sábado, 27 de abril de 2019

La búsqueda

—Esa señora es mi abuela y ese señor debe ser mi abuelo —dijo Carolina mirando con curiosidad a la pareja que salía de una casa a unas cuadras de su colegio.
—No mientas —dijo una de sus compañeras. Esa casa es enorme y tú nunca has entrado allí —siguió, a la vez que se reía y se empujaba con las otras niñas. 
Carolina no respondió y siguió mirando a la pareja que subía a un auto. Quería verlos bien y reconocer en ellos alguna semejanza con ella.
—Cállate, claro que sí —dijo al fin, mirando a sus compañeras para que no la molestaran.
—Bueno, si tú lo dices —respondió una de ellas, y empezó a correr con las demás niñas que cargaban sus mochilas y sus loncheras.
Carolina no se movía y miraba detenidamente. Los señores ya no se encontraban, pero entonces llegó otra mujer y abrió la puerta. «Ella debe ser mi tía», dijo con entusiasmo para sus amigas, pero cuando volteó, vio que estaba sola.
Caminó despacio por la calle imaginando cómo sería esa casa por dentro, quiénes más vivirían allí y si sabrían, de alguna manera, de la existencia de ella. Recordó que un día, al pasar por allí, vio a su abuelo reparando su auto y lo saludó para saber si él la conocía y si sabría su nombre. Pero el señor, al verla de lejos, solo le respondió el saludo sin más y siguió haciendo lo suyo. Eso fue hace mucho, pensaba Carolina, cuando era más pequeña y tal vez por eso no se había dado cuenta de que era su nieta, la hija de Aurelio, su hijo mayor.
—¿Por qué llegas tan tarde, Carolina? Tu comida está servida —dijo su madre al verla entrar y cerrar la puerta.
—Fui a ver a mis abuelos —respondió Carolina.
—¿Cómo dices? —preguntó su madre, sorprendida.
—Los vi de lejos —afirmó ella, y dejó sus cosas en la sala. Su madre se acercó, la abrazó y le dio un beso en la frente.
—Ay, mi amor —dijo su madre.
—¿Por qué no podemos visitarlos, mami? —preguntó Carolina.
—Mi amor, lo siento, no quiero que piensen que queremos algo de ellos. Ya hemos hablado de eso —dijo la madre, lamentando ver a su hija triste.
—Pero yo solo quiero conocer a mis abuelos, a mi tía... Abrazar a mi abuelita.
—Lo sé, mi amor, pero ahora no es el momento. Te prometo que iremos un día ¿está bien? —dijo su madre, consolándola, mientras le acariciaba las mejillas. 
—Siempre me dices eso —respondió Carolina, y se fue a su habitación.
Por las mañanas, cuando iba al colegio, solía caminar al frente de la casa para ver si salía algún primo o prima de ella, con la intención de saludarlos y decirles quién era. Sin embargo, un auto siempre llegaba antes y llevaba a los niños a sus respectivos colegios, que no eran el mismo que el de ella.
Un día se levantó muy temprano, se vistió rápido sin que su madre se diera cuenta, tomó un poco de leche y fue a la casa de sus abuelos. Desde una esquina, escondida detrás de un poste de luz, vio a la señora, que suponía era su tía, ir a la tienda y volver con una bolsa de pan y una lata de leche, a su abuelo sacar el auto de la cochera y limpiarlo y, un rato después, a una niña casi de su edad esperar en la puerta a su hermano o primo para que los recoja su movilidad, un Station Wagon color marrón madera. Pensó acercarse a la niña y saludarla antes de que se vaya, pero al ver que llegó el niño corriendo, desistió y caminó de frente a su colegio, pues ya era un poco tarde.
—No son tus abuelos —dijo una niña de su salón, por molestarla, al escuchar a Carolina hablar nuevamente de ellos en el recreo.
—Tú qué sabes —respondió Carolina—. Hoy iré a verlos —añadió, segura de sí.
—Nunca les has hablado —dijo la niña y sus demás compañeras se rieron.
—Es cierto, solo los miras de lejos pero nunca te acercas, ya deja de mentir —agregó otra.
—¡Cállate la boca! —gritó Carolina, molesta. No sabes lo que dices —añadió.
—Ya déjala —dijo su amiga Amelia, defendiéndola, al ver que Carolina sollozaba—. No les hagas caso, son unas tontas. ¿Vamos a la tienda? Te invito un chupete —sugirió Amelia, amablemente.
Fueron al quiosco del patio y compraron los dulces.
—¿Tú sí me crees, no, Amelia? —preguntó Carolina.
—¿Qué cosa? —dijo Amelia mientras sacaba la envoltura del chupete.
—Que los señores de esa casa son mis abuelos.
—Si tú dices que son tus abuelos, pues te creo. Pero es raro que no te hables con ellos, ¿no crees?
—Lo sé. Pero una vez mi abuelo me saludó —dijo Carolina.
—Eso no es hablar. Yo siempre saludo al señor de la puerta y eso no quiere decir que sea mi abuelo —dijo Amelia y empezó a reír debido a la ocurrencia.
Carolina se quedó callada. Miró con zozobra el patio del colegio y un rato después se levantó del asiento del quiosco.
—Disculpa, no quise molestarte —repuso Amelia.
—No, no pasa nada, vamos —dijo Carolina y volvieron al salón en silencio. 
Al sonar el timbre de la salida, Carolina guardó rápido sus cosas y fue directo a la casa de sus abuelos. Desde la esquina en donde iba siempre, miró si salía alguien. Como no vio a nadie, se armó de valor y fue hasta el jardín, subió las escaleras y tocó el timbre. Al rato, salió una señora, alta, de caderas anchas y bien vestida. Era su abuela. 
—¿Busca a alguien, señorita? —preguntó al verla.
—No, disculpe, me equivoqué de casa —dijo al instante tapándose un poco la cara debido al sol y descendió rápido las escaleras. Caminó hasta la esquina y al doblar, corrió, nerviosa. «Aish, qué tonta eres», se dijo al ver que la señora ya no la veía. Y con los ánimos por los suelos, volvió a su casa.
—¿Te pasa algo, hija? —preguntó su madre cuando la vio entrar.
—Sí, vi a mi abuela y no supe qué decirle.
Su madre tampoco supo qué decir y solo la abrazó. Carolina vivía solo con su madre en una pequeña pensión a varias cuadras de la casa de sus abuelos. Su padre había muerto cuando ella había nacido, y un día, revisando los cajones de su casa, encontró varias fotos de él y su familia, y al observar bien las imágenes, reconoció en una de esas a los señores de aquella gran casa: más altos, más jóvenes, pero sin duda alguna, eran ellos, sus abuelitos.
Carolina no quiso hablar más sobre ello y se metió a su habitación. Abrió su mochila y empezó a dibujar en su cuaderno a sus abuelos, a su tía y a sus primos junto a ella, y a su madre y a su padre también, como si fuera una foto familiar grande en donde todos salen abrazados y sonriendo. Cerró su cuaderno y se echó a dormir.
Al día siguiente, en la escuela, mientras revisaba su cuaderno, encontró el dibujo que había hecho y lo empezó a pintar. Amelia se sentó a su lado y le preguntó que qué hacía. «Termino de pintar a mi familia», dijo ella. Amelia miró con curiosidad el dibujo y le dijo que estaba bonito. «Gracias», respondió Carolina y guardó el cuaderno en su mochila. 
Al salir del colegio, se dirigió a la casa de sus abuelos y desde la misma esquina de siempre, se sentó y sacó su cuaderno para ver el dibujo que había hecho. De pronto, vio que de la puerta grande salió su tía en dirección a la tienda. Carolina pensó que sería un bonito regalo dejar el dibujo en la puerta antes de que vuelva. Se levantó, arrancó la hoja del cuaderno, corrió hasta la puerta y lo deslizó por debajo. Cuando su tía volvió y abrió la puerta, descubrió el dibujo. Lo recogió, miró a los lados y se metió a la casa.
Carolina corría por las calles, emocionada, pero también sollozando, como si hubiera cometido un delito. Unas cuadras antes de llegar a su casa, se detuvo. Se secó las lágrimas, respiró despacio, como si nada pasara. Entró a su casa, saludó a su mamá sin decirle nada y entró a su habitación. Abrió su mochila, sacó su cuaderno y, casi por instinto, empezó a escribir una carta.

Para mis abuelitos de Carolina.

No sé si me conozcan, pero yo sí a ustedes. Me llamo Carolina, pero me dicen Caro, soy hija de Aurelio, su hijo. Tengo nueve años, pero dicen que soy bien grande para mi edad. En el colegio tengo pocas amigas, pero me junto más con Amelia, ella es muy amable conmigo. Me gustan mucho las películas de amor, todos los fines de semana veo una con mi mami Elena. También me gusta muchísimo el verano, porque mi mami me lleva a la playa y jugamos todo el día con la arena y el mar, pero todavía no sé nadar muy bien. Solo quiero que sepan que los quiero mucho, aunque nunca hemos hablado. Mi mami dice que no debo porque tal vez pensaran que queremos algo de ustedes, y tiene razón, yo lo único que quiero es una familia. 

Escuchó que su mamá abría la puerta y tapó la carta con su mochila.
—¿Todo bien, hija? —preguntó su mamá.
—Sí, mamá, tengo mucha tarea.
—Está bien, hijita —dijo su mamá, mirándola extrañada mientras cerraba lentamente la puerta.
Cuando se fue, arrancó la hoja de su cuaderno, la puso en un sobre y la metió en su mochila. 
Al día siguiente, en la escuela, le contó a Amelia de la carta. 
—¿Estás segura de darles la carta? —preguntó Amelia.
—Sí, a la salida iré y pondré la carta debajo de su puerta —respondió Carolina, sin dudar.
—Bueno… —susurró Amelia.
—¿Qué pasa? —preguntó Carolina.
—Nada, no lo sé, solo no me parece buena idea. No sabes nada de ellos, no sabes cómo son ni qué pensarán cuando lean tu carta.
—Sí, pero… Solo quiero que sepan que soy su nieta.
Sonó el timbre de salida y Carolina guardó sus cosas. Amelia se ofreció a acompañarla. «No, prefiero ir sola», respondió. Amelia entendió y se despidió de ella. «Suerte», dijo, antes de irse. 
Carolina caminó despacio, nerviosa. Pensó en lo que le había dicho Amelia. ¿En realidad sabía cómo eran sus abuelos? Su madre le había hablado muy poco, casi nada de ellos. Pero sí de su padre, que era muy amable y atento. Se aferró a esa posibilidad, si él era así, sus abuelitos tendrían que ser iguales. 
Siguió caminando, imaginando qué podría pasar. Tal vez ni tomarían en serio la carta, la leerían y la tendrían por ahí, guardada, olvidada. O tal vez, pensó, les gustaría saber de mí. Sonrió al pensar en aquella posibilidad. 
Al llegar a la esquina, se ocultó detrás del poste de luz y miró detenidamente a la casa. Pasaron varios minutos y nadie salía. Era el momento, pensó. Sacó el sobre de su mochila y caminó, despacio, mirando a todos lados. Cuando se encontró en la puerta y se agachó para dejarla debajo, alguien salió, despacio, y, al mirar abajo, vio a la niña soltando el sobre. Era su abuela. Carolina se espantó y echó a correr. La señora empezó a gritar: «¡Niña, niña!», pero Carolina no volteó. «Se te ha caído algo», dijo luego, y levantó el sobre, extrañada, y un momento después lo abrió.
Carolina no volvió a pasar por esa calle. Se sintió muy avergonzada después de lo que sucedió y no quiso contarle a nadie. Llegaba del colegio y se encerraba en su habitación. Su madre notó el comportamiento extraño de su hija y no dejaba de preguntarle qué sucedía. Ella decía que nada, que solo se sentía cansada. Unos días después se sintió mal, o creía sentirse mal, y no fue al colegio. Faltó cerca de tres días. Amelia, preocupada, fue a buscarla a su casa a dejarle la tarea de esos días. Su madre salió y conversaron. Amelia quería saber cómo estaba Carolina. Su madre le dijo que le dio fiebre y que por eso no pudo ir a clases. Luego, al ver que Amelia callaba, le preguntó si sabía algo que ella no. Amelia solo le comentó de una carta que ella le había escrito a sus abuelos. Su madre lo entendió en ese momento. 
Cuando Amelia se fue, su madre se dirigió a la habitación de Carolina. La vio dormida, volvió a cerrar la puerta, cogió unas cosas y salió. Fue a la casa de los abuelos de Carolina. Tocó la puerta y esperó. Salió la señora y le preguntó qué deseaba.
—Hola, señora Natia. Seguro no me recuerda. Me llamo Elena.
—Elena —dijo Natia, y la miró con cautela, intentando recordar.
—Soy una exnovia de Aurelio. Creo que mi hija ha estado viniendo a dejarle recados. Le pido disculpas. Es solo una niña.
—La niña que vino es su hija —dijo, sorprendida—. ¿Entonces es cierto lo que dijo?
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó Elena, sin saber a lo que se refería.
—Que ella es hija de Aurelio. 
Elena se quedó callada y pensó. En los diez años que habían pasado desde la muerte de Aurelio, nunca se atrevió a decirles sobre Carolina. Ellos no la conocían y ella no sabía cómo iban a reaccionar. Decidió cuidarla sola.
—Sí —respondió.
Natia la miró, hizo un gesto de duda, pero su rostro expresaba cierta emoción. 
—Quisiera verla —dijo, unos segundos después.
—Señora Natia, yo no quiero incomodar a nadie ni que piense que busco algo de ustedes, quisiera que dejemos pasar esto. Yo hablaré con ella y le explicaré las cosas... 
—No, quiero verla, he dicho —repitió la señora interrumpiendo el discurso de Elena.
—Ella ahora está durmiendo, ha estado un poco enferma estos días, disculpe —dijo Elena.
—Vengan mañana o cuando puedan, quiero verla —volvió a decir.
Elena asintió y se fue.
Al llegar a su casa, entró a la habitación de Carolina y la vio despertar.
—Mami —dijo Carolina.
—Hijita, ¿cómo te sientes? —preguntó su madre.
—Mejor, mami.
—Está bien, mi amor. Descansa. Mañana hablamos, ¿si? —y le dio un beso en la frente.
Carolina se acomodó y volvió a dormir, sin imaginar la conversación que su madre había tenido con su abuela.
Al día siguiente, Carolina volvió a la escuela con normalidad y se sorprendió al ver que, a la salida, su madre la esperaba para irse con ella. Ella la abrazó y caminaron en la dirección que ella tomaba para ir a ver sus abuelos. Carolina tuvo un sobresalto, pero no dijo nada. Cuando estuvieron al frente de la casa, Carolina apretó fuerte la mano de su madre y la miró, nerviosa, pero con una sonrisa. «Alguien quiere verte, amor. Te comportas, ¿está bien?», dijo y Carolina solo asintió. Subieron las escaleras y tocaron la puerta. Salió la tía y, al ver a Elena y a la niña, llamó a su madre.
—Hola, señora Natia —dijo Elena al verla.
—Hola —agregó Carolina, tratando de esconderse detrás de su madre.
—Tú eres Carolina —dijo la señora, y se agachó un poco para verla—. Eres igual que tu padre —susurró, emocionada. Y no pudo evitar soltar una lágrima. Su tía se encontraba detrás y se acercó. La miró y le preguntó si ella había hecho este dibujo, y le mostró el papel.
—Sí —dijo Carolina.
—Está muy bonito —respondió su tía.
—Gracias —dijo Carolina.
La señora Natia las invitó a pasar y le dijo a Carolina que había leído su carta. Carolina sonrió, tímida. Su abuelo Augusto bajó a la sala, las saludó y la miró atentamente. No había dudas, tenía todos los gestos de Aurelio y se conmovió al recordar a su hijo. Un rato después, tocaron la puerta. La movilidad había traído a sus primos del colegio. Su tía le presentó a Romina y a Esteban. Carolina, con una sonrisa de lado a lado, no creía lo que vivía. Su abuela le hacía muchas preguntas, la mayoría relacionadas a la carta que había escrito. Carolina respondía tímida, pero detallaba mejor lo que había escrito en la carta. La señora Natia la miraba con ternura y su abuelo también. Habían sido como su madre había descrito a su padre, y por fin, después de mucho tiempo, se sintió en familia.
Carolina, mientras tomaba el té, miraba a sus abuelos y recordaba, en cuestión de segundos, cómo fue que había llegado aquí hace ya más de quince años junto a su madre, a la vez que miraba con ellos las fotos de su padre cuando era un niño. Se veía idéntica a él en aquellas fotos amarillas y lo imaginaba a su lado, como en el dibujo que había hecho de él y de toda su familia.

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