miércoles, 14 de marzo de 2018

Inconveniente

Ernesto detuvo el auto en la esquina del bosque El Olivar, en la calle La República, al frente de la casa de su exnovia. «Necesito verla», dijo de pronto, mientras cogía el volante y miraba con los ojos exaltados en dirección a la casa de Silvana. A pesar de saber de que ella ya había empezado a salir con David, un chico de la facultad de Negocios, no le importó perder la poca dignidad que le quedaba y se dio ánimos sin escuchar ninguna de mis sugerencias. 
—Ya supérala, hermano —le dije, colocando mi mano encima de su hombro—. Es lo mejor.
Miró su celular y empezó a buscar su número. Silvana lo había bloqueado en todas sus redes sociales ante la constante —y molesta— reiteración de Ernesto por entablar algo de nuevo con ella. «Quiero decirle algo», balbuceó. 
—Qué hablas, huevón, no sabes lo que dices. 
—Tengo que ir a buscarla. 
—No debí decirte para tomar unas latas sabiendo lo pollo que eres —me quejé, sintiendo también culpa debido a su situación. 
Ernesto era mi amigo desde el primer ciclo de la universidad, y ahora ya estábamos a un año de acabar la carrera de Ingeniería Civil. Ambos habíamos cambiado mucho, sin embargo, su condición de tomar y embriagarse rápido no, y esta no era la excepción. Y, además, porque ahora vivía una pena de amor. 
—Es que no lo entiendes, ella me ha dado a entender que aún piensa en mí. 
En ese momento pensé dos cosas: o decía la verdad o su desesperación lo llevaba a creer eso. La relación de Ernesto con Silvana había durado un año y un poco más, pero a los seis meses, según me había contado, las cosas ya iban en declive, por más que él había intentado reponer lo que en su momento había funcionado, al menos los primeros meses. 
—¿Estás seguro de lo que dices? Porque ya lleva un buen tiempo saliendo con ese chico. 
—Pero no han formalizado. ¡Por eso mismo! 
—No tiene nada que ver, en cualquier momento pueden hacerlo. 
—¿Eres mi amigo o no? Parece que no quisieras que regrese con ella. 
—Claro que sí, cojudo, pero ya no quiero que sigas así, desviviéndote por algo que ya pasó. 
Me sentía mal por Ernesto, era mi amigo y en verdad quería que esté tranquilo. Pero era terco, y ya habíamos hablado de esto unas ¿mil veces? que el tema ya me tenía angustiado, casi al igual que él. Era una situación incómoda, todo era Silvana esto, Silvana aquello. ¿Y mis problemas qué? También tenía asuntos amorosos que resolver: no sabía si quedarme con Lucía o con Fabiola. Pero Ernesto era mi amigo y tenía que estar para él.
—Bueno, está bien, yo ya cumplí con advertirte. Si quieres ir a hablarle, anda. Yo no te voy a detener. 
Ernesto me miró, desconcertado, pensando que intentaría evitar que cometa una nueva locura, como siempre, pero al sentir que lo apoyaba, no supo qué hacer. 
—¿Y si me dicen que no está? ¿Y si sale de la mano con ese sujeto?
—Total, no que querías decirle algo, anda y quítate la duda. 
Cogí la lata de cerveza que tenía un lado y se la di. «Para que te des valor», le dije. Ernesto tomó un sorbo rápido, abrió un poco la puerta, sacó la pierna izquierda y se quedó quieto. 
—Hoy es 15. 
—¿Y qué tiene? 
—Hoy es nuestro aniversario. 
—Era, huevón, era. Pero si quieres que vuelva a ser, búscala de una vez. 
—Ya. 
Ernesto cruzó la pista, avanzó por la acera y subió las escaleras que daban con la puerta de la casa de Silvana. Tocó el timbre y espero un rato. Cuando salió la empleada y lo reconoció, juntó un poco la puerta, con desconfianza. 
—¿Qué desea, joven? 
—Hola, Irene. ¿Se encuentra Silvana? 
—Ha salido. 
—¿Sabe a qué hora llegará? 
—No lo sé, joven. 
Ernesto puso cara de molestia, pero luego se compuso. 
—Cuando venga, ¿puedes decirle que vine a verla? 
—Está bien, joven. 
Irene, la empleada, tenía órdenes de negar a la señorita Silvana cuando venga a buscarlo el exnovio, debido a las noches que Ernesto había ido a la casa a hacer escándalo, como llamarla desesperadamente después de tomar o, en un arrebato total de rencor, llevarle las cosas que ella le había regalado. Pero ya habían pasados meses de estos actos, que se pensó que ya no volvería a venir por aquí. «Ya entendió que no», les decía Silvana a sus padres. 
Vi que Ernesto regresaba al auto y pensé que por fin haríamos lo que habíamos planeado —buscar algunas amigas e ir a la disco—y que se olvidaría de este tema por el hecho de haberlo intentado; pero cuando llegó, me di cuenta de que no sería así. 
—Irene dice que salió, pero nunca le creo nada a esa vieja. Vamos a esperar un rato. 
—¿Qué? ¿Esperarla? ¡Ya vámonos, las chicas ya están listas! 
—Ella no ha salido. Está en su casa. 
—¿Y tú cómo lo sabes? 
—Porque me lo dijo. 
En este punto no sabía si creerle o si estaba alucinando. Me parecía raro que Silvana, después de tanto tiempo, le haya dado cuerda, sobre todo sabiendo lo mucho que ella lo había choteado después de que terminaron, y con razón, pues Ernesto se había vuelto un celoso compulsivo. Pero como uno nunca sabe con las mujeres, le di el beneficio de la duda. 
—Está bien, Ernesto, vamos a esperar un rato. Pero solo un rato, que ya es tarde. Además, esta casa me trae malos recuerdos.
Nunca me llevé bien con Silvana, nuestro trato era cordial solo por Ernesto. Lo cierto era que yo había salido con una de sus mejores amigas a quien, por cosas que pasan, no supe corresponder a pesar de haber sido yo quien empezó a buscarla. Ella lo tomó a mal pensando que yo había ilusionado a su amiga, pero yo me excusaba diciendo que a veces sucede así, que cuando no fluye, no fluye y es mejor ser sinceros que alargar algo que sabes que no funcionará. Ella nunca me lo perdono y desde entonces me miraba con desprecio. Sin embargo, Ernesto la defendía —qué gran amigo, ¿no?— y decía que yo había tenido la culpa, que Renata era una gran chica y que esto y lo otro. Y aunque lo decía por quedar bien con ella, en parte era cierto, pero yo ya no podía hacer nada. 
—Ya son las 11, ya esperamos mucho, vámonos. 
—No, un rato. Saldrá en un momento. 
—¿Y cómo lo sabes? Si te ha borrado de todas sus redes. 
—Por mensaje de texto. 
—¿Estás seguro de que es ella? 
—Claro que sí. 
Me pareció raro que lo haga esperar tanto. Si le había dicho que podían verse, podía salir por la puerta de servicios y encontrarse con él en el garaje. Esperamos unos minutos más. Ernesto prendió el auto y dio la vuelta. Efectivamente, se verían por la puerta trasera. Tal vez Silvana quería evitar que la vean sus padres, pensé. 
—¿Entonces por qué la buscaste? 
—Es que no me respondía, solo me dijo que estaba en su casa. 
—Eres un huevón, ahora la empleada les dirá a sus padres. 
—Ya sé, ya sé, pero ya me dijo que ya habló con ella. 
Ernesto estaba desesperado por verla, encima nos habíamos acabado unas six pack de Pilsen entre los dos, como unas previas para ir a la disco más tarde. 
«Ya va a salir, espérame aquí», me dijo, bajando del auto, mirando a todas partes. Yo agaché la cabeza desde el asiento para evitar que Silvana me vea. 
Vi que la puerta de servicios se abrió y salió Silvana. Ernesto tenía razón, pensé. Ella lo miró con cara de sorpresa. Se saludaron y hablaron un rato, aunque él más que ella. Silvana, por increíble que parezca, se había puesto guapa, estaba más delgada y tenía un corte de cabello distinto, ya no era la bruja de antes. 
Veía la escena desde el auto mientras respondía algunos mensajes por Whatsapp a las chicas que teníamos que recoger para ir a la disco. Les decía que ya estábamos en camino, que nos esperaran. De pronto, de la misma puerta, salió David, el chico con el que Silvana salía. «Mierda», grité en silencio dentro del auto, levantándome un poco. Cogí la puerta para salir si algo malo pasaba. El tipo se puso detrás de ella. Era un poco más alto y robusto que Ernesto. Empezó a señalarlo, intenté leer sus labios. «Conchetumare», fue lo que descifré. En ese momento ya había bajado del auto para acercarme. Ernesto estaba fuera de sí, insultándolo. Silvana intentaba separarlos, hasta que me vio. 
—¿Y tú qué haces acá? —gritó, y al ver que nosotros ya éramos dos, intentó meter a David a la casa empujándolo. Este no se dejó y se lanzó hacia Ernesto cayendo ambos en el jardín. «Deja de escribirle a mi flaca, huevón», gritaba mientras lanzaba varios golpes. Yo llegué y le agarré de los brazos para que pare. «Está ebrio, huevón, suéltalo». Ernesto se levantó, tenía la camisa rota y un poco de sangre en el labio. Al recobrar el equilibrio, le lanzó un golpe directo a la cara mientras yo lo tenía agarrado. David cayó al suelo. Silvana gritaba pidiendo ayuda. «Carajo, Ernesto, ya fue», le gritaba, preocupado de que alguien viniera y llamara a la policía. Lo jalé hasta el auto, abrí la puerta y lo metí, como sea, y encendí el motor. 
—¿Eres imbécil? —le reclamé al momento de acelerar—. ¿Por qué hiciste eso? 
—Ese huevón empezó —decía, mientras se limpiaba la sangre de la boca. 
—Nos pueden cagar, no entiendes. 
Ernesto empezó a reír, no sé si de alegría o de pena. 
—¿Ahora qué pasa? —le pregunté mientras manejaba. 
—Le metí un puñetazo en la jeta. 
—Sí vi, pendejo —respondí, y ambos empezamos a reír—. De todos modos se lo merecía —añadí.
Íbamos por el Ovalo Gutiérrez a medianoche y a toda velocidad, en busca de Daniela y las demás chicas. Vi la hora e imaginé lo peor por haberlas hecho esperar tanto.
—No fue Silvana quien me escribió —dijo Ernesto, un momento después, ya sereno — Fue él. Ya son enamorados. 
—No me digas. Era obvio, todo fue tan raro —respondí, y doblé en la calle Elías Aguirre.
—Qué idiota que fui, carajo. Pero ya no volveré a buscarla, palabra. 
—Después de todo esto, espero que no. Ya olvídala, hermano, no vale la pena. Además, ya vamos a llegar donde las chicas, pero arréglate un poco que estás hecho un asco. 
Al llegar a la casa de Daniela, en la Avenida Pardo, la llamé a su celular y salió molesta por la demora junto a tres de sus amigas, pero, extrañamente, tampoco podían dejar de reír. Se habían tomado todo el vino de sus padres mientras esperaban por nosotros. «¿Qué te pasó, Ernesto?», preguntó una de ellas al subir al auto. «Un inconveniente», respondí por él. Pero no se preocupen, hoy es un hombre nuevo. Y Ernesto me miró con el ojo morado, con el labio hinchado, pero con una sonrisa en su rostro.