miércoles, 19 de diciembre de 2018

Amigos

Movía de un lado a otro el vaso que sostenía con la mano jugando a que no se rebalse la cerveza sobre la mesa. La espuma, como una ola en la orilla, rozaba el borde y regresaba al centro del vaso.
—¿Nos vamos? —preguntó Romina.
—Sí, mejor —respondió él, como despertando del juego.
La gente seguía en su trance, bebiendo, conversando, bailando. Romina salió con Fernando esquivando el gentío. La noche había ofrecido el ambiente perfecto como para ir a embriagarse, bailar y olvidar los problemas de la semana, del mes, del año. Pero la pesadez pudo más y decidieron irse tan solo media hora después de haber llegado.
—Vamos a tu casa, me ha dado hambre —sugirió Romina.
—¿Cuándo no tienes hambre? —preguntó Fernando, riendo.
—Ya, no jodas, vamos —insistió Romina.
Fernando asintió y pidieron un taxi desde un aplicativo en el celular de Romina. Unos minutos después llegó un carro con la placa que buscaban y subieron. Romina empezó a responder algunos mensajes de su celular y Fernando miraba a través de la ventana. Pensaba. La salida había terminado más temprano de lo previsto, pero no se sentían incómodos. Al contrario, se divertían pasando tiempo juntos. Se conocían desde el colegio y desde entonces habían sido inseparables. Fernando recordó que entre ellos habían desfilado novios, novias, salientes y todo tipo de personas que intentaron, en ocasiones, por los celos, terminar con su amistad. Pero al final, implacables, allí seguían ellos, recordando y riendo de todas las situaciones que vivieron y que nadie más sabía.
Al llegar, Fernando sacó su llave y abrió la puerta. Romina se dirigió a la cocina y calentó una pizza que encontró, como si fuera su casa.
—Trae algunas latas —dijo Fernando—. Aún tengo sed.
—Eso estaba a punto de hacer —acotó Romina, abriendo el frigobar.
Se sentaron en el mueble con las cosas en la mesa. La sala era pequeña, algo desordenada, pero Romina ya estaba acostumbrada a verla de ese modo que solo atinó a decir, nuevamente: «Bonito tu cuchitril».
—Hoy no me puso Rachanga. ¿O éramos nosotros? —dijo Romina antes de empezar a comer una tajada de pizza.
—Éramos nosotros —respondió Fernando.
—¿Estás diciendo que ya hemos perdido las ganas de tomar?
—No, eso nunca.
—¿Entonces?
—Hemos perdido las ganas de conocer gente nueva.
Romina lo miró, dejó la pizza en la mesa y dijo:
—Ya, Fernando, no empieces.
—¿Qué cosa? Es la verdad.
—No me digas que sigues pensando en Raquel.
—Ja, ja, ja, ¿pero qué tiene que ver Raquel? No me refería a eso. Además, ya no sé nada de ella.
—Claro que sí, te presento amigas y no te animas a salir con ellas.
Fernando la miró, suspicaz, y respondió como solía hacerlo cuando hablaban de estos temas.
—No tiene nada que ver con Raquel, es solo que tus amigas están locas. Y tú también. Y no me hagas hablar de Mario, el pobre no merecía lo que le hiciste.
Romina soltó una risotada y lo empujó.
—Por favor, sabes bien que él me engañó. Ay, ya, mejor no digo nada de lo que tú haces porque sales perdiendo.
Fernando rió y tomó otro sorbo de cerveza. Se levantó y puso algo de música.
—Hablando en serio, hace tiempo que no salimos con nadie —dijo Fernando al regresar al mueble.
—Yo soy la que no ha salido con nadie. Eres tú el que no se aburre de salir con varias chicas.
—Ya pasaron más de dos meses de la última chica con la que salí. Y no la volví a ver desde entonces.
—¿Y qué pasó? Sí la recuerdo, era linda. ¿cómo se llamaba?
—Sabina. 
—La de cabello corto, ¿no?
—Sí. Y nada, nos llevábamos bien pero no había ese «algo».
—¿Emoción, atracción?
—No estoy seguro. Solo no tenía ganas de nada.
—Siempre dices eso.
—Pero es cierto.
Fernando la miró y le preguntó:
—¿No te ha pasado?
—¿Qué cosa? 
—Aburrirte de todo. Hasta de la gente.
—Me aburrí de Joel, se creía vivo el muy idiota. Solo me buscaba para ya sabes qué.
—No hablo de alguien en específico. 
—Sé a lo que te refieres. Pero es normal, supongo. Hemos intentado con varias personas desde que nos conocemos y henos aquí, tomando cerveza, comiendo y reflexionando sobre nuestros fracasos.
—La cuestión es clara. Lo he estado pensando ya hace buen tiempo. He perdido el asombro.
—Me consta, te digo. Pero también ha sido tu culpa. A mi amiga Julia le gustabas mucho, no dejaba de preguntar por ti. Y tú ni cuenta te dabas.
—Exacto, no era mi intención. Si mi asombro fuera el mismo, mi entusiasmo por verla hubiera seguido.
—Yo digo que eres un distraído, o un idiota.
—También lo he considerado. No me gustaría que fuera eso, pero es posible. Yo, el idiota, lidiando con cosas sin sentido.
—Fernando.
—¿Qué?
—¿Te vas a terminar esa pizza?
—Sí.
Romina lo miró con cara de cólera y con tristeza al ver cómo Fernando se terminaba la última tajada de pizza.
—¿Y qué sabes de Mario? —preguntó Fernando, limpiándose con una servilleta.
—Ay, ya no me hables de ese tipo.
—Me caía muy bien, más que los otros chicos que me presentaste.
—Sí, pero era un pendejo.
—Lástima.
—Ay, no me hagas reír porque tú también lo eres.
—Pruebas.
Romina levantó el dedo señalándolo y se quedó callada.
—¿Lo ves? —se defendió Fernando.
—Bueno, te gusta ilusionar a las chicas que te presento.
—Claro que no. Solo soy amable y ellas también lo son. No digo nada fuera de lugar.
—Eso no quita que no seas coqueto. 
—Yo no me siento coqueto. Tú eres la coqueta. Siempre que conozco a alguien quieres que te lo presente.
—Si es guapo, sí.
Fernando dio una risotada.
—¿Adónde iremos a parar? —dijo, riendo.
—No lo sé, pero siempre y cuando no salgas con chicas como Elisabeth, que detestaba que te veas conmigo, todo estará bien.
—Es cierto, era un poco celosa.
—¿Un poco? Por favor, papito, si no dejaba de stalkearme. Un día se le escapó un like en una foto de mi Instagram de hace años, qué roche.
—Es que tenemos muchas fotos juntos, pues.
—Lo sé, pero era una desconfiada total. Cuando salíamos juntos me miraba con una cara.
—Ya olvídalo. Yo tampoco lo soporté y por eso terminamos.
—Gracias.
—De nada.
El celular de Romina empezó a sonar. Era Silvana. Habló un rato con ella y colgó.
—¿Quién era? —preguntó Fernando.
—Silvana, me preguntó en dónde estaba. Acaba de llegar a Rachanga, pensó que nos vería allí. Olvidé decirle que nos fuimos.
—¿Y ahora?
—Nada, no pienso volver. Qué flojera. Además me ha dicho que ha visto a Javier.
—¿El de la barba?
—Ese mismo. Me dijo para vernos la semana pasada y le dije que no, pero insistió tanto que tuve que bloquearlo.
—Los vuelves locos, pues. Bueno, está bien...
—Sí, pero, ¿por qué preguntas? No me digas que quieres ver a Silvana. Ya perdiste tu oportunidad hace tiempo, ah.
Fernando la miró entrecerrando los ojos y dijo: «Solo pregunto».
—Es broma, me dijo que quería verte —respondió Romina riendo.
—¿En serio?
—Sí. Está soltera y no está saliendo con nadie.
Fernando recordó a Silvana. Un amiga de ambos de la universidad. Hubo un tiempo que se hablaba mucho con ella pero luego él estuvo con Elisabeth y Silvana con Roberto, un estudiante de arquitectura.
—Le voy a escribir —dijo Fernando.
—Nunca es tarde —respondió Romina.
—A veces sí —acotó Fernando, abriendo otra lata de cerveza moviéndola de lado a lado haciendo rodar la espuma por el borde de la lata. Romina hizo lo mismo y brindaron por el simple hecho de estar allí, de seguir allí.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La Herradura

Bajamos sin prisa del auto y el mar, frente a nosotros, rompía sus olas negras por la noche y el invierno. Habíamos llegado a la Herradura para celebrar el cumpleaños de Elena, una amiga de la universidad, y también por haber terminado los exámenes de fin de ciclo. 
Después de pagar el taxi, Ramiro y Roberto se fueron a comprar unos cigarros y Mariano se quedó conmigo esperando la llegada de las chicas. Llamé a Celeste para saber a qué hora venían. Me dijo que en veinte minutos estarían aquí. Ramiro y Roberto regresaron y nos ofrecieron unos puchos. Fumamos, nos ajustamos el cuello por el frío y decidimos avanzar para comprar unas cervezas. Cruzamos la pista y entramos a un bar, subimos una escalera y en la azotea se escuchaba la música y la bulla de la gente. Buscamos un lugar cerca al balcón, juntamos el dinero y compramos una caja. La música se escuchaba fuerte, habían parlantes en cada esquina y el lugar era amplio. 
Mariano miraba con atención a las chicas que llegaban, pues entre ellas estaba seguro que vería a su exnovia, que no tenían menos de un mes de haber puesto fin a su relación. Me hizo un gesto y me acerqué a él: «Me avisas si ves a Cristina», me dijo. Asentí con la cabeza y cogí el vaso de cerveza. Intenté buscarla con la mirada pero solo vi a otras amigas. Fui a saludarlas, hablamos un rato y regresé con los chicos. Revisé mi celular y tenía llamadas perdidas de Celeste, y en uno de sus mensajes decía que ya había llegado, y cuando la llamé, la vi entrar con sus amigas. Caminé hasta la entrada y nos saludamos. Celeste era una de mis mejores amigas y de Elena, la cumpleañera, por lo que no podía faltar. Hablamos sobre el lugar, sobre quienes vendrían y sobre Raúl, su nuevo pretendiente. Raúl no me caía mal, pero tampoco me agradaba mucho. Era un tipo normal, sin gracia, pero dentro de todo amable. Celeste no lo veía así, por ello había aceptado salir con él un par de veces, y esperaba verlo hoy. Le di un beso en la frente y le dije que me avisara cualquier cosa, que estaría con los chicos, y me fui. 
Cuando me propuse regresar al balcón, advertí el tumulto, que unos minutos antes no había. Caminé entre la gente para atravesar la enorme sala. Mientras intentaba salir de allí, me encontré con Cristina, quien me saludó amistosamente y me presentó a su amiga Fernanda. Delgada, de rostro limpio y de unos ojos claros. Fernanda era linda. Me miró unos segundos y yo hice lo mismo. Cristina me dijo algunas cosas y un momento después me jaló del brazo: «¿Mariano está aquí?», me preguntó. «Sí, vine con él y los chicos. ¿Por qué?», dije. Cristina empezó a buscarlo y a mirar a los lados, cautelosa. Se acercó y me dijo que había venido con un chico, un amigo, un saliente. La miré sorprendido y empecé a buscar a alguien con la mirada, primero al chico en cuestión, después a Mariano y luego a Fernanda, quien me miraba de lejos. «¿Pasa algo?», me preguntó Cristina, jalándome el brazo. «Tu amigo terminó conmigo, por si no lo sabías», añadió. Yo no lo sabía, por alguna razón Mariano nunca me lo comentó. «No pasa nada», dije, de pronto. «Pero sería mejor que evites que te vea», añadí. «No tengo por qué hacerlo, Miguel», me respondió, frunciendo el ceño y colocando ambas manos en sus caderas. «Está bien, no te preocupes, solo decía», respondí, sereno, para evitar algún malentendido. Cristina se fue y me miró como queriendo que se lo dijera. La miré confundido y seguí por la sala hasta llegar al balcón.
—¿Dónde estabas? —me preguntó Mariano.
—Fui a ver a Celeste. Ya llegó.
—¿Viste por ahí a Cristina?
—Sí.
—¿Y estaba con alguien?
—Sí, con su amiga Fernanda.
—¿Fernanda, una bonita?
—Sí, era muy bonita.
Decidí no decirle lo que me había dicho Cristina. Al parecer, Mariano sabía que había cometido un error al terminar con ella y se hubiera puesto mal si se enteraba. Tal vez luego los vería juntos, pero ya no sería mi problema y habría evitado malograrle la noche que apenas comenzaba. Le dije que me pasara la cerveza y me serví un vaso lleno. Me encontraba con mucha sed. Ramiro y Roberto estaban con unas amigas conversando, fumando y tomando. Las reconocí de lejos: Liliana y Carla. Fui a saludarlas y a brindar con ellos. Regresé donde Mariano y me dijo que quería dar una vuelta. No era difícil adivinar que aquella vuelta era para buscar a Cristina y hablarle, así que lo acompañé para evitar que la vea. Hice que me siga por otro camino y llegamos al bar. Le dije que mejor saliéramos a comprar un cigarro, como para hacer hora, pero de pronto apareció Celeste con Raúl. Lo saludé con fuerza para molestar a Celeste y luego ambos saludaron a Mariano.
—¿Qué tal la están pasando? —nos preguntó.
—Bien —dijo Mariano.
—Solo que aún no vemos a Elena y queremos saludarla —intervine.
—Está por allá —señaló Celeste una sección de la sala que no había visto.
—Bien, ahora voy —dije, codeando a Mariano para que me acompañe.
—Estaré con las chicas por las mesas —me dijo Celeste, y se fue con Raúl.
Fuimos hacia donde nos había señalado Celeste y vimos a Elena. Estaba bebiendo tragos cortos con sus amigas y bailando. Me acerqué con Mariano y empecé a bailarle a Elena hasta que me vio. Volteó y me abrazo. Sonreí y le dije: «Feliz cumpleaños, amiga». «Gracias, Micky. Toma, bebe», y me alcanzó un shot de pisco. Luego hizo lo mismo con Mariano. Siguió bailando y nos fuimos de regreso con los chicos. Mariano seguía distraído, ni el pisco lo había despertado de ese estado. No prestaba atención a nada de lo que pasaba, él solo buscaba a Cristina. Llegamos donde los chicos a abrir otra botella, a tomar, a escuchar la música, a relajarnos y celebrar el fin de exámenes finales.
La playa se veía vasta desde donde nos encontrábamos. Las olas no habían dejado de romper en la orilla haciendo sonar las piedras y mojando a veces el muro que las dividía de la calle y la pista. Abajo se encontraban algunos autos, pero la neblina limeña los hacía ver fantasmagóricos, así como a los que pasaban por ahí. Volteé a ver a Mariano, ahora lo notaba preocupado. Al parecer necesitaba hablar con Cristina más de lo que yo pensaba, pero no quería imaginar lo que sucedería si la veía acompañada. Me dije a mí mismo que no era mi problema y me tomé otro vaso de cerveza.
En eso pensé en Fernanda, la amiga. La busqué con la mirada, por donde me había encontrado con Cristina. Repare en que si decidía buscarla, Mariano me seguiría y por lo tanto el encuentro con su exnovia sería inevitable. Tuve que idear una manera de lograr lo primero sin provocar lo segundo. Le dije a Mariano que iría a comprar más cerveza, pero inmediatamente me dijo que aún quedaban botellas en la caja. Fui ingenuo, pero creí que no me diría nada porque cuando se trataba de comprar más trago, no ponía objeciones. Mientras pensaba en algo más, llegó Celeste con Raúl y dos de sus amigas: las inseparables Sandra y Camila. Nos saludamos.
—¿Qué le pasa a Mariano? —me preguntó Celeste en un momento que estuvimos a solas.
—Cristina ha venido y está acompañada —dije, de manera rápida.
—¿Cómo? Pero si hace poco terminaron.
—Él le terminó. No sé por qué, pero está arrepentido. Me parece que Cristina lo ha hecho para molestarlo, aunque no podría asegurarlo. No le vayas a decir nada, por favor.
—Está bien, no te preocupes. Espera, ahí viene.
Mariano se acercó y nos ofreció otra botella de cerveza. «Salud», dijimos los tres. Raúl llegó con una jarra de ron y nos las ofreció. Le dijimos que después, mostrándole la cerveza.
—¿Todo bien? —preguntó Mariano.
—Sí, ¿y tú? Te veo apagado —respondió Celeste.
—Más o menos. Necesito hablar con Cristina, ¿la has visto? —consultó Mariano.
Celeste me miró y llamó a Raúl. Volvió a Mariano y le dijo:
—No, no sabía que había venido.
—Miguel la vio hace rato con una amiga.
Celeste me miró y yo asentí.
—Sí, pero tal vez ya se fue —sugerí—. Un momento, ya vuelvo —dije, aprovechando la ocasión para buscar a Fernanda.
Caminé entre ellos, brindé con Ramiro y Roberto. Liliana y Carla me empezaron a bailar, les seguí el baile hasta poder salir de la rotonda y me fui.
Me apoyé en la barra al otro lado de la sala y empecé a buscar a Cristina y a Fernanda. Compré una cerveza personal y me acerqué para ver mejor. La vi bailando con sus amigas, y Cristina, efectivamente, se encontraba con un sujeto que no había visto antes. Un momento después el chico se fue con unos amigos y ellas se quedaron bailando en la mitad de la sala. Caminé por ahí como quien intenta llegar al otro lado y pasé al lado de ellas, confiando en mi suerte, que nunca había sido mucha, pero creía en el simbolismo del lugar en el que estábamos. Entonces, Fernanda se percató de mí y le dijo algo a Cristina. «Miguel, Miguel», me empezó a llamar. «Ven, ven», me dijo Cristina. «Baila con mi amiga», sugirió y yo miré a Fernanda y ella me miró sonriendo. La saqué a bailar. Volví a ver a Cristina y me miró con una risa traviesa. Cristina era esbelta, tenía el cabello largo y unos gestos muy traviesos. «Tal vez Mariano no confiaba en ella», pensé. Fernanda me preguntó si yo bailaba salsa. Le dije que haría mi mejor esfuerzo. La sostuve de las manos y ella empezó a moverse de un lado a otro y con una energía que dejaba en ridículo a la mía. Le di una vuelta y se acercó a mí. Nuestras mejillas se rozaron y nuestras miradas se quedaron fijas. Mi mano cogía su espalda y dábamos otra vuelta. Ella pegaba su cuerpo al mío y nos mirábamos en cada giro. La música cambió y nos paramos a un lado. 
—Bailas bien —me dijo.
—Solo intenté seguirte el ritmo —respondí.
Cristina nos había visto bailar y ahora ella bailaba con el chico que la acompañaba. Fernanda y yo nos quedamos viéndolos mientras conversábamos.
—Cristina me contó que estaba con tu amigo —comentó Fernanda, de pronto. Y yo recordé a Mariano.
—Sí, estuvieron hasta hace poco —dije, mirando a ambos lados, buscándolo. 
—¿Él está aquí? —me preguntó.
—Sí, vino conmigo —respondí.
—Uy, qué complicada situación —agregó.
Pensé lo mismo. Ahora no sabía qué hacer. Ya estaba con Fernanda, pero tenía que volver donde Mariano porque sino él vendría a buscarme y me vería con Fernanda y a Cristina con el chico nuevo, y nada bueno podría salir de eso.
—Espérame un momento —le dije a Fernanda, cogiéndola de las manos—. Ya vuelvo.
Fui enseguida donde los chicos y seguían allí. Habían comprado otra caja de cerveza y se veían entretenidos. Me acerqué a Celeste y le conté lo que pasaba. Le dije que distrajera a Mariano mientras yo me quedaba con Fernanda. Celeste me miró molesta, pero luego entendió. Me dijo que sus amigas Sandra y Camila querían bailar con Mariano pero parece que con él no era la cosa. «Está muy distraído con lo de Cristina», me dijo. En ese momento me sentí un mal amigo, pero lo único que quería era evitar algún pleito y, claro, pasar más tiempo con Fernanda. Celeste me dijo que haría todo lo posible y me fui sin que Mariano se diera cuenta.
Vi la hora en mi celular y daban las dos de la madrugada. Aún quedaba mucho tiempo, pensé, y volví donde Fernanda. Se encontraba tomando con dos amigas mientras Cristina seguía bailando con el chico. Pero me vio volver y miró a Fernanda. Ella rió e inmediatamente la saqué a bailar. 
—¿Adónde fuiste? —me preguntó.
—Donde mis amigos, se están divirtiendo sin mí —dije.
—Entonces no te vayas —me dijo, y ambos sonreímos. Dimos unas vueltas y nos juntamos más. Fernanda se miraba con Cristina y sonreían.
—¿Hasta qué hora te quedas? —le pregunté un momento después.
—Un par de horas más. Yo vivo cerca —me dijo.
Fue cuando vi que Mariano pasó al frente de nosotros pero sin darse cuenta, ni de mí y mucho menos de Cristina. De todas formas intenté esconderme con el baile hasta que se fue. Fernanda me miraba cada vez más cerca y yo hacía lo mismo. Bailamos un par de canciones más y yo ya no quería irme a otro lado. Cuando de pronto escuché botellas y vasos caer de una mesa y romperse en el suelo. Fernanda me volteó y gritó: «¡Se están peleando!».
Fui corriendo mientras pensaba: «No, no, no, que no sea Mariano». Y cuando llegué, vi que Mariano había golpeado en el rostro al acompañante de Cristina y este había caído encima de unas de las mesas haciendo caer todo a su paso. Ramiro y Roberto lograron controlarlo para cuando yo había llegado. Cristina empezó a gritarle todo tipo de adjetivos, desde “maricón”, “cobarde”, “imbécil”, entre otras cosas.
Me acerqué a Mariano y le pregunté que qué había hecho. Y me soltó el brazo, con fuerza. «Tú sabías que Cristina había venido con ese huevón», y lo señaló. «Te hiciste el cojudo, nomás», añadió, molesto. «De qué estás hablando», dije, sintiéndome un hipócrita. Celeste me agarró del brazo y me dijo que Mariano estaba borracho, pero que me había visto bailando con Fernanda junto a Cristina y el otro sujeto. En ese momento supe que la había cagado. Los de seguridad invitaron a Mariano a retirarse, y Ramiro y Roberto lo acompañaron a salir.
Cristina me miró molesta. Fernanda no entendía lo que había pasado. Le expliqué todo en cuestión de segundos. Me acerqué a Cristina y solo atiné en decirle: «Yo te lo advertí, solo quería evitar que algo así pasara». Cristina seguía molesta, pero me dio la razón. «Debí ser más precavida», se dijo mientras miraba el golpe que su nuevo chico había recibido. El sujeto era un idiota, ni siquiera se defendió del golpe de Mariano. Cristina le dijo a Fernanda que se iría con él. Fernanda me cogió de la mano y le dijo que se quedaría. Cristina me miró y quiso decir algo, pero solo me señaló con el dedo y se fue con su acompañante. Fernanda me miró y me dijo que no quería que me quedara solo. 
—Tus amigos te dejaron.
—Sí, luego hablaré con Mariano.
—Estaba muy molesto.
—Él es así, sobre todo cuando se pone borracho.
La gente empezó a retornar a sus lugares y a volver a bailar y a beber. Me acerqué al bar con Fernanda y nos tomamos unas cervezas. Ella me sujetaba de la mano y yo la miraba. En un cambio de canción, sus labios se acercaron a mi boca y nos besamos por un buen rato. Bailamos un par de canciones más mientras nos besábamos. Al ver la hora, cuatro y media, salimos de allí y caminamos por las veredas de la Herradura. El viento corría fuerte y estuvimos abrazados. Fuimos a esperar el taxi. Mientras esperábamos que llegue, ella se puso a responder algunos mensajes de su celular y yo hice lo mismo. Ramiro me dijo que ya habían dejado a Mariano en su casa y que pensaban seguirla. Le dije que no se preocuparan por mí, que ya me iba. Celeste me escribió diciendo que ya se había ido, que me vio muy cariñoso con Fernanda y por eso no se despidió. Le dije que ya iría a visitarla para conversar. 
La cabeza me dolía a mares, había tomado más de la cuenta pero estaba consciente de lo que sucedía. Fernanda no dejaba de abrazarme y besarme. Se veía hermosa bajo los faros en plena madrugada. Llegó el Uber que habíamos pedido y subimos. Los bares y las calles empezaron a perderse con la gente. La playa y la neblina desaparecieron y llegamos a un condominio. «Aquí es», dijo Fernanda, y bajamos del taxi. Entramos a su sala y nos acostamos en el mueble. Sus labios besaban mi cuello y mis manos buscaban más de ella. En silencio pensaba en todo lo que había pasado y estaba por pasar. Y fue inevitable no sentir un sentimiento de culpa por lo que había hecho. «¿Qué clase de amigo era yo?», me preguntaba mientras me desprendía de mis prendas y Fernanda me miraba y me besaba. Entonces, sintiendo a Fernanda tan cerca de mí, la noche dejó de ser noche y cada vez dejó de ser fría.

martes, 16 de octubre de 2018

Destierro

Era cuestión de tiempo. Todo lo que habías construido terminaría por destruirse. Fue inevitable. El diálogo acabó. «Ya no importa», piensas, mientras caminas con las manos en los bolsillos por la transitada alameda. La ciudad, en este momento, es solo un excusa. Los edificios, los autos, la gente que sube y baja de los colectivos, que pasea por las veredas, que se besa en las bancas, que saluda desde los balcones, nada. Todo era parte de una parodia de la urbe que hay detrás. ¡Te han desterrado! La calles te estorban. El viento te absorbe. Te parece absurdo pensar en la vida que ya no está, que ya se fue. Sin embargo, no la has vuelto a ver por más que pensabas en ella. Te hace daño hablar, pensar en hablarle. Pensar que sigue aquí. Cambias de nombre y de apariencia para lograr tu cometido, pero eso no altera el hecho de que te han desterrado. Todos te desconocen. Tú también los repudias, sordos, ciegos, ingenuos. «Era cuestión de tiempo», piensas. Lo sabías. Siempre lo supiste y caíste parado. Nunca tuviste miedo de decir lo que pensabas, de hacer lo que pensabas. Ella ha trascendido en la existencia, recuérdalo. Pero tú sigues vivo, en una especie de muerte camuflada, mas no para ellos. 
Los hombres se cansan, se mueren, se descomponen. No hacen falta, no son tan especiales. Dicen, hacen cosas por miedo a la fatalidad. Piensas en irte. Lo has intentado. Te dolió, ¿cierto? No es preciso que me lo digas, ya no pienses en eso. Vamos, levántate, no llores. El sol espera, la noche no. En la vereda, el señor de barba coge sus cosas y cambia de esquina, coloca un cartón y se sienta. Saca una lata y pide monedas. Le das lo que tienes y caminas. Te preguntas qué hizo él para merecerlo. Lo sabes pero no lo dices, no quieres exponer la cruda verdad. Te controlas, doblas en la siguiente esquina. ¡Te han desterrado! Te abandonaste, te entregaste a la nada y empezaste a buscar la vida en la muerte. 
Juventud te conquistó, te dio sus mejores años. Supiste amarla, emocionarla, pero te venció, te consumió y no quisiste saber más de ella. Y ahora solo aparece cuando te miras a los ojos. Era encantadora y tenía mucha energía, quería hacer de ti el rey del mundo. Y lo hizo. Pero ese mundo colapsó. De pronto, un infante te ofrece un dulce. Lo miras con miedo. Ves en sus ojos la verdad. Le das unas monedas y sigues tu camino. Tu cuerpo se ha entumecido, no eres el mismo de ayer y tampoco serás el mismo mañana. No concibes el presente y temes cuando ves que el tiempo pasa. Tu miedo es extinguirte, evaporarte, morirte. Caer en la desgracia de ser pensado, extrañado, querido. De provocar nostalgia, de ser un recuerdo. No es el caso. No es él, no eres tú, no es ella. Es. Y te duele en lugares que desconoces. 
Una humareda oscurece la avenida, los cláxones retumban en tu cabeza y los moribundos que lustran las botas en la esquina de la calle se rehúsan a hacerlo a hombres como tú. Los quioscos cierran sus puertas, guardan sus noticias, sus tragedias, su pan y su agua. Perros crueles le roban la comida a los locos, los locos se hacen pasar por locos. La gente se hace pasar por gente. Tú te haces pasar por ellos. Quieres pasar desapercibido, quieres volver. Volver con aplausos entre el vitoreo de multitudes, con los ojos llorosos de ella viéndote y gritando tu nombre, saludándote a lo lejos y tú reconociéndola e ir corriendo y abrazarla para decirle que has vuelto por ella, que te han perdonado, que ya no eres el infame sujeto que fue desterrado de aquí. Quieres pensar que suceda eso y quieres que suceda sin que nadie lo sepa, excepto ella. Ella debe saberlo todo. Ellos tienen la culpa. Te inmortalizaron, te hicieron creer que lo merecías. 
El semáforo cambia a verde, cruzas la pista, miras la plaza, subes las escaleras, caminas por la fuente, bajas las escaleras, entras por un callejón, miras la hora, tiras un folleto a la basura. Fallas. Un viejo te mira con odio, pero no dice nada. «Ya es hora», piensas. Nadie te sigue, nadie te mira. Inténtalo. La búsqueda. El sepulcro de la vida. Te enfureces y cambias de rumbo. El tiempo es inaudito a tu causa. Nada te complace, nada te convence. Recuerda lo que dijo madre: «No todos son como piensas, no todos son como tu padre». Sus palabras eran fruto de una serie de hechos confirmados por los ojos que heredé de ella. En ellos la vi sangrar. Vi cómo dejaba este mundo. Vi cómo se sacrificaba por mí. El destierro había sido heredado por él, por mí, por ella.

jueves, 20 de septiembre de 2018

El sujeto

Escribir duele, y el dolor, a veces, causa placer. Pensarla también duele, pero el placer de escribir sobre ella alivia, de alguna forma, esa sensación. Sin embargo, antes de seguir con este relato de sospechosa contradicción, debo aclarar que no soy yo quien intenta escribir. Lo suelo llamar, por tratar de darle forma, 'El sujeto', y se manifiesta como una voz o una presencia. Desde hace varios años, mediante pensamientos e ideas, me usa para sus fines, hasta llegar, en ocasiones, a suplantarme sin que yo lo advierta. 
Empezó a susurrarme frases los últimos años del colegio, que yo escribía en hojas sueltas para después romperlas en un arrebato sumamente inmaduro, propio de un adolescente susceptible como yo. Pero años después, ya en la universidad, empezó a formular oraciones e ideas más elaboradas, como por ejemplo: «Sus modos son creíbles para el personaje, no finge, es. Ella es quien buscas», «Es conveniente saber sus manías, sus miedos, sus motivaciones. Sé su amigo, su compañero». Ya por ese entonces, y debido a ello, había empezado a crear ficciones. Al comienzo no hacía caso creyendo que eran solo ideas, alucinaciones, delirios de escribidor. Pero luego empezó a intervenir con más frecuencia y de manera egocéntrica e imprudente: «No es apta para la historia: es trivial, vacía», «Bella, elegante, pero frívola». Me susurraba frases así de vez en cuando y me causaba asombro y miedo. Con el tiempo supe que era una presencia que no podía evitar, y por ello, un día, decidí hacerle frente: «No puedes usar a la gente a tu conveniencia. No son cosas, ¡sienten!», dije o me dije, para mis adentros, pero aún no estaba seguro si podía escucharme como yo a él. Ahora, cuando aparece, con una voz que reconozco desde antes de que llegue, vivo, trato de obviar esa discusión con ese sujeto y vivo. O creo vivir. Pero se manifiesta cuando menos me lo espero: «Mírala, acércate, involúcrate, crea una situación», y se calla. Me hallo en la escena y ya no sé qué hacer para no sentirme controlado. Por creer que tengo libre albedrío, hago caso omiso y sigo de frente, evitando algún tipo de contacto. Pero no es nada fácil. 
Ahora sucede a diario. Estoy con un grupo de amigos. Conversamos, reímos, estamos tomando unos tragos y aparece de nuevo susurrándome al oído: «No hables, solo obsérvalos. Mira su comportamiento, piensa en lo que piensan y crea la historia. Ya tienes la imagen, solo escríbela», y vuelve a callar. Sacudo la cabeza, hago como si nada hubiera pasado y sigo viviendo. Estoy besando a una chica que acabo de conocer en una fiesta y él ya está allí: «Suéltala, dile algo, intenta confundirla y sigue besándola, tal vez mañana ya no sepas de ella, despídete», y el sujeto vuelve a desaparecer. Y exactamente eso pasó, pero no fui consciente de ello. Él intervino y actuó por mí, o no sé si yo lo dejé. «Lo de ayer fue absurdo, una escena burda, sin más implicaciones que los bajos instintos. No tiene nada de extraño, no lo escribas», sugirió al día siguiente, y mis dedos automáticamente cambiaron de tema, dejaron de lado aquella experiencia inútil y pensé —¿o él?— en la escena del otro día. Caminaba por la avenida Tomás Marsano para tomar un taxi. Cuando llegué al paradero de la estación Jorge Chávez, un auto, en la esquina en la que yo estaba parado, cruzó pisando la acera y se estrelló en la casa de al frente. «Pudiste haber muerto», dijo el sujeto de pronto. Yo miraba la escena sin creer lo que veía. «Pero estás vivo viendo el auto destrozado, corres hacia él, estás ayudando al hombre a salir del auto con alguien más que vio el accidente, el hombre está ebrio, casi te atropella pero lo estás ayudando, y no lo haces por solidaridad, sino por querer tener algo para escribir, cambiando algunas cosas y hacer que la historia quede como hubieras querido que suceda», no dejaba de hablar. Solté al hombre cuando lo vi a los ojos, un odio entró en mí y me fui, mientras una muchedumbre venía corriendo para socorrerlo. No miraba a nadie, solo escuchaba la voz del sujeto dándome órdenes, diciendo lo que tenía que hacer para luego escribirlo. Él tomaba las decisiones, yo solo actuaba. Allí mismo tomé un taxi y fui donde Camila. Al llegar, le conté lo sucedido con el sujeto en la escena del accidente. No me creyó. Sacó unas cervezas y tomamos un poco. «Voces por aquí, voces por allá; solo necesitas relajarte, cariño, ven», me dijo. Me eché en su mueble y apoyé mi cabeza sobre sus piernas. Camila jugaba con mis cabellos, me acariciaba y me daba besos. Y en ese preciso instante, después de mucho tiempo, ella apareció. La vi a través de la mampara mirando por el balcón. Me levanté enseguida. «¿Te pasa algo?», preguntó Camila. «No, estoy bien», balbuceé y volví a sentarme. «Iré donde mi madre en un rato, ¿te jalo en el auto?», me dijo, un rato después. «¿Fabrizzio? ¿Fabrizzio me escuchas?», repitió despertándome del trance. «Sí, no. No te preocupes, iré donde Enrique», respondí. Al salir del departamento de Camila, llamé a Enrique para ir a buscarlo. Cuando le conté lo sucedido, creyó que lo estaba «hueveando». «Puta, hermano, ahora no puedo, saldré con Jimena», me respondió cuando le dije para ir a buscarlo. «Dale, no te preocupes, estamos hablando», respondí y colgué. «Y así se hace llamar mi amigo», me dijo, ofuscado. Caminé de madrugada por la Avenida Joaquín de la Madrid discutiendo con el sujeto que apareció de nuevo: «Busca a Bianca», sugería. Esta vez no quería que me diera órdenes, intenté rebelarme contra él: «¡No lo haré! Ella está bien sin mí», grité. «No es ella, pero te ayudaba mucho verla», seguía. «¡Basta!», grité de nuevo, apretando mi cabeza con ambas manos para evitar escucharlo, aunque no servía de nada. Nadie oyó mi grito, la calle estaba oscura, desierta, pocos autos pasaban por la avenida a esas horas. Y pensé de nuevo en ella. Un dolor empezó a recorrer mi cuerpo, una sensación casi sanguínea entorpeció mis pasos. Me costaba caminar. «Estoy vivo», pensé, para calmarme. Ella aparecía y desaparecía a su antojo, como el sujeto. «Escribe lo que te pasa», sugirió de nuevo. No le hice caso. Miraba con atención a cualquier lado, quería gritar. Me detuve en un pasaje y en cuestión de segundos todo volvió a la normalidad. 
Al cabo de un rato revisé mi celular, un Whatsapp de David decía: «¿Dónde estás? Tengo una reu, vamos». Vi la hora: 1:30. Necesitaba un respiro. «Estoy cerca, vamos», respondí. Tomé un taxi y llegué a su casa. «¿De quién es la reu?», pregunté después de saludarlo. «De unas amigas, te van a caer bien», respondió. Al llegar, una casona con un minibar en el sótano nos acogió. «Estoy vivo», pensé de nuevo. Y el sujeto, al presenciar el lugar y la situación, apareció. Empezó a susurrarme cosas: «Mira». Yo miraba, a la vez que intentaba no hacerle caso. Me senté con David después de saludar a sus amigas. «Sírvete», me dijo una de las chicas. Me serví un trago. Tomé. Algunas de ellas cantaban una canción de José José que aparecía en el proyector. «Acércate a esa chica, no ha dejado de mirarte», comentó el sujeto. Me paré y salí de la sala. «¡No!», grité en el espejo del baño cuando me lo repitió un rato después. «Háblale, dile lo que te pasa», insistió. Regresé, brinde, canté, bailé. «Tú no eres de aquí», me dijo la mujer. «Me di cuenta cuando te vi entrar», añadió. «Es mayor que tú, déjala que hable», sugirió de nuevo el sujeto. Moví la cabeza de nuevo haciéndolo desaparecer y escuché a la mujer con atención: el pasado humilde, el esfuerzo, el dinero, la posición social, la política, la corrupción, el Perú, la gente de mierda. «Se acerca cada vez más, se siente cómoda, tú también», me susurraba el sujeto y yo bebía un trago tras otro. «Te está acariciando la pierna», pienso y él me lo dice a su vez. «¿Vamos por más trago?», sugirió la mujer un rato después. «Ve», susurró él. «La botella de Whisky ya se acabó y ella te acerca la suya, te quiere convencer», siguió. «Déjate convencer», repitió. La mujer empezó a besarte, te mordía, te empujaba hacia la pared, te soltaba, tú veías a David en el mueble de al frente besando a su amiga, mucho mayor que él, sin duda y te reías. No sabías cuántas horas habían pasado. «¿Son las cuatro o cinco de la madrugada?», pensaste y no sabías qué hacías allí. Pero ¿es él el que narra o soy yo? Ya no lo sabes, él te ordena, tú actúas y viceversa. Aparece, te sugiere cosas que no harías pero sabe que un empujón basta para meterte en situaciones que quisieras no haber vivido. «Estoy vivo», pienso nuevamente. Y el rostro de ella aparece de nuevo. Te mira, te llora, te besa. Duele un poco. Sigue doliendo. «Te sientes solo, estás solo», susurra, casi burlándose de tu desgracia. «Escribe», me sugiere el sujeto. «Vuélvela eterna, no hay peor condena que la inmortalidad», añade en un arranque de serenidad y sensatez que ya no recordaba en él. Regresé a la sala, cogí mi casaca y salí del sótano. «¿Y David?», me pregunté —¿o a él?— desconcertado. «Él está bien, vete», seguía dándome órdenes. «¿Y qué le digo a la mujer?», lo interrogué. «No tienes por qué decirle algo», añadió. Subí las escaleras, abrí la puerta, caminé hasta la avenida y paré un taxi. «10 soles», me dijo el taxista. «Vamos», respondí, entré al auto y cerré los ojos. «Tienes la historia», susurró. Golpeé la puerta del auto con cólera, el taxista me miró frunciendo el ceño pero no dijo nada. El rostro de ella apareció de nuevo, besándote. Abriste los ojos, ya era de día. Empezaste a toser, miraste al taxista, te disculpaste, viste la calle, estabas cerca. El sujeto ya no decía nada, ya no existía. El sujeto eras tú, era yo.

miércoles, 15 de agosto de 2018

La promesa

La última vez que la vi vestía una blusa de color azul, falda y tacones, de su brazo colgaba una cartera grande y su definido rostro denotaba el cansancio de una larga jornada de trabajo. Había venido sin avisarme, como siempre solía hacerlo. Sonó el celular poco antes de anochecer y su voz me dijo: «Ábreme la puerta, estoy afuera». La hice pasar y le preparé un café. Se sentó como en su casa y empezó a arreglar las cosas de su cartera. Le llevé la taza y me senté a su lado.
—¿Todo bien? —pregunté, intrigado.
—Sí, solo vine un momento —respondió, sobria, mientras enviaba algunos mensajes desde su celular.
—Entiendo —respondí.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó, volviendo hacia mí y apagando el celular para ponerlo en la mesa de centro.
—Pues, sorprendido —dije.
—Vamos, en serio —dijo—. Me escribiste el otro día, dime —añadió.
—Lo recuerdo —dije, sin mirarla.
—¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó, y puso su mano encima de la mía.
Era cierto, la noche del viernes pasado le escribí un mensaje: «¿Estás ocupada? Necesito hablar contigo». Pero no respondió. Supuse que estaba con su novio y no insistí para no incomodarla. Sabía que en algún momento se aparecería, pero no cuándo.
—Olvídalo, ya pasó —respondí.
—Cuéntame, no seas así. No pude responder, ya sabes cómo es Gustavo cuando estoy con él —respondió, excusándose. 
—No hace falta que me lo digas. Mándale mis saludos, por cierto.
—No seas tonto, te odia, sabe que fuiste mi primer amor. Pero ya, ¿me vas a decir lo que te pasa?
La miré de soslayo y recordé, en cuestión de segundos, los años que estuve con ella, el primer beso, la primera vez que hicimos el amor, las alegrías, las tristezas, pero sobre todo, su forma maternal de calmar el caos, de acabar en paz la guerra. Ella sabía escuchar y responder sin rodeos, de manera exacta y breve como quien consulta un diccionario. Sus palabras no eran vacías, estaban llenas de ella, de vitalidad, y parecía que vivía sin dudas y decidida, todo lo contrario a mí, que solía vivir desorientado en el tiempo y en el recuerdo de pérdidas irremediables, con miedos que habían calado en lugares que desconocía pero que ella, como nadie, conocía muy bien. «Estaré siempre contigo», me dijo una noche y yo respondí de la misma manera, abrazándola muy fuerte a causa de una promesa que en ese momento no sabíamos hasta dónde nos llevaría. Los años habían pasado desde entonces y parecía que la habían tratado mejor. Sin embargo, a veces acudía a mí a pesar de todo, con una fragilidad que era impensable en ella. Y del mismo modo yo también acudía a su lado, pues cuando me hundía en lo más hondo, Danae siempre estaba allí, para escucharme, para salvarme. Aunque mi ingratitud y mi pesar por mentir nos llevó a alejarnos un buen tiempo y a dejar de vivir, por cuestión de una noche, lo que sentíamos de adolescentes sin miedo al recuerdo y al amor de un pasado que solo era parte de nosotros. 
—Me escribió Marién. Quiere que deje todo aquí y vaya a vivir con ella a Uruguay —dije, de manera pausada.
—¿Y eso es lo que quieres? —preguntó, dejando la taza de café en la mesa.
—No, no lo sé —balbuceé.
—Ella te quiere, siempre fue linda contigo, Mauricio —recordó.
Vino a mi mente la imagen de Marién en la fiesta de año nuevo. Sus ojos color caramelo, su cabello corto, sus lunares exactos debajo del labio y a la altura de las mejillas. Ella me abrazaba y besaba mientras veíamos el espectáculo de luces en el cielo y nos jurábamos amor sin saber que las cosas muy pronto cambiarían. A inicios de febrero tuvo que partir a Uruguay a estudiar y yo no pude acompañarla. Me encontraba a un año de acabar la carrera de Derecho y el trabajo me absorbía el poco tiempo que tenía. Su padre vivía en Montevideo y por más que intentó no pudo convencerlo de quedarse a estudiar en Lima. Se despidió de mí entre lágrimas en el aeropuerto Jorge Chávez pero decidimos seguir juntos aunque en el fondo sabíamos que ya nada sería lo mismo. Nos tomó cerca de seis meses para que todo se enfriara y ella y yo nos veamos envueltos en nuestras vidas lejos del uno y del otro. No obstante, algunas llamadas por parte de ella me hacían pensarla y extrañarla, e imaginaba lo que hubiera pasado si nunca se hubiera ido. Estuvimos juntos cerca de un año en Lima, año en el cual solo me vi un par de veces con Danae. Ella tenía una relación tóxica con su novio de entonces, el distinguido pero posesivo Ernesto, un estudiante de Medicina, y en sus momentos más amargos, de desdicha y de dolor, aparecía de pronto y perdíamos el miedo a la soledad en alguna habitación de Barranco. 
—Aún pienso en ella, pero no sé si sería lo mismo. Además, irme y dejarlo todo, no es fácil… Y ya no te vería —respondí después de unos segundos.
—No pienses en eso, ambos sabemos que en algún momento pasará.
—¿Y será este el momento?
—No lo sé. ¿Piensas aceptar la propuesta de Marién?
—Me escribió el viernes. No sé, tengo que pensarlo.
—Si te lo ha dicho después de un año, es porque aún te quiere. Ella siempre me pareció linda, a pesar de que me dejaste de lado todo ese tiempo.
—Ya hablamos de eso... Solo quería hacer bien las cosas.
—Y no te culpo. Fue lo mejor. Las veces que nos vimos te notaba raro. ¿La querías mucho, no?
—Sí, no me gustaba mentirle a Marién… Pero sé que no la estabas pasando bien en ese entonces con Ernesto… Lo siento.
—Ya no importa, ya pasó mucho tiempo. Gustavo es totalmente diferente.
Pensé en la noche en que la vi con Gustavo. En ese entonces recién se habían conocido y él la pretendía. Danae me saludó con cortesía cuando pasó por mi lado y me vio con Romina, una chica que había conocido en el trabajo y con la que salía a tomar los viernes por la noche para luego terminar en su departamento de Surco, totalmente ebrios, desnudos y oliendo a marihuana. Gustavo se enteró que yo había estado con Danae tiempo después, cuando ya eran novios y había más confianza entre ellos. Le contó que fuimos enamorados en el colegio, pero jamás le mencionó que seguiríamos viéndonos en la universidad y después de terminar la carrera, hasta hoy, como amantes furtivos de una promesa desnaturalizada por los años y por el apego y el amor libre, racional y discreto. Desde entonces me miraba con desconfianza en las reuniones que teníamos en común Danae y yo, pero ella se encargaba de que no piense en mí besándolo siempre que yo pasaba al lado de ellos.
—Espero que sí. ¿Qué le dijiste hoy? —pregunté, encendiendo un cigarro.
—Que iría donde Brenda. ¿No te conté? Se casa a fines de año, con Rubén.
—Rubén… Nunca me cayó bien ese tipo, en la universidad se la daba de intelectual y no tenía ni idea de lo que hablaba. 
—Ya, Mauricio, olvídalo, Brenda lo quiere y eso es lo importante. Y no me cambies de tema.
—No he cambiado de tema —repuse—. La verdad no sé qué hacer. Sé que necesito irme de aquí, al menos por un tiempo, pero ¿dejarlo todo por ella? 
—Date la oportunidad. ¿Y si la cosas salen bien? No tienes hijos, tus padres viven fuera y se encuentran bien de salud. Tu hermana ya hizo su vida con Miguel. Vives solo, sales con distintas chicas. ¿No crees que necesitas un cambio?
Tenía razón. ¿Qué pasaba conmigo? Me sentía abrumado, insatisfecho, vacío. Me había cansado de todo, de mí, pero no de ella. Danae era paz entre todo el caos que había. Sin embargo, era cierto que había pensado mucho en Marién. Extrañaba sus manías, sus intentos de hacerme molestar cuando lo único que lograba era hacerme reír. Sus celos de niña, sus miedos, sus dramas tan tragicómicos pero ciertos. Sus besos, su cuerpo, su nobleza, su integridad y su lucha constante contra las injusticias. La extrañaba de una manera egoísta. Quería verla pero no estaba seguro de quedarme a su lado. Y aún así me consideraba para seguir compartiendo junto a ella. Si aceptaba su propuesta cambiaría todo. Tengo miedo, es verdad. Miedo a fallarle, a fallarme a mí con respecto a lo que siento por ella. No lo merece. No soy para ella, pero ella es para mí.
—No es tan sencillo.
—Ay, es lo único que dices. ¡Nada en esta vida es fácil, Mauricio! Arriésgate.
—Para ti es fácil decirlo. Te veo entusiasmada con Gustavo. ¿Por eso no me besaste al entrar?
—Eso no tiene nada que ver. 
—Claro que sí. Si me voy, no volvería a verte.
—Pues entonces vete.
—Parece que lo dices en serio.
—Lo digo en serio… He pensado mucho en esto. En algún momento tienen que terminar estos encuentros —dijo, me soltó la mano y se levantó del mueble, sin mirarme. Se acercó a la ventana que daba a la avenida.
—Danae, disculpa. No era mi intención —dije, y me acerqué a ella. La abracé por detrás y cogí su mano.
—No pasa nada —respondió, se volteó y me dio un beso—. Siempre serás mi primer amor, el amor de...
—Mi vida —concluí, y me miró con una sonrisa en el rostro
Nos quedamos en silencio, abrazados. Mi corazón latía, me sentía vulnerable. El pasado sería por primera vez eso y no imaginaba cómo sería. La miré una vez más a los ojos. Ella sollozaba, pero sonreía. ¿Por qué nunca nos decidimos a estar siempre juntos? Me pregunté. Tal vez porque en el fondo no lo queríamos. Vivíamos del recuerdo, de lo bonito que se sentía el amor cuando éramos adolescentes. Nada se comparaba a esa sensación y nos refugiábamos en nosotros por querer seguir sintiéndolo, aún así sea de mentira, a pesar de nuestros nuevos amores, a pesar de nuestro presente, a pesar de nosotros.
—Ve con Marién. Prométeme que irás por ella —dijo, después de besarme, y una lágrima empezó a rodar por su mejilla.
—Lo prometo —dije, con la voz entrecortada pero segura.
—Una promesa se rompe con otra promesa —concluyó.
En la calle, a través de la ventana, se oían los sonidos propios de la noche. Danae se subía a un taxi y nuestras miradas se cruzaban por una última vez.

jueves, 12 de julio de 2018

El final

El final está cerca, lo presiento. Ayer, mientras esperaba el carro en el paradero, un hombre, de aproximadamente unos treinta años —lo intuí por su forma de vestir—, esperó a una mujer que nunca vino, o al menos eso creyó. Lo sé porque desde que llegó no tardó en acomodarse en una esquina sin dejar de mirar su reloj de pulsera. Sin embargo, cuando la mujer llegó al mismo lugar y empezó a buscarlo, él ya no estaba, se había ido de la impaciencia. La situación, aunque nimia, me desconcertó. Así como lo que vi la otra tarde. Un perro buscaba comida en la basura, abrió bolsas, hurgó en cajas, pero no halló nada comestible. Avanzó despacio por la acera y se echó al filo, cansado, donde más quemaba el sol. Su hocico pegado al suelo dejaba ver su lengua reseca, negra de suciedad. Es el fin, pensé. Otro hecho reforzó mi idea. Caminaba por la vereda y vi cómo un auto cruzó tan rápido la autopista que levantó un pedazo de grieta. Siempre me había preguntado en qué momento terminaban así las pistas, quebradas, con hoyos enormes. Pero esta vez fui testigo y la destrucción duró solo un par de segundos. Esa escena me persiguió durante toda la semana. Pude haber mirado a otro lado y haberme perdido el momento, pero no. Sigue aquí, metida en mi retina, como un volcán en erupción que acaba con todo.
El hombre impaciente, el perro moribundo, la creación de la grieta. Son situaciones distintas, pero que juntas pueden significar algo: que el final está cerca. Estoy convencido, y cada día más. Mis zapatos se ensucian más rápido que antes, mi cuerpo suda por cualquier movimiento que hago, mi boca se reseca cuando dejo de hablar, mis ojos se ponen rojos, y sin embargo, me siento sano, sé que no estoy enfermo, porque lo he estado casi toda mi vida, y cuando mi cuerpo está enfermo, mi mente, mi alma y el día también. Y en esta ocasión no, todo es un caos, ya no hay orden. Mi equilibrio, del cual ya no he hablado desde hace mucho, ha perdido su balance.
Propongo una tregua al suceso que está próximo a llegar: el fin de los tiempos, los ojos caídos, como el mármol de Grecia. Nadie lo sospecha, parece ser como un secreto íntimo, privado. ¡Pero el final está cerca! Nadie escucha, nadie pregunta, nadie hace nada. Si pudiera compartirlo con alguien... Recuerdo que un día, en la mañana, me desperté sin aire. No podía respirar por más que lo intentaba, y el sueño, curiosamente, había sido una combinación de polvo y arena. El polvo no es igual que la arena. Hay polvo de piel muerta, de libros guardados, de objetos vencidos. Esta, sin embargo, era distinta. Volví del sueño como si este me hubiera afectado físicamente. Fui al baño y me apoyé con dificultad en el lavabo. Tenía el torso descubierto y sudaba a caudales. Abrí el caño y me mojé los ojos para verme mejor. Recién ahí noté que el vidrio del espejo tenía una rajadura que deformaba mi rostro. El ahogo se me pasó. Y entonces me vi con detenimiento: mi pecho, flácido, delineaba caminos que ya no se habían fortalecido desde la adolescencia. Mi abdomen, que alguna vez fue liso y duro, vibraba, en la parte inferior, como arenas movedizas. Cerré el caño y volví a la habitación.
Pero nada de eso era importante, sino el hecho de que algo había muerto en mí en ese momento, y sentía en mi cuerpo como una extensión de tiempo junto con la premonición de que todo iba a terminar. Se lo comenté a un sujeto, en el carro, cuando se sentó a mi lado. «Queda poco tiempo», le susurré. Volteó, se acomodó los lentes, me miró unos segundos y me preguntó: «¿Para qué?». Miré a ambos lados, sin tratar de llamar la atención, y le dije: «Para el fin». Cogió su periódico, su maletín y fue a la puerta de salida. Habrá pensado que yo estaba loco, no lo sé. Pero cuando bajó, lo hizo un paradero antes, porque siguió caminando lo que quedaba del camino y yo lo seguí con la mirada, entre divertido y extrañado, mientras el semáforo estaba en rojo. Quería que me responda, de nuevo, con otra pregunta, pero solo me miró parco y se fue. Me sorprende la gente que no siente curiosidad por las cosas. Además, era una alerta, y se lo decía, amablemente, a un desconocido. Pienso que debió de ser más considerado, no todos hacen eso. Ahora que lo recuerdo, algo parecido me pasó en el banco. La señorita que me atendió tenía los ojos pardos. El color de sus ojos no son importantes, pero necesito recordarlos para recordar todo lo demás. Es como un punto de partida que reconstruye la escena. En fin, me preguntó qué necesitaba y le dije que quería hacer un depósito. Cuando le di mi nombre completo, que consta de dos y uno compuesto, más mis apellidos, soltó una sonrisa. «Tiene usted nombre de aristócrata», replicó. La miré con gracia y le dije que había planes de ponerme uno más, y cuando empezó a digitar algo en la computadora, añadí: «Pero el tiempo se acaba». Dejó de escribir y me miró confundida. «¿Disculpe?», preguntó. «¿Tiene prisa?», añadió enseguida. Le dije que no, pero que el mundo en el que estamos sí. Que mañana será hoy pero con menos tiempo de por medio. Que haga lo que tenga que hacer, ahora. Y me entregó mis documentos, torpemente, y dijo, en voz alta: «Siguiente», sin mirarme. No era mi intención asustarla, solo quise advertirle. Pero creo que no me sé explicar bien. Y es que a veces pienso que no se necesita una explicación, solo hay que tener criterio y ver lo que está pasando. Pero parece que por aquí nadie lo tiene y yo no puedo hacer todo. Ya es de madrugada, me duele la cabeza y ya ni siquiera siento mis dedos. Tengo mucha sed, pero mi botella de agua está vacía. También se acabó el tiempo para ella. Ese es otro claro ejemplo. Podría mencionar muchos más, pero parece que el final, para mí, ya ha llegado.

martes, 12 de junio de 2018

Largenta

«Buenas noches», me dijo un señor amablemente al entrar a un café librería que encontré a unas cuadras del parque Kennedy. Era mayor, vestía un traje gris y una boina a cuadros de los años veinte. Asentí con la cabeza y crucé el portón. Caminé por el salón y me puse a buscar la sección de literatura universal. «Al fondo a la derecha», me indicó una señorita que ordenaba algunos libros en los estantes. Ubiqué en seguida a Chekhov, Kafka, Dickens, Borges, Dostoyevski, Faulkner, Wilde, Cortázar, Proust; todos los libros se encontraban en distintas y bonitas ediciones, pero también a un precio que hacía llorar a mi presupuesto. Seguí revisando, sacando libros, leyendo las sinopsis, preguntando por ciertos títulos y autores. Después de un rato, y con dolor en el alma, salí de allí solo con un libro en la mano: “El Villorio” de William Faulkner. 
Era sábado por la noche y me encontraba en Miraflores, con ganas de leer pero también con ganas de tomar. Revisé mi celular y le escribí a Pierre, preguntándole qué planes tenía para hoy. Me respondió después de unos minutos diciéndome que justo se encontraría con unos amigos en casa de Rubén, y que, si podía, caiga por allí en un rato. La casa de Rubén quedaba cerca, así que lo llamé para avisarle, después de confirmarle a Pierre, que iba para allá. Se alegró al recibir mi llamada, me dijo que vaya nomás y que me esperaría. No nos veíamos hace mucho tiempo y por ello, antes de ir, fui a comprar unas latas de cerveza para celebrar el reencuentro. Al salir del grifo, caminé unas cuadras hasta la calle Manuel Bonilla. Lo llamé y salió. 
—¡Hermano! ¡Cuánto tiempo! —dijo eufóricamente y nos abrazamos. 
—Andaba por aquí pues, hermano —respondí. 
—Hoy bebemos hasta morir, ah —añadió, haciendo con las manos como si fueran pistolas. 
—Ustedes siempre la hacen y no avisan, ¿no? Malditos —le reclamé. 
—Paras perdido pues, hermano —se excusó—. Pero hoy nos desquitamos. 
Lo empujé y entramos a su sala a esperar a Pierre. Nos sentamos y me contó cómo le había ido después de terminar la universidad, sobre su trabajo y de la chica con la que estaba saliendo. «Ya la vas a conocer, ah, y vendrá con sus amigas», me dijo. «No cambias», le respondí, abriendo las latas. «Salud», me dijo, tomando un sorbo largo y yo hice lo mismo. Al rato tocaron el timbre. Era Pierre con su amigo Matías. Nos saludamos y se sentaron. Empezamos a conversar y a tomarnos las cervezas y el ron que habían traído, para «empilarnos» como decía Pierre. Luego de media hora, llegó Claudia, la saliente de Rubén, con dos de sus amigas, Verónica y Regina. Las chicas, después de saludarnos, preguntaron a dónde iríamos. Cada uno de nosotros sugirió una discoteca distinta: Gótica, Help, Antiqua, Caos, Noise, Toro; sin saber adónde ir. Pero al final acordamos ir a Noise, en Barranco. Y así fue como mi plan de salir a comprar algunos libros —aunque solo llevé uno, maldita pobreza—, se convirtió en ir a tomar con unos amigos en Miraflores para luego ir a Barranco. 
Después de tomar con las chicas las cervezas y el ron que quedaba, contándonos de dónde nos conocíamos y lo que habíamos hecho en la universidad, dejamos nuestras cosas en casa de Rubén y salimos en dos taxis. En un taxi fue Pierre, Matías y Verónica, y en el otro Rubén, Claudia, Regina y yo. Regina era pequeña, rubia y muy conversadora, no tenía vergüenza al hablar y se notaba, a leguas, sus ganas por llegar a la discoteca a bailar. Por ello, en el taxi, le decía al conductor que suba el volumen de la radio. Y, también, a causa de lo que habíamos tomado, o tal vez porque ella era así, les gritaba a las personas por la ventana, asustándolas, y se mataba de la risa. Verónica, en cambio, era alta, morena y más discreta, pero ya conocía a Pierre y a Matías, y con Rubén pegado a Claudia, me convertía a mí en el único extraño del grupo. 
Al llegar a la discoteca, nos encontramos con una fila de casi tres cuadras. Las chicas se desanimaron, nosotros, en cambio, no nos hacíamos problema, habíamos tomado lo suficiente para divertirnos en donde sea. Sin embargo, la cola empezó a avanzar y decidimos ser pacientes. Mientras la gente de a poco entraba, Rubén se fue con Claudia a comprar cigarros. Pierre molestaba a Verónica preguntándole si conocía a alguien para que nos hiciera entrar sin esperar tanto. «Ni que yo fuera qué», decía Verónica, y Matías y yo nos reíamos de su reacción. Regina se movía con la bulla que se escuchaba adentro, quejándose de las canciones que nos estábamos perdiendo. 
Mientras esperábamos en la cola, vimos que detrás de nosotros había un grupo de chicas cantando, el acento de sus voces era inconfundible: eran argentinas. Se reían eufóricamente, cantaban, movían las manos hacia arriba coreando letras de barras de fútbol y saltaban. Matías y yo, que estábamos más cerca a ellas, no pudimos evitar contagiarnos de su alegría y volteamos y empezamos a hacer lo mismo. «El que no salta, no va al mundial», gritó Matías, para unirnos a su coro, y las argentinas empezaron a saltar con más energía y ya habíamos formado una pequeña barra. «Yo te llevo adentro, de mi corazón, gracias por esa alegría, de salir primeros, de salir campeón», coreábamos junto a ellas. «Nos vamos a Rusia, eh» dijo una de ellas. Y a nosotros, que hace unas semanas habíamos cumplido el sueño de clasificar al mundial, oír eso nos volvió locos. «El que no salta, no va al mundial», volvimos a corear y las argentinas saltaban con nosotros en plena cola, que había vuelto a avanzar despacio, aunque ya ni nos importaba. 
Unas de las argentinas se llamaba Delfina, como nos había dicho al momento de presentarse, y, desde luego, amaba el fútbol, y si hubiera querido, cantaba toda la noche. Renata, la chica que la acompañaba, era muy parecida a ella: colorada, rubia, y no dejaba de cantar junto a Matías otras canciones de River Plate. Delfina, con quien empecé a hablar más, tenía los ojos verdes, el cabello ondulado y todo su brazo estaba lleno de pulseras. 
—Che, nunca vamos a entrar o qué —me preguntó después de un buen rato hablando y esperando. 
—No lo sé, pero la calle es una fiesta y es nuestra —le dije, con una sonrisa. 
—¿Vos sabés dónde venden puchos? —me preguntó. 
—Sí, a la vuelta, si quieres te acompaño —le dije. 
—Renata —dijo, y volvió hacia su amiga—. Iré a comprar puchos —añadió y me jalo del brazo. 
Caminamos por plaza de Barranco, nos acercamos donde una señora y compré una caja. 
—¿Eres de Buenos Aires? —le pregunté, ofreciéndole un pucho. 
—Sí, estaré en Lima por unos días —me dijo, y me echó el humo de su cigarro en mi cara—. ¿No fumas? —me preguntó, cogiéndome la mano, 
—Ya no —dije, dándole la caja de cigarros—. Ahora solo en pipa, como Cortázar —añadí, bromeando, me miró y sonrió. 
«Ah, Cortázar. Prefiero a Borges», dijo ella. Yo pensaba lo mismo, pero no me dejó siquiera responder porque ya estaba al frente de mí dándome un beso en la boca, sin dejarme respirar. «Vamos», me dijo, casi en silencio, después de soltarme, y empezó a sonreír. Tenía las mejillas rojas, ¡coloradas! Regresamos cogidos de la mano. Todo en ese rato fue extraño. Pero lo recuerdo bien. Yo besándola en cada esquina, con su polera en mis manos, intentando quedarme más tiempo con ella. Ella mirándome con esos ojos verdes en plena madrugada, cogiéndome del rostro con sus manos y uñas largas de distintos colores y besándome, de nuevo. «Che, nos deben estar esperando», me decía, riendo. «Eres tú la que no me suelta», le decía. Luego, cerca de llegar, vimos a un sujeto golpeando como loco un quiosco y llorando de borracho. Un chico y una chica trataban de calmarlo. Delfina no me soltaba la mano y me la cogía más fuerte. Cuando llegamos a la fila, vimos que faltaba poco para poder entrar. Matías seguía hablando con Renata y Rubén ya había regresado con Claudia a la cola. Regina, Verónica y Pierre, del aburrimiento, revisaban sus celulares. 
—¿Lo conoces? —le pregunté a Delfina. 
—¿A quién? —me preguntó, confundida. 
—Al chico de la esquina —dije. 
—Ah, es mi exnovio —respondió, despreocupada, y me quedé en silencio unos segundos. 
—Parece que se ha pasado de tragos —respondí. 
—Sí, es un reverendo pelotudo —me dijo. 
No sé si me importó en ese momento que me dijera que fuera su exnovio, pero ella lo tomó a la ligera y yo también, aunque el pobre chico se veía destruido. Tal vez nos vio y en su borrachera se puso así, pero me calmó que se haya desquitado con el quiosco que conmigo. 
Un rato después me acerqué a Rubén, le comenté lo sucedido con Delfina y me dijo que no me preocupe —aunque tampoco lo estaba—, porque ya íbamos a entrar. Y en efecto, la fila empezó a avanzar. Yo estaba cogido de la mano con Delfina en la boletería, cuando de pronto me soltó y me dijo que se tenía que ir. «Renata quiere ir a otro lado», me dijo. Me sorprendió. La miré unos segundos y le dije: «Descuida, no te olvides de tu polera», y se la entregué, sin decirle que se quedara. «Gracias», me dijo. La cogió, pensativa. «Sabés», volvió hacia mí. «Tampoco quiero ver a mi exnovio, está re mamado», añadió y me besó, por última vez, despidiéndose así de mí. 
Lo que pasó después fue un mar de gente dentro de la discoteca. Compramos dos jarras de cervezas y, después de beberlas, nos fuimos de allí. Volvimos a Miraflores, fuimos a la calle de las pizzas, pero todo estaba «en muere», como decía Regina, y entonces terminamos en Loki, bailando y cantando entre todos, como locos, sin pensar en un mañana. Desperté en mi casa —no sé cómo— con mi libro al lado. Le quité el empaque, entusiasmado, y empecé a leerlo.

viernes, 18 de mayo de 2018

Jardín del Rey

Sucedió en los jardines armónicos de Estocolmo, precisamente en Kungsträdgården, «Jardín del Rey», mejor conocido como Kungsan, parque situado en el corazón de la ciudad, cerca al Palacio Real y de la Ópera.
Cuando llegué a la Plaza de Carlos XII, mi reloj todavía marcaba la hora de Lima: un cuarto para las once de la mañana. Pero debido al cambio de horario, daban las cinco de la tarde del viernes. Al cruzar la acera, en medio de un pasaje escoltado de una arboleda, me vi frente a frente con la estatua del último rey guerrero de Suecia, y sentí que, tal vez, me estaba dando la bienvenida. 
A unos cuantos metros, al centro, pude identificar la Fuente de Molin, obra de Johan Peter Molin, rodeada de cisnes, cuya estructura fue originalmente tallada en yeso y que yo recordaba muy bien al haberla visto en una película en un taller de cine en la universidad. Luego, al llegar a la Plaza de Carlos XIII —la cual, llegado el invierno, se convierte en una pista de hielo— tomé una foto a la estatua neoclásica del rey que lleva su nombre, obra de Gustaf Göthe, la cual se encontraba custodiada por cuatro leones de acero, para luego terminar en la Fuente de Wolodarski, un estanque inmenso con varias fuentes lanzando chorros de agua de manera sincronizada y paralela. 
En Estocolmo hay un hecho curioso que sucede con la llegada de la primavera: la floración de los árboles de cerezo. Por ello, no dejaba de llamar mi atención el rosa malva de las flores que caían como garúa. Y también, como si de una pintura de Georg von Rosen se tratara, divisé de inmediato la simetría de los edificios, las calles alrededor, la iglesia de Jacobs, la Wetterling Gallery y, sobre todo, los conciertos al aire libre y las distintas manifestaciones culturales en las inmediaciones de la plaza. 
En los alrededores del parque se pueden encontrar varias tiendas, restaurantes y cafeterías con mesas al aire libre, por lo que, antes de irme de allí, pensé en acudir a una de ellas para despertar del todo y adaptarme al tiempo, pero opté por conocer primero las empedradas y coloridas calles de esta nueva y magna ciudad. 
De inmediato, al caminar como un ciudadano más de Estocolmo, la sensación de armonía en sus aceras era inevitable, así como el trato amable de la gente ante cualquier duda que me surgía de pronto respecto a alguna calle o avenida que requería visitar, hecho que extrañé y envidié por un momento. Había gente de todas partes del mundo: lugareños, extranjeros, jóvenes y niños, que no dejaban de pasear y compartir un momento agradable entrando y saliendo de las cafeterías de la plaza o apreciando las atracciones de la feria que se habían establecido a los lados de las fuentes. 
Me había hospedado en el Hotel Esplanade, en la avenida Strandvägen, al frente de la bahía Nybroviken, a unas cuantas cuadras del Jardín del Rey. El Hotel Esplanade contaba con amplias habitaciones, decoradas con una elegancia que solo había visto en películas de Hedy Lamarr. Había llegado esa misma mañana y, a pesar de lo agotador que fue el viaje, no quería perder el tiempo mientras estuviera allí. Así que después de establecerme y conocer las instalaciones del Hotel, y de probar un Filmjölk en el desayuno que me dejó más que satisfecho, decidí dar un recorrido en la tan famosa ciudad de Alfred Nobel. 
Siempre había tenido una fascinación con la historia que albergaba Estocolmo, y debido a ello, no dudé un segundo cuando tuve la oportunidad de venir y conocerla en persona. Y comprobé, con entusiasmo de extranjero, que no había punto de referencia ni bastaba con solo imaginarla. No podía disimular la impresión que me causó presenciar tales escenarios que hasta el momento solo había podido apreciar en fotos y vídeos. Entre ellas su arquitectura, que reflejaba, como un consenso, lo bien que el pasado se llevaba con el presente, y sus numerosos parques, la perfecta combinación entre urbanidad y naturaleza, y el agua que recorría por sus canales, tan limpia como la claridad del cielo. 
Mientras recordaba todo ello y apreciaba cada detalle que veía al caminar por las calles de Estocolmo, sentía una especie de paz y de cierto optimismo, como cuando sientes que algo bueno va a suceder, a pesar de que ya estaba sucediendo. Entonces, creí posible que el tiempo que estuviera allí debía de ir a todos los lugares turísticos de la ciudad, pero a medida que iba dándome cuenta de todo lo que había, revisando un folleto para turistas, temía que me perdiera de algo. Era un hecho que el primer lugar que iría a visitar era el Museo Nobel, donde se encuentran los laureados cada año por la academia, así como la exhibición de sus trabajos. 
Al llegar al Museo Nobel, en la calle Stortorget, después de cruzar la bahía de Lilla Värtan, no estaba seguro por dónde empezar. Afortunadamente, unos minutos después, llegó una señorita muy agraciada y formalmente vestida, y nos guió a mí y a un grupo de extranjeros, que no dejaban de tomar fotos con sus celulares, por los pasillos del Museo. El recorrido, que duró a lo mucho una hora, fue realmente impresionante. El Museo de por sí contaba con toda la elegancia que el mismo prestigio del premio representa. Fue increíble ver el trabajo de todos los ganadores de distintas categorías que aportaron algo al mundo con su trabajo, ya sea intelectual o de manifestación por una causa. 
Llegada la noche, al salir del museo, debido a la hora y al cansancio, tomé un taxi y regresé al Jardín del Rey. Pero, antes de llegar, por un impulso de descubrimiento y soledad, bajé y caminé por la avenida Jakobs Torg, por donde queda la Ópera Real de Estocolmo. 
En la noche todo era distinto, las luces de la ciudad tenían una sincronización con las fachadas de las casas a tal punto que parecía otro lugar. La cantidad de jóvenes que salían a las calles, atraídos por los clubes nocturnos y por el movimiento de la gente, la convertían en otra, más sublevada a los placeres que al comportamiento mismo. 
Fui al Café Opera para terminar el recorrido del primer día. Un hombre grande y robusto me pidió alguna identificación y me dejó entrar. La arquitectura del lugar estaba conformada por columnas y arcos gigantes, parecidos a las de una catedral, no había duda de que había sido, antiguamente, una casona de una familia aristócrata. La música, auspiciada y mezclada por el DJ en una cabina al aire libre, solo protegida por tubos gigantes, respondía a las luces rojas que salían disparadas de distintos puntos. Me acerqué a la barra después de esquivar a varios chicos y chicas con botellas de cerveza en la mano, bailando y gritando al compás de la música. Le pedí un trago al barman y le pagué con 38 coronas, que era lo que costaba. 
Empecé a tomar del vaso mientras me apoyaba en la barra y veía a la gente bailar. Me recordó las épocas en las que andaba de discoteca en discoteca en Barranco y Miraflores, y en ocasiones en otro lugares. Después de curiosear con la mirada la pista de baile, vi entre la multitud un grupo de suecas, o tal vez de otros países, que se movían y alzaban las manos de manera caótica y desmedida, aunque solo entre ellas. Al advertir esto, decidí no acercarme, a pesar de que una sueca de cabellos dorados, talla promedio y de sonrisa exagerada y a ratos muy discreta me había llamado la atención. Cuando acabé de tomar el trago y dejé el vaso en la barra, deslizándolo hacia el barman, la perdí de vista. Entonces, caminé en dirección a la pista de baile, en medio de un electro house que ponía a todos más locos de lo que ya estaban, para olvidarme de ese descuido inútil al fin y al cabo. Pero también me animé a entrar ahí para apreciar mejor los decorados y la formas que había en el techo. 
Mientras mantenía la mirada hacia arriba para ver cómo los símbolos se fusionaban con las luces del lugar, alguien me empujó por detrás mojándome con un poco de cerveza la espalda y el brazo derecho. Incómodo por el hecho volteé a ver quién había sido, y entonces, una chica, la misma sueca que había visto antes, se encontraba al frente de mí disculpándose en un inglés extraño, propio, tal vez, del alcohol y de la fiesta. Respondí en un comienzo en mi lengua natal y después en inglés, diciéndole que no se preocupara, moviendo las manos de un lado a otro y sacudiéndome la manga del brazo. Sin embargo, siguió hablando de manera torpe y apresurada, y al ver que no podía entenderla, me invitó un poco de su botella levantándola al nivel de mi boca, dejándome sin opción más que aceptarla, mientras le agradecía y trataba de irme a la barra. Pero no me dejó ir. Me cogió del brazo y empezó, riéndose, a decir algunas cosas. Yo seguía sin entender bien lo que decía, solo movía la cabeza asintiendo, sin estar seguro de qué. Cuando de pronto empezó a pronunciar palabras en un castellano masticado: 
—¿Español? —me preguntó, moviendo las manos. 
—No, peruano, soy peruano —le respondí. No comprendió, hasta que después de unos segundos dijo: 
—Ah, américa latina, Perú —replicó, con dificultad al pronunciar la «r»
—Correcto —le dije, acercándome a su oído debido a la bulla. 
Fuimos a la barra, ya más calmados del percance y de la locura que poseía a todos en la pista de baile. En un intento de entendernos mejor, cambiábamos frases en inglés y español, y también en algo de sueco, por parte de ella, y siempre, cada uno, usando las manos para explicar mejor lo que decíamos. 
Estuvimos así, en ese intento de comunicación, alrededor de media hora, y antes de despedirnos, cuando se acercaron sus amigas, me facilitó su dirección. Se había hospedado en el Hotel Hobo, en la calle Brunkebergstorg, y me dijo que si podía que vaya a verla mañana, o eso fue lo que entendí o quise entender. Se estaba quedando con sus amigas y habían llegado hace unos días a Estocolmo. Todas eran de Halmstad, y habían venido unas semanas a pasar tiempo aquí, al igual que yo, aunque en mi caso de más lejos. 
Al día siguiente, después de despertarme en el Hotel Esplanade, sintiendo en el cuerpo una resaca y no solo por la noche anterior, sino por todo lo que había visto y había querido ver desde hace mucho tiempo, decidí probar suerte y fui a buscarla. Caminé por la avenida Strandvägen mientras pensaba en Lima. Mi viaje a Estocolmo había sido planeado cuando estaba en la universidad, mas no la fecha. Se me dio la oportunidad, muchos años después, gracias a una amiga que trabajaba en una agencia de viajes. Un día me escribió para avisarme de una oferta que no podía rechazar. Yo ya había terminado la carrera de Traducción, trabajaba en una agencia y solo tuve que pedir vacaciones adelantadas. Afortunadamente, mi jefa, que era joven, sabía que este viaje me haría bien, sobre todo porque hace unos meses mi relación de dos años había terminado, por lo que ella no tuvo ninguna objeción, salvo la de enamorarme de una sueca y ya no querer volver.
El Hotel Hobo tenía, al lado de la puerta giratoria principal, distintas macetas con plantas enormes, y un ciclo parqueadero en el lado izquierdo. El número de la habitación era el 305, como estaba anotado en la servilleta que me dio la noche anterior. Cuando entré al salón principal, me encontré con un par de personas con maletas y periódicos en las manos. Me miraron, pero luego siguieron en lo suyo. Crucé el vestíbulo sin problemas y tomé el ascensor. Al salir de la compuerta, fui a buscar el número del departamento. Caminé por el pasillo limpio y alfombrado mirando de lado a lado y, después de un par de pasos, hallé el 305. Me acerqué y toqué dos veces, el último toque con más fuerza. Escuché que alguien se acercó y, sin abrir la puerta, preguntó, en sueco: «Vem?». No sabía lo que significaba, por lo que solo atiné a pronunciar el nombre de la sueca: «¿Linnea?». Empecé a escuchar voces detrás de la puerta, luego pasos acercándose, cuando de pronto ella salió. Pegó un grito discreto al verme y me abrazó, casi por instinto. Yo seguía sin entender nada pero hice lo mismo. Volvió hacia sus amigas y gritó: «Jag är här», y cerró la puerta. Me cogió del brazo y fuimos hacia el ascensor. Le pregunté qué les había dicho a sus amigas mientras empezábamos a descender. «Nada», respondió, y me quedó mirando con una sonrisa y con las manos cogidas por la espalda.
Al salir del hotel, caminamos por la calle Brunkebergstorg y doblamos en Jakobsgatan, con dirección al Jardín del Rey. No hablábamos mucho en el camino, solo me señalaba casonas o establecimientos y soltaba una que otra frase curiosa con respecto al lugar. No éramos los mismos de la noche anterior, que tratábamos de entendernos a cada segundo; ahora no había prisa, teníamos todo el tiempo del mundo para saber qué pensaba exactamente el uno y el otro. «Why are you here?», me preguntó, en un inglés lento, justo antes de cruzar la calle para entrar a la plaza. «Estocolmo», dije, mirando alrededor con los brazos abiertos, haciéndole entender que con solo decir el nombre de la ciudad mi visita se justificaba. Hizo un gesto de aprobación y subimos a uno de los cafés que habían en las terrazas. 
Todavía no era mediodía, había un viento fresco y el sol se mostraba débil, y la calle, poco a poco, se llenaba de transeúntes y de autos que se desplazaban con una paciencia aristocrática. «Talk me about Perú», me dijo, de pronto, al momento de sentarnos. Busqué la forma de resumir mi discurso acerca de lo increíble que es mi país, resaltando sus fuerzas, admitiendo también sus debilidades, y comprendiendo, ahora, lo lejos que me encontraba de él. Ella me habló de Halmstad, la ciudad donde vivía. Me contó, de manera breve y en un inglés nórdico, lo bello que era su pueblo, la gente y sobre todo las views.
Salimos de la cafetería y caminamos por la plaza de Carlos XII. Nos sentamos en una banca, al frente de la Fuente de Molin, y seguimos conversando. Ella, como en un juego, me enseñaba algunas palabras en sueco y yo en español. No dejaba de sorprenderme cada vez que pronunciaba bien alguna palabra en el idioma de Cervantes. Después de la pequeña clase de idiomas, me decía lo interesante que le parecía el Perú, no solo por lo lejos que se encontraba, sino por todo lo que alguna vez había escuchado con respecto a su cultura, y, también, ahora, sumado a lo que le pude decir sobre ella. «El imperio incaico», repitió con dificultad y de manera graciosa al pronunciar la r, alargándola.
La acompañé a su hotel y quedamos en vernos en la noche, en el mismo Jardín del Rey. Eran las dos de la tarde, así que decidí regresar al hotel a comer algo y descansar un par de horas, maldiciéndome por malgastar el tiempo en esa actividad que contrastaba con mis fines, el de conocer la ciudad minuto a minuto, sin embargo, no había descansado bien desde que había llegado, por lo que le cedí esta victoria al cuerpo.
Me desperté de un sueño extraño. Me encontraba en la casa de un amigo de la infancia cuando una multitud empezó a correr en las calles. Andrés miraba conmigo por la ventana de su sala y un temor nos invadía, cuando de pronto su abuelo llegaba agitado y nos alejaba de ahí tapándonos los ojos. «Aún están muy pequeños», dijo el viejo, sin saber nunca lo que había pasado.
Me dejó un mensaje con su peculiar redacción de estar aprendiendo todavía el idioma español, aunque con más palabras en inglés, para acordar la hora, y le respondí después de unos minutos debido a que me distraje viendo las calles y las casas por la ventana de mi habitación, que parecían salidas de las historias que leía cuando iba en el colectivo en mi ciudad que por ahora no extrañaba mucho.
Me bañé y me cambié sin apuro. Salí del hotel a caminar un rato mientras esperaba a Linnea; pero al ver que aún era temprano, entré al Café Milano para quitarme el sueño. Media hora después, a la hora acordada, despreocupada y alegre, llegó. Vino acompañada de sus amigas y después de saludarme me dijo que irían de nuevo al Café Ópera, pero ella, en un gesto secreto, me dijo que quería visitar otro bar, por lo que decidimos irnos por nuestra propia cuenta. Linnea vestía una falda negra, una blusa corta color gris y unos tacos altos. Fuimos al Cadier Bar, cerca al puerto de la avenida Södra Blasieholmshamnen. Pedimos dos punsch y reanudamos la conversación del mediodía. Al escucharla hablar, pensaba en que no estuvo en mis planes conocer a una sueca, aunque sabía que era inevitable y que si pasaba, no me iba a negar. Pero entraba en contradicción con el fin del viaje, que era conocer Estocolmo. Y sí, podría hacerlo junto a ella, como venía pasando, sin embargo, aunque la idea era agradable, no dejaba de pensar en cómo iba a terminar esto. Ahondó en temas más personales, en su familia, en sus amigos, en sus sueños. Y terminó cogiéndome de las manos para ir a bailar. 
Salimos del bar un par de horas después, riéndonos, diciendo una que otra frase, ya el idioma no importaba. Al rato nos encontramos con dos de sus amigas en la Plaza de Carlos XIII. Hablaron con Linnea y le dijeron que irían a otro lugar, a pesar de ser las 3:30 de la madrugada. Linnea me dijo que se sentía cansada y me pidió que la acompañara al hotel. Fuimos al Hotel Hobo, subimos por el ascensor y entramos a su piso. Nos acomodamos en su mueble mientras abría un vino que había traído de su ciudad. Me preguntó si extrañaba el Perú. Le dije que uno siempre extraña su patria, pero que ahora, después de haber planeado venir hace mucho, seguía entusiasmado con la idea y el hecho de estar aquí. Nos recostamos en el mueble, mirándonos, entre el sueño y el cansancio, cuando de pronto, en un acercamiento mutuo, me cogió el rostro y nos besamos. Fue un beso largo, suave, sin ánimos de ir más allá. Nos alejamos un rato después y me preguntó la hora. Un cuarto para las cinco, le dije. Mis amigas deben ya de estar por venir, respondió. Comprendí y salí del Hotel Hobo poco antes del amanecer.
De camino a mi hotel, sentí como si tuviera el síndrome de Estocolmo. Me sentía secuestrado por el encantamiento de magna ciudad y, ahora, por una de sus ciudadanas, y no pude evitar sentir un desprendimiento futuro, una nostalgia por el presente que pasaba, por una complicidad que no había previsto, y quise irme lejos, pero al mismo tiempo seguir aquí. Caminé por más de una hora, sin saber exactamente a dónde. Pedí un taxi rumbo al Hotel Esplanade. Llegué y me eché a dormir.
Me llamó al mediodía. Me preguntó cómo estaba y si podíamos vernos en la noche en algún otro bar. Acepté sin vacilar, hablamos de un par de cosas triviales sin mencionar en ningún momento lo del beso y nos despedimos casi de manera automática. Salí del hotel y fui a almorzar al restaurante Strandvägen 1, que quedaba a solo unas cuadras. Después de terminar mi Köttbullar, un plato popular en Estocolmo, fui al The King's Royal Stable. 
Al entrar por el portón, en una zona de espera, me encontré con unos caballos reales, grandes, robustos, con accesorios de otra época, disfrutando, con una serenidad que envidiaba, las bondades de un pequeño jardín. La excursión duró alrededor de una hora. Entré al establo con una pareja de ancianos y dos chicas. Era un edificio rústico y enorme que quedaba al lado del teatro nacional. El guía nos relataba la historia de los caballos del rey, de sus cuidados, de las distintas carrozas que se usaron a través de los años, de los protocolos a seguir, del pasado y del presente. Fue una visita rápida aunque relajante y curiosa. 
Cuando salí, decidí ir al Scenkonstmuseet o The Performing Arts Museum, en la avenida Sibyllegatan. Es un museo dedicado al teatro, la danza y la música, con amplios salones para las exhibiciones de arte y presentaciones. Pero lo que llamaba mi atención era un espectáculo llamado ‘Ilumina’, el cual, antes de venir, me había sido recomendado. La función solo se presentaba de noche, así que acudí a la fila, pagué 30 coronas en la boletería y entré. Ya en el anfiteatro, sentado en una de las butacas, un grupo de hombres y mujeres con ternos y vestidos brillosos aparecieron en un fondo azul cogiendo objetos que, debido a las luces y a la velocidad con la que los movían, formaban figuras inexactas y precisas en el aire, todo ello con música electro house de fondo. Después de media hora de apreciar el show, miré el reloj y salí para llegar a la hora acordada con Linnea.
Entré al The Cadier Bar y busqué una mesa cerca a la barra. Era un lugar muy elegante, muy tranquilo, totalmente distinto al Café Opera. Linnea llegó unos minutos después y, al verme, se sentó al frente de mí. Vestía un traje color negro con detalles plateados, un saco plomo y tacones. Me preguntó si ya había pedido algo. Le respondí que sí, sonriéndole, y llegó un joven con un champagne. Le pregunté por ella, por su día, por sus amigas, y respondió puntualmente mis interrogantes. Sus amigas se habían ido, de nuevo, al mismo lugar. «Donde te conocí», acote. Ella sonrió, tomó un sorbo de champagne y afirmó con un gesto. Sus facciones eran secretas, tiernas y seguras. Sus ojos verdes, como faros, seguían cada uno de mis movimientos y yo no quería por nada del mundo alejarme de ellos. Linnea siempre tenía un tema de conversación y un humor que te invitaba a participar de él, añadiendo algún comentario para elevar la dicha de la que éramos parte. Y fue así como, un momento después, nuestras manos se encontraron en la mesa y nuestros dedos se entrelazaron. Me miraba y sonreía, y yo moría por besarla como la noche anterior. Cuando el champagne se acabó, nos levantamos para salir y, en medio de la gente, mientras nos mirábamos a la cara, nos besamos de nuevo, tímidamente. Me abrazó de pronto y yo a ella. 
Salimos y caminamos cogidos de la mano por el Jardín del Rey. «Es mi lugar favorito», me decía, e imaginábamos los tiempos remotos, la historia que hubo y que hay aquí. «Como la nuestra», le dije, y nos besamos al frente de la Fuente de Molin en plena madrugada. Ella apoyaba su cabeza sobre mi hombro mientras caminábamos abrazados por la plaza de Carlos XIII. «Quisiera que esto fuera para siempre», le susurré, sabiendo que ya estaba enamorado de ella. Linnea me cogió de la mano y me dijo, acercándose: «Siempre es hoy», y fuimos por la avenida Strandvägen.
Llegamos al Hotel Esplanade, subimos a mi departamento y abrí la puerta. Entramos sin dejar de mirarnos a los ojos. Colgué mi saco y el suyo, saqué un vino, dos copas y puse algo de música. En el centro de la sala ella me miraba y yo la sostenía de las caderas, delgadas y uniformes. Sus manos cogían mi rostro, sus dedos rozaban con curiosidad cada imperfección, cada lunar, cada ceja. Nuestros labios se hallaron solos, y en ese preciso instante Paul McCartney cantaba "Wanderlust", y yo esperaba, impaciente, que se apaguen las luces.