viernes, 20 de marzo de 2015

Libertad

En el despacho de los hombres que viven con la frente en alto, duermen todas las historias que muy pocos se atreven a contar.
Hubo un tiempo en el que los desdichados solían predicar la búsqueda del milagro eterno y la fuente de la efímera pero sagrada oportunidad. Muchos creyeron, otros ni siquiera prestaron atención. La cierto fue que sí había vida de osadía en sus palabras, pero aquellos tiempos eran de opresión y de voces vetadas por el miedo. Algunos vieron la forma de aprovechar esta tragedia espiritual, y abusando de la ignorancia de las personas, crearon un motivo tan certero que calo en lo más hondo de las almas hasta el punto de darles una vida únicamente de ficción. Se infundió una verdad carente de duda, todo elogio era cierto y bien recibido. 
La muchedumbre no opinaba al respecto, optaban por seguir a los demás y no verse afectados por el cambio de moralidad que impusieron en su vida. Los heraldos se vieron obligados a mentir descaradamente, a construir un puente sin final para que el cansancio tome de rehenes a los más sensatos y conscientes. Así se lucieron los caudillos, hasta llegar al mando de todo, de tal modo que nadie pudo moverlos ni sanar la fiebre de poder que tenían. Se produjo una catástrofe por el miedo, por la incertidumbre, y se perdió todo rastro de los hechos que marcaron su historia.
El pueblo se vio obligado a contenerse, su gente no podía volar ni verse a la cara sin sentir temor de que lo perdieran todo. Las mujeres más bellas se despreciaban y se mostraban tristes. Los hombres, impulsados por el orgullo, olvidaron que era tenerlo. Se perdió la esperanza y toda razón de vida. Nadie se miraba a los ojos, nadie sonreía, nadie decía lo que sentía por dentro. El constante atropello a los más honrados intimidaba el poco entusiasmo que había en el pueblo. Era implacable el odio y el rencor. Ya no había vestigio de seres que querían conocer la dicha de ser felices. Les habían quitado la identidad, y eso era lo que más les dolía.
Después de tanto abuso e injusticia a la vida, llegó el día en el cual todos los secretos guardados en el corazón de la gente no pudieron contenerse más. Dejaron todo atrás por descubrir la verdad, por recuperar la esperanza y las ganas de vivir como se debe. Formaron grupos de apoyo y de protesta, destruyeron todo a su paso sin arrepentimiento alguno. Hubo muchas pérdidas, pero sabían que la causa lo valía. La mañana, la tarde y la noche fueron testigos del infierno que se había desatado. Los niños vivirían por siempre con el trauma de un conflicto civil. No había otra salida, debían correr el riesgo para empezar de nuevo. No fue fácil, pero pensaban en su futuro, en sus hijos, en sus nietos, en su linaje. Buscaban algo más que la paz en sí misma, buscaban el amor y la alegría que tanto se les había negado, sobre todo la libertad y la identidad que alguna vez fue derecho principal en sus vidas. 
Con el tiempo pudieron lograrlo, no habían más trabas ni piedras en el camino, pero el pueblo quedó irreconocible, totalmente destruido. Sin embargo, se había forjado un pensamiento de apoyo comunitario y de noble causa, y volvieron a retomar sus caudales y a crecer como siempre lo habían soñado. La muchedumbre, entre tanta tristeza, volvía a sonreír, a despertar de aquella pesadilla que se había robado parte de su alma por mucho tiempo. 
Y fue de este modo que luchar por la libertad y la justicia se convirtió en un hábito, en un principio fundamental para crear un espacio de tolerancia y respeto, que dependía de todos y de cada uno de ellos, para honrar la vida de los que quedaron atrás y hacer valer de los que aún están por venir.