martes, 17 de marzo de 2020

Día 1: Cuarentena

El domingo 15 de marzo a las 8 de la noche, el presidente Martín Vizcarra dio un mensaje a la nación. Anunció, por decreto, que el país entraba en estado de emergencia debido a la epidemia del COVID-19. A partir del lunes 16, las medidas tomadas por el presidente y el consejo de ministros serían las del aislamiento social obligatorio, la suspensión de los derechos constitucionales y el cierre de las fronteras por 15 días.

El día 1, lunes 16, la gente salió entre incrédula y confundida. Las medidas dadas por el gobierno debido al brote del COVID-19 fueron tomadas, por algunas personas, con indiferencia. La falta de información y la apatía de la gente no solo se debía a un problema moral y cultural, sino que visibilizaba otro gran problema real: la informalidad y la precarización laboral en el trabajador peruano. Algunas empresas, socialmente responsables, informaron a sus trabajadores que debían mantenerse en casa y realizar su trabajo desde allí. Otras suspendieron sus labores y mandaron a sus trabajadores a casa con goce de haber. Sin embargo, muchos otros trabajadores no tuvieron la misma respuesta. Algunas empresas, de forma repudiable, empezaron a obligar a renunciar a sus empleados, en otras palabras, a despedirlos. A otros los mandaron a casa con la excusa de que eran vacaciones adelantadas, y otras siguieron operando haciendo caso omiso a las medidas tomadas por el gobierno y poniendo en peligro a sus trabajadores. Pero el problema real y más preocupante recaía en los trabajadores independientes, aquellos quienes viven el día a día para poder llevar comida a sus hogares. Ellos, en un país informal como el Perú, se vieron amenazados con las medidas, y al no tener otra opción, siguieron saliendo a las calles para ganarse la vida.

Al mediodía, el presidente dio un nuevo mensaje a la nación, enfatizando que las medidas se irán regularizando con el pasar de las horas para restablecer el orden y el bienestar de todos. Habló de las empresas que habían tomado las medidas adecuadas para facilitar a los trabajadores la cuarentena y exhortó a la población a mantener la calma y, sobre todo, a quedarse en casa. Dijo que los mercados estarían abastecidos así como también las farmacias. Que solo una persona por familia puede salir a hacer las compras con un pase de tránsito y que las familias en extrema pobreza recibirán un bono de 380 soles para su consumo durante los 15 días de cuarentena.

La población escuchó atentamente y varias dudas fueron despejadas. Sin embargo, mucha gente siguió saliendo. Los supermercados se llenaron y se llevaron todo lo que pudieron. En algunos pueblos jóvenes empezaron haber reportes de saqueos. El pánico pudo más y las fuerzas armadas empezaron a tener más presencia en las ciudades. Salieron a las calles con la misión de restablecer el orden e informar a la población de que el día martes solo podrán salir los médicos, policías y periodistas, además de aquellos que tengan su pase de tránsito para hacer las compras y los trabajadores que llevan a cabo esta actividad. Y que, caso contrario, serían detenidos y llevados a la comisaría más cercana por el delito contra la salud y la seguridad pública. También informaron que los únicos medios de transporte disponibles serían la línea del tren y el metropolitano. Por lo tanto, todas las líneas informales que abundan en la ciudad no podrían salir.

En la noche las calles estuvieron vacías. Todos los establecimientos de comida y otros servicios, así como los de entretenimiento, se encontraban cerrados. Las redes sociales estuvieron más activas que nunca, así como los medios, informando pero también, en algunos casos, de manera irresponsable, alarmando a la gente. A las 12 de la noche se cerraron las fronteras, nadie podía salir ni entrar del país. La vida real empezaba a verse como una mala película de ficción.

lunes, 10 de febrero de 2020

Pacto

Nos vimos en varias ocasiones. Ella me detestaba y yo a ella, pero ahí estábamos, en el mismo lugar de siempre, actuando más y hablando menos, porque cuando empezaban los reclamos, no había guerra más larga que la nuestra, y ambos lo sabíamos. Por eso evitábamos a toda costa hablar de nosotros, del pasado, de lo que pudo ser y no fue. Por ejemplo, ya no me preguntaba qué era de mi vida, si estaba con alguien o no. Y yo seguía el mismo juego, que lo entendimos al saber que estábamos de acuerdo en no estarlo. Era la única forma de llevarnos bien, de convivir a pesar de nosotros. Recuerdo que una vez le dije que de haberlo sabido antes, tal vez hubiera funcionado. No se rio, como pensé que haría, y volvimos al juego de viajar en el tiempo, de recordar la primera vez que la engañé, la primera vez que me engañó, que se vio con mi mejor amigo a escondidas y que yo hice lo mismo con su mejor amiga. «¿Qué clase de amigos tenemos?», pregunté aquella vez al recordarlo. «Dignos de nosotros, tal vez», respondió, sin una pizca de duda. Eran ratos de silencios compartidos, de miradas ocultas, donde reflexionábamos juntos y, curiosamente, donde había mayor complicidad. Ella siempre quiso entenderlo todo y yo nunca quería darle respuestas. A mí me gustaba dejarla con la duda porque adoraba sus gestos cuando se llenaba de curiosidad. Empezaba a llenarla de besos para que lo olvidara, para hacerla reír en sus arranques de enojo, mas no era suficiente, ni siquiera con lo que seguía después. Pero aquellas reacciones fueron al comienzo de todo, cuando aún no habíamos descubierto cómo éramos en realidad. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para darnos cuenta. «Pensé que ni bien termináramos te irías», comentó, sacándome del trance. La miré un momento mientras se vestía y pensé cuidadosamente lo que diría, pues sentía paz y no quería perderla. «Esta vez quiero quedarme, ¿puedo?», pregunté. «Ah, bueno, está bien. Qué milagro...», añadió, susurrando, sin mirarme. Era cierto, normalmente me iba temprano. No me gustaba quedarme en su departamento, sentía algo de culpa cada vez que aceptaba ir a verla de nuevo y por ello creía que era mejor irme antes del amanecer, además de que podíamos evitar cualquier discusión. Era como parte del pacto que teníamos pero que nunca habíamos hecho. Sin embargo, aquella vez, recuerdo, tuve un día largo. Había salido tarde del trabajo cuando de pronto me llegó su mensaje preguntándome si quería verla. «Ok», le respondí, sin más. Así eran nuestros chats: concisos. Un rato después me abría la puerta y yo dejaba mis cosas en su sala. No nos decíamos mucho, como parte de nuestro ritual. Se metía a su habitación y apagaba las luces y yo iba un momento después. Creo que no existe nada más egoísta, pero así sucedía y así éramos. Yo sabía que ella se sentía sola, pero su orgullo no le permitía ni que lo sospechara. Algo que a veces llamaba mi atención, era que a pesar de que lo hacíamos por horas, no dejaba ni un momento que la acariciara, por eso ya ni siquiera lo intentaba. Siempre sentí la situación como cuando uno es infiel y siente que está haciendo algo malo, pero igual lo hace, porque está allí, porque ya no importa nada. Sin embargo, no todo era despecho y egoísmo, a veces era inevitable reír un poco, por los buenos recuerdos, porque hubo, y por las tonterías que decía yo o por los adjetivos calificativos que me decía ella y que cada vez eran más ingeniosos. Aun así, no sabría decir de qué manera ella pensaba en mí. No siempre que me decía para verla yo iba y viceversa. Coincidimos en ocasiones, sin novedades, como si unos meses no significaran nada y a veces hasta años. Besarla se sentía igual, y aunque nunca se lo decía, yo sabía que ella lo sentía así por la mirada que me daba después de cada beso. Pero a pesar de ello, ya no había la emoción de entonces, la impaciencia, las ganas, el entusiasmo de abrazarla fuerte y besarla con cariño, con amor. La última vez que la vi, noté que había estado llorando. No dudé en preguntarle si se sentía bien, rompiendo con nuestro pacto que más parecía una tregua. Ella se secó las lágrimas y volvió en sí, como si nada hubiera pasado. «Estoy bien», aseveró, y empezó a desvestirse. No pude ser indiferente y le pedí que me dijera, que a pesar de tanto y de todo, no quería verla así. Se negó a hablar y sentí su angustia, su impotencia. La detuve despacio, la miré a los ojos y le dije que esta vez no, que aunque pensáramos lo contrario, sí podíamos hablar. Me cogió las manos y me las sacó de su rostro. Las juntó y me pidió, por favor, que después de esta noche jamás vuelva a verla. Daphne se casó a los meses con un compañero de su trabajo. Me enteré por Camila, una amiga de su prima, al ver unas fotos que compartió en su Instagram. Se veía feliz, como nunca antes la había visto, y fue allí que entendí muchas cosas. Me alegré por ella y pensé en escribirle para felicitarla, pero opté por no hacerlo. No era preciso, no había por qué. Me bastaba con saber que había encontrado a alguien y que era feliz.

sábado, 18 de enero de 2020

Luces

La puerta que daba a la avenida parecía la de una casa cualquiera: de madera con una reja debido a los múltiples robos que solían darse. Sin embargo, a diferencia de las otras casas, dos hombres robustos aguardaban a los lados. Nos revisaron antes de entrar y al fondo, en una cabina, pagamos unos cuantos soles. Subimos por la escalera y entre luces vimos un pequeño escenario a un lado, al frente de la barra. Nos acercamos y pedí un par de cervezas. Me serví en uno de los vasos que nos dieron y les pasé las botellas a Daniel y a Roberto. Eran las 4:30 de la madrugada, veníamos de Miraflores y el taxi nos había dejado en la Avenida de Dios. Daniel había venido de vacaciones a Lima después de dos años trabajando en Colombia y por ello, junto a Roberto, su novia Beatriz y Julia, quedamos en salir ese último fin de semana que le quedaba a modo de despedida. Pero, para ese momento, Julia y Beatriz ya se habían ido con otras amigas que se nos unieron en Miraflores, y nosotros habíamos llegado, entre casualidad y a propósito, a este lugar. Me acomodé, casi en trance, en la barra, y admiré un momento el peculiar show. No recuerdo cuánto habíamos tomado antes de venir, ni por qué estábamos aquí. Miré a Daniel y a Roberto pero no decían ninguna palabra, solo tomaban mientras veían el espectáculo. Supuse que debido al cansancio no tenían ganas de hablar, pero sus miradas decían otra cosa. Revisé un momento el celular y envié unos mensajes. «Tienes razón, soy todo lo que dices», respondí a Helena, ofuscado, muchas horas después de haberme escrito —a modo de mensaje entre líneas—, por haber creído en personas que nunca me tuvieron alguna estima. Guardé el celular queriendo olvidar ese asunto y miré a mi lado. Una mujer de cabello corto y rizado, vestida de rojo, sonreía mientras se movía al son de la música. Volteó a verme y le pregunté su nombre. «Gabriela», respondió, de forma atenta. Le dije mi nombre y le ofrecí un vaso de cerveza. Aceptó tomar un sorbo y al verme con mis amigos como si estuviéramos perdidos allí, me preguntó de dónde veníamos. Le dije que habíamos estado en Miraflores, pero que en realidad todos vivíamos cerca. «¿Y qué tal estuvo?», me preguntó. Le comenté la rutina de siempre: Las colas para entrar, la gente mirando a todos lados, el ir y salir de los bares de la calle de las pizzas hasta encontrar uno donde la música y la gente se sienta más cómoda. Y también sobre el trance de estar allí. «Y la novia», preguntó, risueña. Reí un poco, pero respondí que también había salido con sus amigas. «Deberías estar con ella y no aquí», afirmó. No pude evitar reír pero estuve de acuerdo con ella. «Simplemente no hemos coincidido esta noche, tómalo más bien como una descoordinación premeditada, en todo caso», acote. Sonrió por la ocurrencia y bebió otro sorbo. Volteé a ver a los chicos y seguían en lo suyo. Lo hacía cada tanto para no perderlos de vista. «Cuéntame de ti», le dije. Volvió a sonreír por el hecho de empezar a contarme, como era de esperar, que trabajaba aquí, de noche, desde hace unos meses, pues hace poco había llegado a Perú. Y que si quería podía conocerla más en una de las salas de baile privadas que inmediatamente señaló con un dedo. Sonreí y le dije que no era necesario. Y que me disculpara si la estaba haciendo perder el tiempo, pues esa no era mi intención. Ella se rio y me dijo que no me preocupara, que era su trabajo decirlo pero que ya había terminado su jornada y pensaba irse, pero que le dio curiosidad ver a alguien vestido así en un lugar como este. «Y tu forma de hablar», añadió, con una sonrisa traviesa. «¿Qué tiene mi forma de hablar?», pregunté, intrigado. «No sé, te noto muy educado, muy formal, por las palabras que usas, a diferencia de todos los que vienen acá». Nuevamente se me hizo imposible no reír por su comentario, alegando que no era cierto, desde luego, y que solo me estaba sobreestimando. Pero aceptando que tampoco estaba en mis planes venir acá. «Es pura casualidad», afirmé. Se me acercó un poco, como mirándome a los ojos y dijo: «Salud por las casualidades, entonces», y tomó otro sorbo. Brindé con ella, dejé el vaso a un lado y miré nuevamente el show. La mujer en el escenario, entre un juego cruzado de luces, se contorsionaba sobre una silla y bailaba detenidamente, como en cámara lenta. Daniel y Roberto seguían apoyados en la barra, observando todo. «¿Qué estoy haciendo acá», pensé en un momento de lucidez, viendo el lugar, y noté que un hombre de seguridad me observaba. Gabriela lo notó y me dijo que descuide, que ellos son los que nos cuidan de los malos clientes. «Y tú no eres uno de ellos», añadió. Sonreí y me tomé otro vaso de cerveza. Miré a Gabriela viendo el baile y le pregunté, por curiosidad, si las chicas de aquí eran sus amigas o solo compañeras de trabajo. «Solo la que baila y la que está detrás, por las mesas», me dijo, señalando el lugar. Miré hacia allá y vi a unos hombres sentados alrededor de unas mesas observando a una mujer bailando para ellos. «Ellas me comentaron de este trabajo, así que nos cuidamos entre nosotras», siguió. «Tengo dos hijos pequeños y necesito el dinero. Quiero darles lo mejor», concluyó. Volteé a verla con más detalle y pude ver detrás de su sonrisa amable, el rostro de una madre joven, los ojos claros y los labios de un color vino cerezo, los pómulos disimulados del cansancio con un tono rojizo y, más allá, por las zonas donde se suceden las lágrimas, el sacrificio que hacía por ellos. «Puedo asegurar que sí», le dije, asintiendo, y sonrió. Vi la hora en mi celular y advertí que ya iba a amanecer. Tenía una llamada de Helena, además de un mensaje de Beatriz que no había visto, preguntándome adónde habíamos ido, pues Roberto, su enamorado, no le respondía. «Estoy con ellos. Todo bien», le respondí a Beatriz de forma breve para que no se preocupara. Volteé a ver a Daniel y ya no estaba, solo vi a Roberto. Le hice un gesto preguntando por él y señaló las mesas de al fondo. Le dije que ya había que irnos, que estaba amaneciendo y que Daniel viajaba hoy en la noche. Y entonces fue a buscarlo. Miré a Gabriela de nuevo y le dije que ya tenía que irme. Me miró como imaginándolo. «Pues, ha sido todo un gusto, Enrique», aseguró, con su pícaro tono de voz y con una sonrisa de lado a lado. «Igualmente, Gabriela», respondí. «Las cosas van a cambiar», seguí. «Este país va a cambiar», añadí. Y sonrió, colocando su dedo en mi pecho, antes de dar media vuelta y regresar con su amiga por donde estaban las mesas. Vi a Roberto y a Daniel acercarse, secamos las botellas que quedaban y salimos del club. Caminamos por las calles en busca de algo de comer, y las luces del cielo de la mañana nos seguían, como indicándonos por dónde ir. Daniel no dejaba de decir que había extrañado mucho Lima, mientras Roberto señalaba un puesto vacío para tomar desayuno y yo, de reojo, miraba la puerta del club imaginando a Gabriela salir.