muerte, la sigo visitando cada noche antes de que se vaya a dormir. Se ha alejado de todo y de todos, y me duele en el alma verla así. Tiene toda una vida por delante, y espero, de corazón, que conozca a alguien que la ame como yo lo hice. A pesar de mis errores, de mis problemas de adicción con ciertas sustancias que hubiera querido jamás haber conocido, mi amor por ella siempre fue real. Tuvimos una relación estable de tres largos años y no puedo creer que haya terminado de esta forma. La conocí al terminar la secundaria, para ser más exactos, en el cumpleaños de mi mejor amiga, allá en los primeros días de enero, que de lejos fue el mejor verano de mi vida. Fuimos juntos a la misma academia, pero ingresamos a diferentes universidades. No miento si digo que podría narrar cada momento que viví con ella, pues, es ahora que recuerdo cada detalle de nuestra historia... Te extraño, mi amor, aún llevo conmigo esas tardes, noches a tu lado, tus abrazos, tus besos, tus ojos color miel y tu cabello ondulado que tanto adoraba, también tus palabras de aliento, las veces que me decías que todo iba a estar bien, que las discusiones con mis padres terminarían, sin embargo, nadie jamás hubiera pensado que sería de esta forma tan trágica, con mi deceso. 
Ya han pasado más de seis meses desde que perdí la vida y todavía sigo aquí, merodeando las calles, sobre todo la de ella. Todas las mañanas la acompaño camino a la universidad y rumbo al trabajo que recién acaba de conseguir, y me alegra que poco a poco su vida vuelva nuevamente a la normalidad. Pero, todavía puedo notar que le cuesta disimular su mal estado de ánimo. Aún sigue con la vista apagada y distante, ya no sonríe como antes ni habla con la misma energía, y cada vez que la veo así quisiera abrazarla y decirle que me perdone, que la extraño, que estoy bien en todo lo que cabe, pues sigo creyendo que algún día desapareceré sin poder dejar rastro de todos estos hechos, si es que algún día no lo escribo antes, pues recordarte me hace querer estar vivo de nuevo.
En mi estadía fantasmal —ya me acostumbré a llamarla así— también visité a algunos amigos para saber cómo tomaron la noticia. Al comienzo, como todo deceso, fue nostalgia pura, abrazos y conversaciones en silencio. Pero con el tiempo, ya habiendo asimilado lo sucedido, fui testigo de algunos hechos que realmente me conmocionaron. Me alegró mucho ver que cada vez que se juntaban bebían en mi nombre. Se los agradezco, muchachos. Extraño las ocurrencias de Eduardo, las osadías de Miguel, las últimas de Ricardo y a las primas tan lindas de José, lo siento hermano, la costumbre. También extraño los viernes de peloteo, lo sábados de reuniones y fiestas, y los domingos de paz en la plaza en la que siempre nos juntábamos para conversar y pasar el rato, tal vez unas latas, tal vez unos puchos como ellos decían, aunque en un inicio yo detestaba el cigarrillo, ellos sí lo disfrutaban de manera casual y medida, no como yo, cuya adicción caló hasta en mi sombra al probar su derivados. Pero al mismo tiempo, yo disfrutaba verlos y no podía evitar reír de lo que pasaba un día antes, como tal vez algún encuentro inoportuno con algunas chicas que no eran precisamente sus novias, y que al final del día se lo tomaban a la ligera. Condenados, ya cambien sus vidas.
Un tiempo después fui a ver a mi ex novia. La encontré leyendo algunas cartas que en mis días de adolescente enamorado llegué a escribirle, y vaya que fueron muchas. Pensé que ya se había deshecho de ellas por la forma en cómo terminó todo. No sé si en algún momento terminó por odiarme, aunque me lo dijo muchas veces, jamás pude creerle, pues luego volvíamos a vernos y amarnos como la primera vez desde hace cuatro años. Fue una relación bonita, de adolescentes, esa en la que la ilusión prima por encima de todo. Los primeros años fuimos felices, pero luego las cosas se volvieron turbias y desganadas. Hasta que un día -porque sabíamos que ese día llegaría- todo terminó. Debo aclarar que no le fallé y ella tampoco, pero prefiero omitir los detalles que le dieron final a aquella historia. Sin embargo, ella fue y siempre será mi primer amor, y eso es algo que simplemente, no se olvida. 
Al igual que con los muchachos, visité a muchas de mis amigas. Solían verse con ellos en las reuniones que realizaban, en encuentros fugaces para recordarme y sobrellevar mejor los malos tiempos. A veces iban a visitarme al cementerio, y aunque mi cuerpo yacía allí, yo no lo estaba. Recuerdo haber llevado siempre una buena amistad con las mujeres, tal vez por mi capacidad de poder escuchar sin aburrirme, y espero que eso no se traduzca como una ofensa. Jimena, Raquel y Lucia eran mis amigas más cercanas. Sin embargo, la visita a Lucia, mi mejor amiga, a quien conocía desde la infancia, fue la que más me conmovió. Debo decir que la extraño de una manera diferente a las demás. Con ella podía hablar de todo y me entendía perfectamente. Sus consejos siempre fueron los mejores para cualquier situación, lástima que no hice caso al último de ellos. Recuerdo que en mis días de soltería, ella siempre tenía alguna amiga para mí, y aunque no era la mejor manera de sobrellevar la ruptura de una relación, sí que me ayudaba a no pensar en mi ex novia de la cual ya hablé anteriormente. Querida amiga Lucía, lamento dejarte así, no estaba en mis planes morirme a esta edad, es ahora cuando entiendo que debí hacerte caso en dejar esa maldita droga que poco a poco me iba consumiendo. Quisiera abrazarte de nuevo y decirte que siempre estaré a tu lado, que jamás olvidaré las veces que me hice pasar por tu enamorado para que te dejaran tranquila aquellos pretendientes, según tú, un tanto extraños. Pero por favor, ya es hora de que mejores tus gustos, ese chico con el que has empezado a salir parece el mayordomo de Los Locos Adams, aunque debo aceptarlo, se le ve un buen tipo. Cuídate mucho. 
Luego de haber visitado a las personas más importantes en mi vida, de haber ido a los lugares en los cuales viví los mejores momentos, ya no sabía muy bien qué hacer. No era como si fuera un fantasma —aunque tal vez sí lo era— y podía ir a molestar a las personas pues, sería un tanto inmaduro y cruel de mi parte. No obstante, no todo era como en los libros que leí o como vi en algunas películas. No era vida, valga la redundancia, vivir así después de muerto. Ya quería descansar en paz, pero, simplemente, no podía. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Aún no lo sabía, pero ya estaba harto, me sentía cansado, a pesar de que después de muerto ya no tenía ese tipo de problemas, no sentía necesidades de nada, era un simple espectador del mundo. Pero, y en un momento dado y prácticamente oportuno, descubrí lo imposible. Empecé a escuchar voces, pero no veía a nadie directamente, era una voz extraña, que llegaba a ratos y se cortaba, a veces no podía entender lo que decía y me daba miedo saber qué era, pues hasta ese momento, en mi mente, abstracta o fantasmal, yo era el único en este mundo, o se podría decir, submundo, en el cual ya llevaba casi cerca de un año. Poco a poco empezaba a perder la noción de lo que era vida sin tener algún tipo de necesidad más que el de desaparecer de una vez por todas. Me había vuelto un ser inanimado, como un caminante sin rumbo pero con un dolor extraño, que no sabría muy bien cómo explicarlo pues, ya no sentía nada. De mi memoria se habían borrado nombres, fechas, lugares y momentos, como si poco a poco dejara de funcionar y olvidara todo, como si estuviera en un exhaustivo y lento desaprendizaje. Con el tiempo ya no conocería a nadie, mi familia, mis amigos, mis amores, se volverían seres extraños y vería a todos como una gran multitud que me ignora por siempre y que yo olvido lo que son y lo que fueron, lo que hacen o intentan hacer con su vida. 
El tiempo pasaba de una manera que mi reloj biológico —si es que aún tenía— no conocía segundos, minutos, horas ni días, todo era una rutina continua, con colores opacos, cada vez más oscuros y a ratos brillantes, y sentía como si volviera a morir, pero esta vez era como si me descompusiera hasta el punto de llegar a perder la consciencia, para mi mala suerte, con un dolor mortal, pues era la muerte después de la muerte y la vida que ya había perdido más de una vez al no poder descansar como todos, tal vez, quieto y firme, como ya lo estaba mi cuerpo en un ataúd bajo tierra, hace ya un año, en los campos que jamás pensé visitar, al menos no en mucho tiempo, pero por castigo o milagro, yo seguía aquí, viendo pasar todo y fingiendo que vivo, como un alma en pena que ya está cansada de deambular por el mundo, y que ya no recuerda ni su propio nombre.

domingo, 6 de marzo de 2016

Jóvenes

«Queda poco tiempo», me dice aquel joven, incauto, mustio y asediado por la angustia. «No te preocupes, ya estamos cerca», le respondo con una serenidad inquebrantable. 
Esa fue la primera vez que nos dirigimos la palabra. No voy a olvidar la intensidad, la mirada fija que tanto como a él y a mí, nos inspiraba confianza. Éramos un grupo de refugiados, de jóvenes que lo único que deseaban era que termine de una vez la maldita guerra. 
En ese escenario nos conocimos, cuando nuestros campos se habían vuelto hostiles y la verdad había sido escrita por los supuestos ganadores. Fueron tiempos difíciles, de ausencias y vacíos eternos. Yo recién había cumplido los veinte años y la vida ya golpeaba duro en temas que aún no entendía bien. Solitarios, jóvenes y sin un camino fijo. Así nos veíamos por aquellos días. 
Sin embargo, después de los sucesos que nadie quiere recordar, la vida cambió totalmente, el mundo empezaba a ser otro y nosotros, como los jóvenes que éramos, recién empezábamos a vivirlo.
Él, siempre listo ante cualquier cambio, dispuesto a hacer, algunas veces, lo que yo decía, como muestra de confianza y respeto a la amistad que habíamos forjado y sobre todo, a mis acertadas decisiones que, por aquellos tiempos, nos llevaron a la dicha de seguir viviendo. 
Fue así que escapamos de nuestros alrededores, caminamos extensos parajes, visitamos distintas ciudades, conocimos mucho y olvidamos poco. Nuestro lema era el siguiente: «Nada es imposible». Y nos aventuramos en los más exóticos hechos, en las mil y una noches de recuerdos grisáceos, de sueños postergados para vivir y empezar de nuevo. Éramos inseparables, compartíamos las sensaciones, las almas, y de eso se trataba: de alterar las reglas, de hacer lo que nadie jamás haría; pero siempre dentro de los parámetros de lo que es correcto. 
Desde luego, no todo iba a durar para siempre. Pasaron los años y empezamos a vernos más viejos, más sabios, y las cicatrices ya habían hecho y rehecho su propia voluntad. Y yo, decaído por el fin de los tiempos, ya no había vuelto a relucir ese ánimo, esas ganas de querer ser inmortal, a pesar de que ambos ya lo éramos. Los años empezaban a cobrar factura, y la vida, como las almas de aquellos que se fueron por causas naturales y a la vez desconocidas, seguía su rumbo sin interrupción alguna. 
Él, en cambio, seguía siendo aquel joven ante mis ojos, aún mantenía esa vibra, ese pensamiento tan jovial de ser libres, de no morir en un estado de esclavitud y de falsas promesas. Todavía cumplía sus caprichos, el peso del tiempo no fue impedimento, mucho menos su cuerpo, ya cansado y maltrecho, para realizar sus más extraños y curiosos deseos. 
La vida se nos fue entre bares y copas, entre sueños a medio cumplir, entre besos y cuerpos de una noche, entre historias y mañanas que no llegaron nunca. Y hoy, casi medio siglo después, recordamos con alegría y nostalgia las épocas doradas, los días de resurrección y de gloria, de banalidades llenas de orgullo que, al final, no nos produjo ni un bien ni un mal más que el de reírnos al recordar esos momentos que vivimos juntos, para volver a ser los mismos de antes, para volver a ser los jóvenes que alguna vez fuimos.

lunes, 29 de febrero de 2016

Obstinado

Aún no logro descubrir de dónde proviene este afán de querer vivir siempre en exilio, alejado de todas esas sensaciones, de todo el cansancio que provoca el afecto. Siempre lo digo: mi paz es primero. Pero al fin y al cabo, esa paz nunca está completa. 
Me cuesta aceptar que estoy equivocado, que elegí el camino incorrecto. Me niego a creer que así fue, que estoy perdiendo el hilo mortal de la cosas. Vivo siempre dándome la contra para pasar desapercibido, para no ser parte de ese juego en el que siempre termino peor de lo que empiezo. No pienso doblegarme ni faltar a mi palabra, moriré con esta idea, con este cambio tan radical que me roba el sueño y que poco a poco, me apaga la vida.
Tal vez peco de soberbio y mi ego no lo acepta, mi obstinación rompe los parámetros y mis miedos se ven opacados por mis deseos de conseguir siempre la victoria. No quiero ser yo quien caiga de nuevo, quien se quiebre y destruya todo a su paso.
Ya no muestro ese lado que alguna vez me definió ante todos los presentes, y que en esencia soy pero que hoy, o quizás mucho antes, ya ha muerto.
Vivo en un conflicto constante de no sentir y mis palabras, como dagas, me defienden, me cubren y me matan al mismo tiempo. Mírame, estoy a salvo en este mundo que he construido, donde solo vivo yo y un sinfín de historias. Aquí estamos bien, hemos logrado encontrar la paz interna, la dicha, el deseo inminente de estar bien con nosotros mismos. No les creas si te dicen lo contrario, este lugar existe y puedo demostrarlo.
Sin embargo, mirando a los lados, yendo a lugares prohibidos y observando cada cosa al detalle y con una pasión que poco a poco va desapareciendo, me doy cuenta de que estoy a un paso de perderlo todo, de perderme en mí mismo y quedarme atrapado en el infierno que crea el orgullo. 
Trato de no hacerme caso, de no cautivarme por un corazón que cree lo que digo con tanta euforia y que en realidad, es cierto; pero que he evitado sentir pues creo que al final, es lo mejor, es lo correcto. 
He olvidado las bondades que ofrece el afecto, las formas y secretos que te hacen, de manera increíble, morir y resucitar de nuevo. Y se me ha concedido, como el peor de los castigos, convertir a mi soledad, aquella a la que tanto he amado, en mi propio juez y verdugo.
Y muero un poco en todo este silencio, caigo en abismos, cada vez más distintos y más hondos, y me pregunto: ¿Acaso esto no era lo que quería? Si tanto lo prediqué, si fui yo quien buscó desesperadamente este estado. Maldigo el momento en que cambió todo, en el cual la vida me mostró el lado que jamás hubiera querido ver y me convirtió en este ser que no soy yo y que hoy se confiesa.

martes, 5 de enero de 2016

Posguerra

Se lucen los hombres, diestros, cuerdos, con todos sus cabales, o al menos, eso es lo que quieren creer. Pero, ¿acaso yo no? Solía hacerme esa pregunta debido a que la gran mayoría aparentaba algo que no era, pues, y creo que todos lo sabían, no era posible después de dichos sucesos. Sin embargo, y a pesar de lo joven que era, intentaba acoplarme y al mismo tiempo desprenderme del pensamiento común de aquellas épocas. Es cierto, las cosas habían cambiado, pero no para bien. 
Después de los conflictos bélicos nada volvió a ser lo mismo. Quedamos marcados de por vida: el miedo, la pena, la incertidumbre de no volver abrir los ojos ya era parte de nosotros. Eran tiempos de represión, de aislamiento, de miseria cruda. La única forma de sobrevivir era tratar de encontrar la paz para llegar, de alguna forma, a la tan ansiada calma, la cual, lamentablemente, no lográbamos obtenerla. Pero de pronto, sin advertirlo, como si de algún secreto se tratara, llegó ella, cambiándolo todo, provocándole al tiempo un letargo inacabable y sórdido ante las necesidades banales de aquellos que se creen dueños del mundo.
¿De dónde vienes? Nunca había presenciado tal acto, maravilloso y pulcro, como tus manos, como mis ojos al encontrarme contigo. No había sentido tal emoción desde que terminó la guerra, y ahora que lo pienso, tal vez fue por ella que sobreviví a dicho infierno. ¿Puedo saber tu nombre? Tal manifestación merece ser reconocida, homenajeada, como ya lo está en los laureles de mi memoria. 
En un mundo donde la desgracia abunda, verte llegar ha sido un milagro. Es cierto, aún no logramos llegar a la dicha, pero sin duda, viéndote puedo afirmar que existe. 
¿Qué puedo hacer por ti? En un acto magnífico me mira y me habla en un idioma que no logro entender. Me quedo petrificado frente a su presencia porque jamás había visto tanta belleza en una sola persona y digo que sí a todo. Vestía prendas extrañas, adelantadas a nuestro tiempo, tiempo que ni sabíamos cuál era. No me tomó mucho tiempo darme cuenta que ella era la paz que tanto buscábamos, porque había venido para ayudarnos sin pedir nada a cambio, quería brindarnos lo que nos hacía falta, porque después de los sucesos de la guerra, nos habíamos quedado huérfanos de todo, el vacío, la pena, la tragedia misma vivía con nosotros. 
¿Has venido para quedarte? Pensaba y esperaba que así fuera. Pero no vino sola, con el tiempo llegaron más personas unidas a su causa. Y desde luego, las cosas poco a poco empezaron a cambiar. Había un ambiente de amabilidad entre todos, por fin existía un motivo para vivir dignamente. Pero, ¿quién era ella? Está de más decir que para mí fue más que un ángel, más que un amor platónico. No hablábamos el mismo idioma pero nos entendíamos.
Estuve a su lado en todo el proceso de cambio, pues yo quería hacer algo por mi gente, por mi tierra, y gracias a ella pude hacerlo. Ahora, casi medio siglo después, recuerdo cómo fue que pasó todo y veo cómo ha cambiado este lugar desde aquel entonces, y me alegra saber que las personas pueden vivir en las mejores condiciones y sobre todo, felices sin miedo a nada. Y por supuesto, cada vez que la veo a mi lado me sigo asombrando como aquel día, vivo enamorado, y a pesar de los años, sigue hermosa y su bondad no la ha perdido.