viernes, 18 de mayo de 2018

Jardín del Rey

Sucedió en los jardines armónicos de Estocolmo, precisamente en Kungsträdgården, «Jardín del Rey», mejor conocido como Kungsan, parque situado en el corazón de la ciudad, cerca al Palacio Real y de la Ópera.
Cuando llegué a la Plaza de Carlos XII, mi reloj todavía marcaba la hora de Lima: un cuarto para las once de la mañana. Pero debido al cambio de horario, daban las cinco de la tarde del viernes. Al cruzar la acera, en medio de un pasaje escoltado de una arboleda, me vi frente a frente con la estatua del último rey guerrero de Suecia, y sentí que, tal vez, me estaba dando la bienvenida. 
A unos cuantos metros, al centro, pude identificar la Fuente de Molin, obra de Johan Peter Molin, rodeada de cisnes, cuya estructura fue originalmente tallada en yeso y que yo recordaba muy bien al haberla visto en una película en un taller de cine en la universidad. Luego, al llegar a la Plaza de Carlos XIII —la cual, llegado el invierno, se convierte en una pista de hielo— tomé una foto a la estatua neoclásica del rey que lleva su nombre, obra de Gustaf Göthe, la cual se encontraba custodiada por cuatro leones de acero, para luego terminar en la Fuente de Wolodarski, un estanque inmenso con varias fuentes lanzando chorros de agua de manera sincronizada y paralela. 
En Estocolmo hay un hecho curioso que sucede con la llegada de la primavera: la floración de los árboles de cerezo. Por ello, no dejaba de llamar mi atención el rosa malva de las flores que caían como garúa. Y también, como si de una pintura de Georg von Rosen se tratara, divisé de inmediato la simetría de los edificios, las calles alrededor, la iglesia de Jacobs, la Wetterling Gallery y, sobre todo, los conciertos al aire libre y las distintas manifestaciones culturales en las inmediaciones de la plaza. 
En los alrededores del parque se pueden encontrar varias tiendas, restaurantes y cafeterías con mesas al aire libre, por lo que, antes de irme de allí, pensé en acudir a una de ellas para despertar del todo y adaptarme al tiempo, pero opté por conocer primero las empedradas y coloridas calles de esta nueva y magna ciudad. 
De inmediato, al caminar como un ciudadano más de Estocolmo, la sensación de armonía en sus aceras era inevitable, así como el trato amable de la gente ante cualquier duda que me surgía de pronto respecto a alguna calle o avenida que requería visitar, hecho que extrañé y envidié por un momento. Había gente de todas partes del mundo: lugareños, extranjeros, jóvenes y niños, que no dejaban de pasear y compartir un momento agradable entrando y saliendo de las cafeterías de la plaza o apreciando las atracciones de la feria que se habían establecido a los lados de las fuentes. 
Me había hospedado en el Hotel Esplanade, en la avenida Strandvägen, al frente de la bahía Nybroviken, a unas cuantas cuadras del Jardín del Rey. El Hotel Esplanade contaba con amplias habitaciones, decoradas con una elegancia que solo había visto en películas de Hedy Lamarr. Había llegado esa misma mañana y, a pesar de lo agotador que fue el viaje, no quería perder el tiempo mientras estuviera allí. Así que después de establecerme y conocer las instalaciones del Hotel, y de probar un Filmjölk en el desayuno que me dejó más que satisfecho, decidí dar un recorrido en la tan famosa ciudad de Alfred Nobel. 
Siempre había tenido una fascinación con la historia que albergaba Estocolmo, y debido a ello, no dudé un segundo cuando tuve la oportunidad de venir y conocerla en persona. Y comprobé, con entusiasmo de extranjero, que no había punto de referencia ni bastaba con solo imaginarla. No podía disimular la impresión que me causó presenciar tales escenarios que hasta el momento solo había podido apreciar en fotos y vídeos. Entre ellas su arquitectura, que reflejaba, como un consenso, lo bien que el pasado se llevaba con el presente, y sus numerosos parques, la perfecta combinación entre urbanidad y naturaleza, y el agua que recorría por sus canales, tan limpia como la claridad del cielo. 
Mientras recordaba todo ello y apreciaba cada detalle que veía al caminar por las calles de Estocolmo, sentía una especie de paz y de cierto optimismo, como cuando sientes que algo bueno va a suceder, a pesar de que ya estaba sucediendo. Entonces, creí posible que el tiempo que estuviera allí debía de ir a todos los lugares turísticos de la ciudad, pero a medida que iba dándome cuenta de todo lo que había, revisando un folleto para turistas, temía que me perdiera de algo. Era un hecho que el primer lugar que iría a visitar era el Museo Nobel, donde se encuentran los laureados cada año por la academia, así como la exhibición de sus trabajos. 
Al llegar al Museo Nobel, en la calle Stortorget, después de cruzar la bahía de Lilla Värtan, no estaba seguro por dónde empezar. Afortunadamente, unos minutos después, llegó una señorita muy agraciada y formalmente vestida, y nos guió a mí y a un grupo de extranjeros, que no dejaban de tomar fotos con sus celulares, por los pasillos del Museo. El recorrido, que duró a lo mucho una hora, fue realmente impresionante. El Museo de por sí contaba con toda la elegancia que el mismo prestigio del premio representa. Fue increíble ver el trabajo de todos los ganadores de distintas categorías que aportaron algo al mundo con su trabajo, ya sea intelectual o de manifestación por una causa. 
Llegada la noche, al salir del museo, debido a la hora y al cansancio, tomé un taxi y regresé al Jardín del Rey. Pero, antes de llegar, por un impulso de descubrimiento y soledad, bajé y caminé por la avenida Jakobs Torg, por donde queda la Ópera Real de Estocolmo. 
En la noche todo era distinto, las luces de la ciudad tenían una sincronización con las fachadas de las casas a tal punto que parecía otro lugar. La cantidad de jóvenes que salían a las calles, atraídos por los clubes nocturnos y por el movimiento de la gente, la convertían en otra, más sublevada a los placeres que al comportamiento mismo. 
Fui al Café Opera para terminar el recorrido del primer día. Un hombre grande y robusto me pidió alguna identificación y me dejó entrar. La arquitectura del lugar estaba conformada por columnas y arcos gigantes, parecidos a las de una catedral, no había duda de que había sido, antiguamente, una casona de una familia aristócrata. La música, auspiciada y mezclada por el DJ en una cabina al aire libre, solo protegida por tubos gigantes, respondía a las luces rojas que salían disparadas de distintos puntos. Me acerqué a la barra después de esquivar a varios chicos y chicas con botellas de cerveza en la mano, bailando y gritando al compás de la música. Le pedí un trago al barman y le pagué con 38 coronas, que era lo que costaba. 
Empecé a tomar del vaso mientras me apoyaba en la barra y veía a la gente bailar. Me recordó las épocas en las que andaba de discoteca en discoteca en Barranco y Miraflores, y en ocasiones en otro lugares. Después de curiosear con la mirada la pista de baile, vi entre la multitud un grupo de suecas, o tal vez de otros países, que se movían y alzaban las manos de manera caótica y desmedida, aunque solo entre ellas. Al advertir esto, decidí no acercarme, a pesar de que una sueca de cabellos dorados, talla promedio y de sonrisa exagerada y a ratos muy discreta me había llamado la atención. Cuando acabé de tomar el trago y dejé el vaso en la barra, deslizándolo hacia el barman, la perdí de vista. Entonces, caminé en dirección a la pista de baile, en medio de un electro house que ponía a todos más locos de lo que ya estaban, para olvidarme de ese descuido inútil al fin y al cabo. Pero también me animé a entrar ahí para apreciar mejor los decorados y la formas que había en el techo. 
Mientras mantenía la mirada hacia arriba para ver cómo los símbolos se fusionaban con las luces del lugar, alguien me empujó por detrás mojándome con un poco de cerveza la espalda y el brazo derecho. Incómodo por el hecho volteé a ver quién había sido, y entonces, una chica, la misma sueca que había visto antes, se encontraba al frente de mí disculpándose en un inglés extraño, propio, tal vez, del alcohol y de la fiesta. Respondí en un comienzo en mi lengua natal y después en inglés, diciéndole que no se preocupara, moviendo las manos de un lado a otro y sacudiéndome la manga del brazo. Sin embargo, siguió hablando de manera torpe y apresurada, y al ver que no podía entenderla, me invitó un poco de su botella levantándola al nivel de mi boca, dejándome sin opción más que aceptarla, mientras le agradecía y trataba de irme a la barra. Pero no me dejó ir. Me cogió del brazo y empezó, riéndose, a decir algunas cosas. Yo seguía sin entender bien lo que decía, solo movía la cabeza asintiendo, sin estar seguro de qué. Cuando de pronto empezó a pronunciar palabras en un castellano masticado: 
—¿Español? —me preguntó, moviendo las manos. 
—No, peruano, soy peruano —le respondí. No comprendió, hasta que después de unos segundos dijo: 
—Ah, américa latina, Perú —replicó, con dificultad al pronunciar la «r»
—Correcto —le dije, acercándome a su oído debido a la bulla. 
Fuimos a la barra, ya más calmados del percance y de la locura que poseía a todos en la pista de baile. En un intento de entendernos mejor, cambiábamos frases en inglés y español, y también en algo de sueco, por parte de ella, y siempre, cada uno, usando las manos para explicar mejor lo que decíamos. 
Estuvimos así, en ese intento de comunicación, alrededor de media hora, y antes de despedirnos, cuando se acercaron sus amigas, me facilitó su dirección. Se había hospedado en el Hotel Hobo, en la calle Brunkebergstorg, y me dijo que si podía que vaya a verla mañana, o eso fue lo que entendí o quise entender. Se estaba quedando con sus amigas y habían llegado hace unos días a Estocolmo. Todas eran de Halmstad, y habían venido unas semanas a pasar tiempo aquí, al igual que yo, aunque en mi caso de más lejos. 
Al día siguiente, después de despertarme en el Hotel Esplanade, sintiendo en el cuerpo una resaca y no solo por la noche anterior, sino por todo lo que había visto y había querido ver desde hace mucho tiempo, decidí probar suerte y fui a buscarla. Caminé por la avenida Strandvägen mientras pensaba en Lima. Mi viaje a Estocolmo había sido planeado cuando estaba en la universidad, mas no la fecha. Se me dio la oportunidad, muchos años después, gracias a una amiga que trabajaba en una agencia de viajes. Un día me escribió para avisarme de una oferta que no podía rechazar. Yo ya había terminado la carrera de Traducción, trabajaba en una agencia y solo tuve que pedir vacaciones adelantadas. Afortunadamente, mi jefa, que era joven, sabía que este viaje me haría bien, sobre todo porque hace unos meses mi relación de dos años había terminado, por lo que ella no tuvo ninguna objeción, salvo la de enamorarme de una sueca y ya no querer volver.
El Hotel Hobo tenía, al lado de la puerta giratoria principal, distintas macetas con plantas enormes, y un ciclo parqueadero en el lado izquierdo. El número de la habitación era el 305, como estaba anotado en la servilleta que me dio la noche anterior. Cuando entré al salón principal, me encontré con un par de personas con maletas y periódicos en las manos. Me miraron, pero luego siguieron en lo suyo. Crucé el vestíbulo sin problemas y tomé el ascensor. Al salir de la compuerta, fui a buscar el número del departamento. Caminé por el pasillo limpio y alfombrado mirando de lado a lado y, después de un par de pasos, hallé el 305. Me acerqué y toqué dos veces, el último toque con más fuerza. Escuché que alguien se acercó y, sin abrir la puerta, preguntó, en sueco: «Vem?». No sabía lo que significaba, por lo que solo atiné a pronunciar el nombre de la sueca: «¿Linnea?». Empecé a escuchar voces detrás de la puerta, luego pasos acercándose, cuando de pronto ella salió. Pegó un grito discreto al verme y me abrazó, casi por instinto. Yo seguía sin entender nada pero hice lo mismo. Volvió hacia sus amigas y gritó: «Jag är här», y cerró la puerta. Me cogió del brazo y fuimos hacia el ascensor. Le pregunté qué les había dicho a sus amigas mientras empezábamos a descender. «Nada», respondió, y me quedó mirando con una sonrisa y con las manos cogidas por la espalda.
Al salir del hotel, caminamos por la calle Brunkebergstorg y doblamos en Jakobsgatan, con dirección al Jardín del Rey. No hablábamos mucho en el camino, solo me señalaba casonas o establecimientos y soltaba una que otra frase curiosa con respecto al lugar. No éramos los mismos de la noche anterior, que tratábamos de entendernos a cada segundo; ahora no había prisa, teníamos todo el tiempo del mundo para saber qué pensaba exactamente el uno y el otro. «Why are you here?», me preguntó, en un inglés lento, justo antes de cruzar la calle para entrar a la plaza. «Estocolmo», dije, mirando alrededor con los brazos abiertos, haciéndole entender que con solo decir el nombre de la ciudad mi visita se justificaba. Hizo un gesto de aprobación y subimos a uno de los cafés que habían en las terrazas. 
Todavía no era mediodía, había un viento fresco y el sol se mostraba débil, y la calle, poco a poco, se llenaba de transeúntes y de autos que se desplazaban con una paciencia aristocrática. «Talk me about Perú», me dijo, de pronto, al momento de sentarnos. Busqué la forma de resumir mi discurso acerca de lo increíble que es mi país, resaltando sus fuerzas, admitiendo también sus debilidades, y comprendiendo, ahora, lo lejos que me encontraba de él. Ella me habló de Halmstad, la ciudad donde vivía. Me contó, de manera breve y en un inglés nórdico, lo bello que era su pueblo, la gente y sobre todo las views.
Salimos de la cafetería y caminamos por la plaza de Carlos XII. Nos sentamos en una banca, al frente de la Fuente de Molin, y seguimos conversando. Ella, como en un juego, me enseñaba algunas palabras en sueco y yo en español. No dejaba de sorprenderme cada vez que pronunciaba bien alguna palabra en el idioma de Cervantes. Después de la pequeña clase de idiomas, me decía lo interesante que le parecía el Perú, no solo por lo lejos que se encontraba, sino por todo lo que alguna vez había escuchado con respecto a su cultura, y, también, ahora, sumado a lo que le pude decir sobre ella. «El imperio incaico», repitió con dificultad y de manera graciosa al pronunciar la r, alargándola.
La acompañé a su hotel y quedamos en vernos en la noche, en el mismo Jardín del Rey. Eran las dos de la tarde, así que decidí regresar al hotel a comer algo y descansar un par de horas, maldiciéndome por malgastar el tiempo en esa actividad que contrastaba con mis fines, el de conocer la ciudad minuto a minuto, sin embargo, no había descansado bien desde que había llegado, por lo que le cedí esta victoria al cuerpo.
Me desperté de un sueño extraño. Me encontraba en la casa de un amigo de la infancia cuando una multitud empezó a correr en las calles. Andrés miraba conmigo por la ventana de su sala y un temor nos invadía, cuando de pronto su abuelo llegaba agitado y nos alejaba de ahí tapándonos los ojos. «Aún están muy pequeños», dijo el viejo, sin saber nunca lo que había pasado.
Me dejó un mensaje con su peculiar redacción de estar aprendiendo todavía el idioma español, aunque con más palabras en inglés, para acordar la hora, y le respondí después de unos minutos debido a que me distraje viendo las calles y las casas por la ventana de mi habitación, que parecían salidas de las historias que leía cuando iba en el colectivo en mi ciudad que por ahora no extrañaba mucho.
Me bañé y me cambié sin apuro. Salí del hotel a caminar un rato mientras esperaba a Linnea; pero al ver que aún era temprano, entré al Café Milano para quitarme el sueño. Media hora después, a la hora acordada, despreocupada y alegre, llegó. Vino acompañada de sus amigas y después de saludarme me dijo que irían de nuevo al Café Ópera, pero ella, en un gesto secreto, me dijo que quería visitar otro bar, por lo que decidimos irnos por nuestra propia cuenta. Linnea vestía una falda negra, una blusa corta color gris y unos tacos altos. Fuimos al Cadier Bar, cerca al puerto de la avenida Södra Blasieholmshamnen. Pedimos dos punsch y reanudamos la conversación del mediodía. Al escucharla hablar, pensaba en que no estuvo en mis planes conocer a una sueca, aunque sabía que era inevitable y que si pasaba, no me iba a negar. Pero entraba en contradicción con el fin del viaje, que era conocer Estocolmo. Y sí, podría hacerlo junto a ella, como venía pasando, sin embargo, aunque la idea era agradable, no dejaba de pensar en cómo iba a terminar esto. Ahondó en temas más personales, en su familia, en sus amigos, en sus sueños. Y terminó cogiéndome de las manos para ir a bailar. 
Salimos del bar un par de horas después, riéndonos, diciendo una que otra frase, ya el idioma no importaba. Al rato nos encontramos con dos de sus amigas en la Plaza de Carlos XIII. Hablaron con Linnea y le dijeron que irían a otro lugar, a pesar de ser las 3:30 de la madrugada. Linnea me dijo que se sentía cansada y me pidió que la acompañara al hotel. Fuimos al Hotel Hobo, subimos por el ascensor y entramos a su piso. Nos acomodamos en su mueble mientras abría un vino que había traído de su ciudad. Me preguntó si extrañaba el Perú. Le dije que uno siempre extraña su patria, pero que ahora, después de haber planeado venir hace mucho, seguía entusiasmado con la idea y el hecho de estar aquí. Nos recostamos en el mueble, mirándonos, entre el sueño y el cansancio, cuando de pronto, en un acercamiento mutuo, me cogió el rostro y nos besamos. Fue un beso largo, suave, sin ánimos de ir más allá. Nos alejamos un rato después y me preguntó la hora. Un cuarto para las cinco, le dije. Mis amigas deben ya de estar por venir, respondió. Comprendí y salí del Hotel Hobo poco antes del amanecer.
De camino a mi hotel, sentí como si tuviera el síndrome de Estocolmo. Me sentía secuestrado por el encantamiento de magna ciudad y, ahora, por una de sus ciudadanas, y no pude evitar sentir un desprendimiento futuro, una nostalgia por el presente que pasaba, por una complicidad que no había previsto, y quise irme lejos, pero al mismo tiempo seguir aquí. Caminé por más de una hora, sin saber exactamente a dónde. Pedí un taxi rumbo al Hotel Esplanade. Llegué y me eché a dormir.
Me llamó al mediodía. Me preguntó cómo estaba y si podíamos vernos en la noche en algún otro bar. Acepté sin vacilar, hablamos de un par de cosas triviales sin mencionar en ningún momento lo del beso y nos despedimos casi de manera automática. Salí del hotel y fui a almorzar al restaurante Strandvägen 1, que quedaba a solo unas cuadras. Después de terminar mi Köttbullar, un plato popular en Estocolmo, fui al The King's Royal Stable. 
Al entrar por el portón, en una zona de espera, me encontré con unos caballos reales, grandes, robustos, con accesorios de otra época, disfrutando, con una serenidad que envidiaba, las bondades de un pequeño jardín. La excursión duró alrededor de una hora. Entré al establo con una pareja de ancianos y dos chicas. Era un edificio rústico y enorme que quedaba al lado del teatro nacional. El guía nos relataba la historia de los caballos del rey, de sus cuidados, de las distintas carrozas que se usaron a través de los años, de los protocolos a seguir, del pasado y del presente. Fue una visita rápida aunque relajante y curiosa. 
Cuando salí, decidí ir al Scenkonstmuseet o The Performing Arts Museum, en la avenida Sibyllegatan. Es un museo dedicado al teatro, la danza y la música, con amplios salones para las exhibiciones de arte y presentaciones. Pero lo que llamaba mi atención era un espectáculo llamado ‘Ilumina’, el cual, antes de venir, me había sido recomendado. La función solo se presentaba de noche, así que acudí a la fila, pagué 30 coronas en la boletería y entré. Ya en el anfiteatro, sentado en una de las butacas, un grupo de hombres y mujeres con ternos y vestidos brillosos aparecieron en un fondo azul cogiendo objetos que, debido a las luces y a la velocidad con la que los movían, formaban figuras inexactas y precisas en el aire, todo ello con música electro house de fondo. Después de media hora de apreciar el show, miré el reloj y salí para llegar a la hora acordada con Linnea.
Entré al The Cadier Bar y busqué una mesa cerca a la barra. Era un lugar muy elegante, muy tranquilo, totalmente distinto al Café Opera. Linnea llegó unos minutos después y, al verme, se sentó al frente de mí. Vestía un traje color negro con detalles plateados, un saco plomo y tacones. Me preguntó si ya había pedido algo. Le respondí que sí, sonriéndole, y llegó un joven con un champagne. Le pregunté por ella, por su día, por sus amigas, y respondió puntualmente mis interrogantes. Sus amigas se habían ido, de nuevo, al mismo lugar. «Donde te conocí», acote. Ella sonrió, tomó un sorbo de champagne y afirmó con un gesto. Sus facciones eran secretas, tiernas y seguras. Sus ojos verdes, como faros, seguían cada uno de mis movimientos y yo no quería por nada del mundo alejarme de ellos. Linnea siempre tenía un tema de conversación y un humor que te invitaba a participar de él, añadiendo algún comentario para elevar la dicha de la que éramos parte. Y fue así como, un momento después, nuestras manos se encontraron en la mesa y nuestros dedos se entrelazaron. Me miraba y sonreía, y yo moría por besarla como la noche anterior. Cuando el champagne se acabó, nos levantamos para salir y, en medio de la gente, mientras nos mirábamos a la cara, nos besamos de nuevo, tímidamente. Me abrazó de pronto y yo a ella. 
Salimos y caminamos cogidos de la mano por el Jardín del Rey. «Es mi lugar favorito», me decía, e imaginábamos los tiempos remotos, la historia que hubo y que hay aquí. «Como la nuestra», le dije, y nos besamos al frente de la Fuente de Molin en plena madrugada. Ella apoyaba su cabeza sobre mi hombro mientras caminábamos abrazados por la plaza de Carlos XIII. «Quisiera que esto fuera para siempre», le susurré, sabiendo que ya estaba enamorado de ella. Linnea me cogió de la mano y me dijo, acercándose: «Siempre es hoy», y fuimos por la avenida Strandvägen.
Llegamos al Hotel Esplanade, subimos a mi departamento y abrí la puerta. Entramos sin dejar de mirarnos a los ojos. Colgué mi saco y el suyo, saqué un vino, dos copas y puse algo de música. En el centro de la sala ella me miraba y yo la sostenía de las caderas, delgadas y uniformes. Sus manos cogían mi rostro, sus dedos rozaban con curiosidad cada imperfección, cada lunar, cada ceja. Nuestros labios se hallaron solos, y en ese preciso instante Paul McCartney cantaba "Wanderlust", y yo esperaba, impaciente, que se apaguen las luces.