miércoles, 18 de diciembre de 2019

Sunday

Habíamos tomado el bus 'la diecinueve' para llegar a la Av. Larco y, al entrar, entre la gente, nos encontramos con Emilio, un amigo del barrio. Nos acercamos de curiosos y le preguntamos a dónde iba. «Al Hippie», nos dijo. «¿Al Hippie?», nos preguntamos. «Sí, al Hippie Sunday, en el parque María Reiche», añadió. «Ah, está bien», le dije, confundido, porque no sabía a qué se refería. Bajaron algunas personas del bus y nos sentamos al fondo. «Al Hippie», dijo Ramiro, pensativo. «Nos vemos entonces, les va a gustar», nos dijo Emilio al momento de llegar a la Av. Larco, y se despidió de nosotros. Ramiro y yo nos quedamos pensando pero no le tomamos mucha importancia, pues se nos hacía tarde para vernos con Estela y Fabiana, con quienes nos encontraríamos en Larcomar. Ramiro llamó a Estela y le preguntó en dónde se encontraba. «Acaban de llegar», me dijo al colgar la llamada, y nos apresuramos en caminar las cuadras que nos faltaban. En el camino, le reclamé a Ramiro por haberse demorado tanto. «Cholo, no encontraba mi billetera», decía. «Seguro», pensé, acelerando el paso. Al llegar, las chicas estaban conversando y tomándose fotos. Nos saludamos y fuimos caminando por la costa verde. Adelante iba Ramiro con Estela y detrás de ellos Fabiana y yo.
Empezó a contarme su semana en su primer ciclo de la universidad y yo del mío. Nos habíamos conocido en el verano, el último después de terminar el colegio y el primero antes de empezar la universidad. Cuando la conocí en la fiesta del Gringo Sergio, no pasó mucho tiempo para darnos cuenta que nos gustábamos. Por ello, al terminar la fiesta y después de bailar “La melodía” de Joey Montana, canción que no dejaban de poner en todas las fiestas en ese entonces, le pedí su número. Los días siguientes empezamos a conversar más y fue así que solía ir por las noches después del británico a buscarla al ICPNA. Nos la pasábamos discutiendo sobre qué inglés era el mejor: el inglés británico o el inglés americano. Todo con la excusa de besarnos en los parques aledaños al Kennedy. Fabiana reía de las estupideces que había hecho la primera semana en la universidad, porque al igual que yo, también se metió a otro salón, conoció amigos que jamás volvería a ver y se perdió más de una vez buscando su facultad. Nos detuvimos a besarnos. Fabiana me cogía el rostro y sonreía al hacerlo. Yo no podía evitar bromear de algo tonto en ese momento que, curiosamente, hacía que sonría incluso más. De pronto, Ramiro y Estela se acercaron y nos dijeron para ir al Hippie Sunday. «Le conté lo de Emilio», dijo Ramiro, haciendo un gesto como diciendo por qué no. Fabiana preguntó de qué se trataba. Ramiro y yo le dijimos que realmente no sabíamos y que por eso mismo podríamos ir a averiguarlo. Fuimos en dirección al parque María Reiche. En el camino, conversando, y debido al nombre, ya nos estábamos haciendo una idea de qué iba el asunto. Y fue entonces que al llegar, a lo lejos, empezamos a escuchar el ruido de los tambores y a ver un tumulto de gente cruzando el parque y sentarse alrededor de una fogata, casi al borde de la loma. A un lado, un grupo de extranjeros se encontraban vendiendo todo tipo de collares hechos a mano. Fabiana y Estela se quedaron viendo lo que había y Ramiro y yo empezamos a buscar a Esteban. Al no encontrarlo, nos acercamos un poco al grupo y nos sentamos en la loma. Dos chicas se acercaron a ofrecernos unos happy brownies. «Están buenos», dijeron, y Ramiro compró unos cuantos. La fogata era relajante. Fabiana se apoyó en mi hombro y nos quedamos mirando el espectáculo de unas mujeres bailando alrededor del fuego. Un momento después, Ramiro me tocó el hombro y señaló la parte más pendiente de la loma. Había un grupo de chicos y entre ellos pude reconocer a Emilio. «Allá fuman ya sabes qué», dijo Ramiro. «Y ya llegó hasta aquí», añadió riendo. Fue entonces que entendí lo que quiso decir Emilio en el carro. Al rato, después de presenciar el ritual del Rupa, el encargado de realizar la celebración, decidimos volver al Kennedy para tomar unos helados antes de regresar a San Juan de Miraflores.
En el camino, Fabiana y Estela comentaban lo chévere que les había parecido el Hippie Sunday, mientras Ramiro y yo nos terminábamos los brownies que quedaron. Después de llegar al parque y terminar los helados, tomamos un taxi de regreso y nos bajamos en la plaza de la municipalidad. Nos encontramos con algunos amigos y les contamos a dónde habíamos ido. Algunos dijeron que ese era el 'Point' de la gentita. Otros, sobre todo los que montaban skate, decían que iban ahí solo para «hornearse». De pronto, Fabiana me dijo que ya se tenía que ir. Le dije a Ramiro que me espere, que ya volvía. Acompañé a Fabiana a su casa y como no nos habíamos visto en varios días, nos quedamos un buen rato sentados en su escalera. Me dijo que se había divertido, que se conectaría más tarde al Messenger para conversar y que tenía que avanzar los primeros trabajos de la universidad, pues cada vez le dejaban más, y que tal vez ya no tendría tanto tiempo como antes, como en el verano, como hoy. Le dije que todo saldría bien, que ya habría tiempo para vernos. La besé detenidamente y volví con los chicos a la plaza de la municipalidad, pero debido a la hora, varios ya se habían ido.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Transacción

Veía la hora en mi celular cada vez que el profesor volteaba a ver la pizarra. El tiempo pasaba lento y el profesor se había desviado tanto del tema que el letargo se había apoderado de todos. Cuando acabó la clase, guardé rápidamente mis cosas y respondí el mensaje: «Estoy en camino». Salí de la facultad de Negocios por la puerta de Medicina. Era el camino más corto a la avenida y era imposible encontrarme con Jimena, mi ex enamorada, estudiante de Derecho con quien no había terminado en buenos términos y cuya facultad quedaba al otro lado de esa puerta. Caminé por la alborada acera y llegué al paradero. Subí al autobús y me senté en la parte de atrás. Cogí mi celular y puse play a mi lista de Spotify: Rock, cumbia, hip hop, salsa, reggaetón, baladas. Todo tipo de canciones y géneros empezaron a sonar en el trayecto hasta el Parque Reducto N°2 de Miraflores. Al llegar, bajé en una esquina, crucé la pista y entré al parque. Había llegado con tiempo, así que busqué algún lugar para sentarme y escribí al Whatsapp al contacto sin foto: «Ya estoy aquí, te espero», y alcé la mirada. Había una señora paseando a su perrito y una pareja de jóvenes corriendo. A pesar de ser un parque en homenaje a la batalla de Miraflores, lleno de cañones y monumentos, se sentía mucha paz.
La clase de Economía Global me había contrariado. El profesor no dejaba de justificar el primer gobierno de Alan García, cuyo fracaso económico condenó a miles de peruanos a emigrar del país. «No toda la culpa fue del presidente García», señaló. Mis amigos y yo, al comienzo, nos quedamos absortos. Mi generación había crecido, debido a la historia, con la imagen desastrosa de ese gobierno, conocido por la hiperinflación, la corrupción y el terrorismo en su apogeo de terror. «Les diré lo que nadie les dijo», agregó, con una sonrisa pretenciosa, burlona. Empezó a ponernos en contexto: La dictadura militar de Velasco, el golpe de Bermúdez, la transición democrática, el gobierno digno pero ineficiente del presidente Belaúnde, la deuda externa y la insurrección de Sendero Luminoso. «La izquierda unida tuvo mucha responsabilidad. Y de igual manera el FMI», aseguró, moviéndose de un lado a otro, esperando, tal vez, alguna intervención. «Las medidas económicas que aplicó el presidente García sí funcionaron», declaró, con un optimismo que nadie compartía, y volteó a la pizarra a hacer un gráfico. Eso sí, omitiendo el intento de la estatización a la banca. Cárdenas me miraba como diciendo: «¿Qué le pasa al profe?». Romero comentó: «Todo el mundo sabe que el profesor es Apristón», riéndose. Y el profesor siguió en una perorata en defensa del expresidente Alan García, quien, años después, se dispararía en la cabeza para evitar hacer frente a la justicia debido al caso de las coimas de Odebrecht.
Mi celular empezó a sonar y me llegó un mensaje: «Estoy en la puerta, voy entrando», decía. Le dije exactamente dónde estaba y cómo estaba vestido. De pronto, al rato, una señorita muy agraciada, de sastre azul y cartera me hizo un gesto con la mano y yo hice lo mismo para identificarnos. Se acercó a saludar y se disculpó por la demora. Le dije que no se preocupara, que yo recién había llegado y que estábamos en hora punta. «Bien, a lo que vine», me dijo, sonriendo, y se sentó a mi lado y abrió su cartera. En una bolsa se encontraban los tres libros que le había pedido por internet: ‘Vida de este chico’ de Tobias Wolff, ‘El caso Telak’ de Zygmunt Miłoszewski y ‘El hombre que amaba a los perros” de Leonardo Padura. «Aquí tienes», me dijo, y revisé de un vistazo los libros pues estaban sellados y no había que buscar algún detalle como cuando compras un libro de segunda. «Muchas gracias», le dije, y le entregué el dinero. Empecé a acomodar en mi morral los libros y de pronto me preguntó por mi interés en esos títulos. «¿Te los pidieron en la Universidad?», me dijo. «No, no, ¡bueno fuera!», le comenté, riendo. «Me interesa leerlos, me gustan las novelas largas», añadí, cogiendo uno de los libros más voluminosos. «Tengo más libros en casa», me dijo. «En unos meses me iré a vivir a España y estoy vendiendo mi biblioteca, tengo varios sellados que ya no me dará tiempo de leer», agregó, entre animada y triste. En ocasiones me hacía la misma pregunta: «¿Qué pasará con todos mis libros si en algún momento decido dejar el país?». Me dolería venderlos, pero si necesito el dinero, no habría otra opción. «¿Y cuando muera?», pensé. «España, qué genial, espero algún día viajar allá. Te vas a trabajar», le comenté. «Sí, pero también a hacer una maestría en Sociología», me dijo, entusiasmada. «¿Y tú qué estudias?», me preguntó, y de pronto recordé la clase que tenía en la noche. Quise ver la hora pues ya había pasado más tiempo del que había programado para llegar puntual hasta mi otra clase, pero atendí a su pregunta: «Administración de Negocios Globales, en la Universidad Ricardo Palma. Justo vengo de allí», le dije. «Estás cerca, entonces», me dijo, serena. «Yo vengo del Óvalo Gutiérrez», me comentó. «Vives cerca, entonces», le dije, repitiendo con humor lo que me acababa de decir. «Vivo en San Borja, pero trabajo por allá. Entonces sí, vivo cerca», agregó, riendo, y yo también. Tenía un rostro muy definido y cuando reía se le formaban unos hoyuelos en las mejillas. «Te llamas Romina», le dije. «Yo soy David, aunque bueno, ya sabías, por los datos que da Mercado Libre», añadí y empezó a reír. «Sí, soy Romina, mucho gusto, David», me dijo, y me dio la mano amistosamente. Sin darme cuenta, había pasado cerca de media hora charlando con una desconocida. Hace unos días, buscando por internet algunos libros para comprar, encontré su publicación donde ofrecía varios de ellos sellados y a buen precio. Vi que tenía disponible algunos que me interesaban y decidí llevar tres de una vez. Le di comprar a la publicación y me apareció su nombre y su número. La llamé para coordinar y me dijo que me escribiría al WhatsApp. Solo un momento después me llegó un mensaje, pero no aparecía su foto en el chat. Le respondí preguntándole dónde podría entregar los libros. Me dijo el día, la hora y el lugar y yo, después de revisar mi horario, le dije que estaba bien. Y allí estábamos, la transacción había terminado hace un buen rato, y ahora, sin querer, hablábamos de nosotros y de otros temas como si nos conociéramos de hace tiempo. «García Márquez me parece mejor que Cortázar», me dijo, mientras le comentaba los libros que recientemente había leído de Gabo. «¿Y mejor que Borges?», le inquirí. «No, es diferente. Borges es antes del boom y no fue novelista», añadió. «Entonces, si te gustan las novelas, te gustan las de Vargas Llosa», le dije. «Las primeras, sí, no lo niego. Pero…», siguió diciendo. «Pero, siempre hay un pero con MVLL, no?», le contesté, y reímos juntos. «Es que es cierto, él se desvinculó de la izquierda...», empezó a decir. «Por el caso Padilla», afirmé. «Sí, y bueno, fue la posición que tomó», dijo. «¿Había otra?», le pregunté. «Hay muchas maneras de hacer activismo sin romper con tu postura, y la izquierda no fue el problema, pero lo entiendo, no lo critico solo por eso», dijo, y reímos. «¿No es gracioso?», le pregunto. «¿Qué cosa?», dice. «Volver siempre a ese drama, a pesar de tantos años, de autores que sentimos cercanos por haberlos leído, aquí, en un parque que, curiosamente, casi siempre está cerrado», le dije. «De niña solía venir con mi padre, mi abuela vivía a la vuelta, hasta que falleció y vendieron la casa. Hay mucha paz aquí, a pesar de su historia», me comentó. «Lo mismo pensé al llegar», le dije, y nos quedamos mirando el paisaje: los jardines, las flores, las banderas, la glorieta en el centro, las estatuas en honor a los héroes de la guerra con Chile. De pronto, sonó su celular. «Un momento», me dijo, y contestó la llamada. Yo miré mi celular y advertí que ya era tarde. No llegaría a tiempo para mi clase. Se acercó y me dijo que ya tenía que irse. «Yo también, tengo clases en la noche», le comenté. Nos quedamos mirando y no sabíamos cómo despedirnos. Nos acercamos pero también nos dimos la mano, generando una descoordinación entre ambos que tomamos con humor. No sabía qué decir, pues sentía que habíamos tenido una conversación muy amena, interesante, hasta divertida, y todo eso sin pensarlo. Atiné a decirle que si me interesaba algún otro libro, le escribiría. Ella me dijo que estaba bien, que todavía estaría en Lima unos meses más y que aún tenía muchos libros disponibles y que, desde luego, ya tenía su número. Caminamos hasta la puerta y se despidió nuevamente. Se acercó a un taxi que había pedido desde su aplicación y se fue. Yo me quedé pensando en lo que había dicho hasta llegar al paradero. Pasó un autobús y subí. Al sentarme, saqué mi celular y le escribí al WhatsApp: «Muchas gracias por los libros, Romina, y también por la charla. De terminarlos pronto, te escribiré para llevarme unos más», le puse, con un emoji de libro. Al rato respondió: «¡Gracias a ti, David! Igualmente. Está bien, estaré al tanto», escribió con un emoticón de carita feliz al final de la oración. Guardé mi celular en el bolsillo, abrí mi morral, saqué uno de los libros y empecé a leerlo como si nada más existiera.

jueves, 17 de octubre de 2019

El mar

El viaje duró cerca de dos horas por toda la panamericana Sur, pero no lo sentimos porque solo un rato después de salir nos habíamos quedado dormidos, excepto Javier, quien se ofreció a manejar debido a que recién había sacado su licencia de conducir. Cada fin de verano organizábamos un campamento en la playa hasta que se nos acabaran los recursos en plan de sobrevivencia y también para alejarnos un poco de la urbanización y de la gente. Era viernes por la tarde. «Llegamos», dijo Javier. Nadie respondió. Volteó y gritó: «Despierten, muchachos, antes de que anochezca». Nos miramos sin saber qué pasaba y, casi por instinto, empezamos a bajar las cosas. Cada uno cargó lo suyo e iniciamos la caminata. La playa quedaba unas cuadras más adelante, así que no tuvimos opción. Llegamos a un punto, ni tan cerca ni tan lejos de la orilla, y David ancló la sombrilla como si hubiera conquistado un nuevo mundo. «Aquí acamparemos», dijo, y nadie lo refutó. Soltamos todo y nos sentamos en la arena, algo cansados. Jonathan y Marcos empezaron a decir que ya se querían meter al mar. «Primero lo primero», dijo Javier, y abrimos unas latas de cerveza para luego levantar el campamento.
Al finalizar, metí mi mochila a la carpa y entré. Acomode mis ropas en el diminuto espacio y sentí alivio. «Todo listo», pensé. Echado, saqué mi celular, pero al ver que había poca señal para el internet, lo guardé. Revisé la mochila y saqué “La casa de Cartón” de Martín Adán, y lo dejé sobre el sleeping que había traído para dormir en la noche. Salí y me uní a lo chicos para hacer la fogata. Marcos y David empezaron a cavar un hueco de arena al centro de todas las carpas y los demás y yo fuimos en busca de madera.
«¿Ven las formas?», preguntó Javier. «¿A qué te refieres?», dijo Marcos. «Al fuego», respondió Javier. «Uhmm, ¿qué ves?», volvió a preguntar Marcos. «Es subjetivo. Los chamanes dicen que en el fuego ven a los Dioses, y que todo lo que existe está vivo y por lo tanto, tiene alma. Si el alma tiene forma, debe ser como el fuego», dijo. «Entonces ves un alma», entendió Marcos. «Así es», respondió Javier. Yo los escuchaba atento mientras veía a David y a Jonathan callados, mirando absortos el fuego y, tal vez, tratando de ver lo que Javier había dicho. Por molestar, les tiré un poco de arena. «Despierten, parece que tienen una crisis de ausencia», les dije, y voltearon a verme. Les pregunté qué pensaban. David dijo que en nada, que el fuego era hipnotizante y a la vez nostálgico. Y Jonathan en Fiorella, su enamorada. Había viajado a Chiclayo con su familia, pero antes de que se vaya, habían discutido. «Uy, estás jodido, compare», dijo Javier. «Jamás hay que discutir antes de un viaje. Se tiene más tiempo para pensar las cosas», añadió. «Calla, no me ayudas», dijo Jonathan, y todos reímos. «Creo que ya es hora de dormir», dijo David al rato, y apagó el fuego echando un poco de cerveza de su lata.
Ya era sábado. Desperté temprano, saqué mi táper con queso y choclo y desayuné. Javier, quien era el único que ya estaba despierto, me invitó un poco de café que había preparado. Nos sentamos a sentir la brisa, el rumor de la playa y ver las olas que habían sonado fuertemente durante la noche. Me habló de Jimena, su ex novia, con quien había vuelto a tener un acercamiento y que era probable que retomen su relación. «Después de un año, imagínate», me dijo. «¿Crees que pueda a funcionar?», le pregunté. «Sí», afirmó, muy seguro. «Tenemos planes, cosa que antes no», añadió. «Ahí está el detalle», pensé. «Ahora vengo», le dije, y me levanté del asiento. Caminé por la orilla húmeda, llena de ramas y algas, hasta llegar al monte, viendo mis pasos dejar huella en la arena y desaparecer. Luego, fui por las dunas en un camino lleno de vegetación. Cogí unas ramas de madera seca y las llevé conmigo. «Para la fogata», me dije. De regreso, caminé más cerca al mar porque el sol ya empezaba a quemar.
Al llegar, vi a Javier echado tomando sol y a los demás recién tomando desayuno. Dejé las ramas a un lado de la fogata apagada y me senté debido al cansancio. Me preguntaron a dónde había ido. «A ningún lugar», atiné a decir. Me miraron sin ganas y siguieron en lo suyo. Entré a mi carpa, me puse algo más cómodo y me eché a leer. Sin darme cuenta, me había quedado dormido. Desperté con el libro en la cara y salí debido al calor. «¿Qué hacen?», pregunté, tratando de ver entre la brisa y el sol. «Se fueron a pelotear», dijo David, señalándolos. A lo lejos, se veía a Javier, Jonathan y a Marcos corriendo detrás de la pelota, con un arco hecho de palos de madera clavados en la arena. Me acerqué a ellos y me uní al juego. El día se nos fue así, entre la arena y el mar, y también entre mucha cerveza.
Al anochecer, después de prender nuevamente la fogata, miré el cielo estrellado y recordé un pasaje del libro de Martín Adán: «Yo no creo en la astrología. Acepto que haya estrellas tristes y estrellas alegres. Hasta afirmo que las estrellas tristes son un excelente motivo de soneto catorcesílabo. Pero no creo que nuestra vida tenga relación alguna con las estrellas». Estaba de acuerdo. Cerré los ojos y cogí un puñado de arena. La dejé caer, grano por grano, mientras soplaba para que se pierda en el fuego, imaginando que cada una era una estrella que se apagaba y prendía.
El domingo, con resaca, cansados y llenos de arena, dormimos más de la cuenta. Aunque en la playa el tiempo pasa de forma distinta. Despertar temprano es inevitable debido al horizonte y el rumor del mar. El sol sale y la mañana dura eternamente. O al menos eso parecía aquel domingo. Marcos y David se habían quedado despiertos hasta tarde y fueron los últimos en salir de sus carpas. Jonathan y Javier y yo nos despertamos por inercia, y empezamos a guardar algunas cosas para dejar todo listo al momento de irnos. «Qué rápido se pasaron los días», dijo Javier. «Sí, el lunes de nuevo la rutina», agregó Jonathan, mientras doblaba su sleeping para guardarlo. «Aún tenemos este día», dije yo. «Lo que nos falta es energía», dijo Javier, y reímos. David y Marcos seguían durmiendo pero ahora sentados en las sillas, mientras los demás seguíamos guardando todo. Llevé mis cosas al auto y regresé, y cada uno empezó a hacer lo mismo, pero como vi que todavía se iban a demorar, decidí acercarme a la playa.
Me encontraba sentado en la orilla viendo el mar ir y venir en un intento de querer llegar hacia mí, y entonces vibró mi bolsillo derecho. Saqué mi celular y leí el mensaje de texto: «Gabriel García Márquez ha muerto», decía. Era mi padre, quien me daba la trágica noticia del escritor al que más habíamos leído. Respondí con un: «Gracias por avisarme», y guardé el celular. Pensé en el año: 2014. Pensé en el mes: abril. Pensé en el día: jueves 17. En cuestión de segundos recordé los años del colegio cuando empecé a leer sus novelas. Recordé la universidad, las mudanzas y los viajes en los cuales sus libros me acompañaron. Y me sentí solo. De pronto, los chicos vinieron corriendo hacia el mar, empujándose, y entraron dando clavados en las olas. «Vamos, Miguel», me dijo Javier. Lo miré, extrañado. «¿Qué sucede?», me preguntó. «Nada», le dije. Me levanté, me quité el polo, puse mi celular dentro de él y corrí hacia el mar.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Estímulos

A veces me pierdo. Recuerdo con pasión los buenos tiempos y, en esa abstracción, irremediablemente me pierdo. Son momentos de debilidad, me digo, y, total, no es que ya hayan llegado a su fin. La nostalgia, en ocasiones, genera incertidumbre y flagelo. Es un estímulo de que todo tiempo pasado fue mejor y que el presente es menos vistoso. Extrañar, del mismo modo, responde a estímulos que nos hacen sentir bien. La compañía, el cariño, el afecto y la atención, son los cimientos de un lugar que creemos merecer. La palabra ‘Saudade’, pienso, es más exacta en cuanto a su dimensión de lo que sentimos bajo ambas premisas.
Y así me pierdo, y me cuesta no ver, después de reflexionar, lo que significan esos términos tan recurrentes. Como sucede, por ejemplo, con los años de escuela, de fútbol en el barrio, de juegos e inocencia. Los años de adolescencia, de miedos e inseguridades, de tormentos, de cambios, de descubrimientos. Los años de pubertad, de crisis existenciales, de golpes y traumas en la infancia, de despertar y aceptar los cambios, así no nos gusten o nos hagan daño.
Somos vulnerables, pienso, y lo veo en todos, sin excepción. Nos cuesta entender el trato de los demás hacia nosotros, porque nunca nos detenemos a pensar, del mismo modo, en lo que transmitimos hacia ellos. Entendemos conductas, razonamos en un intento de simplificar los problemas, pero creamos nuevas confusiones y nos quedamos en el limbo.
Solía creer que tenía todas las respuestas. Los cambios me generaban excitación y eran un reto, un desafío que podría cumplir con creces, seguro de mí y de mi palabra. Y todavía suelo pensar, con una confianza que no sé de dónde aparece, que soy capaz de todo. Pero entendí que, con el tiempo, nos encaminamos y pensamos, ya no con pasión, sino con prudencia. Somos el tiempo que hemos invertido, lo que hemos reflexionado, los errores que hemos cometido. Y llegamos al punto de solo buscar lo que queremos, ya no lo que nos tienta.
De la misma manera, el amor comienza a ser una empresa, un compromiso, y analizamos cada detalle, cada posibilidad, tomamos con tibieza la decisión de conocer a alguien más, pues el tiempo cada vez es más limitado y extraño. No me preocupa tanto el amor. Lo que me preocupa es no sentirlo. Ser correspondido solo responde a una suerte de impulsos que sentimos cuando estamos solos. Pues cuando no racionalizamos el amor, fluye de forma natural.
El amor no es solo sexo, aunque solemos confundirlo. Uno de joven, al menos los que han reflexionado de sus años de total energía y entusiasmo, entienden la dimensión del amor y el sexo. Nos fascina la pasión, el encanto, lo prohibido. Y es razonable. Se ha visto en miles de historias cómo por amor uno es capaz de todo. Resulta válido, aunque muchos limitan el amor a un juego de jóvenes. Basta que se sienta amor una vez para sentirlo siempre. Son estímulos que no envejecen y se moldean con el tiempo, convirtiéndolo en una virtud. Eso es, el amor es una virtud que pocos saben desarrollar. Hay quienes, dichosos ellos, lo tienen siempre y no imaginan una vida sin amor. No conciben que alguien viva con tal vacío. Y hablamos del amor en toda la extensión de la palabra. El amor de padre y de madre, de hermano y de hermana, de hijo y de hija, de abuelo y de abuela, de amigo y de pareja. Es inaudito limitar las formas del amor. Pero es preciso aceptarlo en las maneras que se proyecta y llega a nosotros. A veces solo un pensamiento fraterno es sinónimo de amor. Pero un pensamiento que se transmite y se transforma, termina siendo una manifestación que los estímulos del cerebro —el corazón— revelan a causa de la existencia de alguien más. Y el amor se crea. Existe en un universo al que pertenecemos y al que, bajo esa demostración, invitamos a sentirlo. Algo parecido sucede con la simpatía. Una persona totalmente desconocida nos puede generar confianza, calma, paz. No sabemos a qué se debe, pero son estímulos que sentimos a medida que vemos o escuchamos, por medio de un gesto o una palabra, las que nos invita a ser parte de algo que nos emociona y calma. La barrera desapareció, o simplemente no se creó. Pues sucede también que, al romper prejuicios, admitimos a quienes, en un comienzo, no hubiéramos querido tener cerca. Y esto se aplica a todos los ámbitos de las relaciones humanas. No sé si lo que escriba tenga alguna validez, al final nada es absoluto y es debatible cada postura, pero encuentro preciso entender estos estímulos que, sin darnos cuenta, marcan cada etapa de nuestra vida.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Coincidencia

Me dolían las piernas y ya no tenía voz. Había cantado a todo pulmón las canciones de Amen, Río, Zen, Libido y de Daniel F. “El hombre que no podía dejar de masturbarse” había sido coreada por miles de personas en el Estadio Nacional, y al igual que el año anterior, como desde el 2005, todos al mismo ritmo y con la furia que esconde su letra cuando el amor se ha vuelto desenfrenado en un acto impúdico pero sincero.
Salimos del mar de gente a tomar un taxi un poco antes de la medianoche. Eduardo me había escrito preguntándome en dónde estaba, que hoy era el cumpleaños de Brenda y que estaba con la gente llegando a su casa. Por la euforia del concierto lo había olvidado, pero le respondí diciéndole que estaba en camino. Le dije a mi primo Esteban y a Julieta, su novia, que me iría a otro lado, por lo que se subieron al taxi sin mí.
Caminé por la Avenida Paseo de la República para buscar otro, pues la gente salía en grupo y tomaba cualquiera que veía estacionado en la acera. Levanté la mano unas cinco veces pero nadie quería llevarme al precio que sugería. «No sea malo, maestro, está cerca», les decía. Lo cierto es que quedaba algo lejos y yo no tenía mucho dinero. Hasta que llegó un taxi con un hombre mayor y aceptó ir porque vivía cerca y estaba cansado. «Aunque no lo crea, joven, cansa estar sentado tanto tiempo, estoy trabajando desde las seis de la mañana, imagínate», me dijo. Le conté del concierto, de la energía que aún tiene el grupo Río y que él recordaba muy bien cuando iba a sus conciertos hace 30 años. «La música te mantiene joven», decía. Y yo asentía, cansado.
Al llegar, le pagué con las pocas monedas que tenía y le agradecí la carrera. Llamé a Eduardo para que me abriera la puerta. Salió con Brenda y la saludé por su cumpleaños. «¿En dónde estabas, huevón? Pasa, pasa, gracias, pensé que no vendrías», me dijo de forma empilada mientras Eduardo me abrazaba por el cuello para contarme los detalles de la reunión. Saludé a Roberto y a Ramiro y me senté. «¿Qué haces, huevón?», me preguntaron. «Vengo del Día del Rock Peruano, me duele todo», les dije, mientras pasaban el vaso de ron.
Por el cansancio, me quedé callado escuchando lo que hablaban. «Ya fue el mundial, ni cagando la hacemos», decía Roberto. «Está difícil, pero yo creo que hay chances, hicimos una buena Copa América Centenario», replicaba Eduardo. «Confía en la selección, si le ganamos a Keiko por un pelo, podemos ir al mundial del mismo modo», dijo Ramiro y empezamos a reír. «Y eso qué tiene que ver, huevón, PPK es otro pendejo, un lobista», dijo Roberto. «¿Y Keiko era una mejor opción? No me jodas, pues, la china es igual o peor que su viejo», dijo Eduardo. «Ya, ya, al menos la mafia no ganó», dije, dejando de ser un espectador. «Pero ese congreso de mierda me genera mucha incertidumbre, así que aún no canten victoria. De todos modos, sí creo que iremos al mundial, no sé cómo, pero estaremos en Rusia, carajo», añadí, seguro de mis palabras. «Ya quemaste», dijo Roberto, y empezamos a reír a carcajadas.
La reunión siguió, de forma tranquila debido a la poca gente que había. Al rato llegaron unas amigas y se juntaron con nosotros. Yo seguía cansado y por más que las canciones que sonaban me dieran ganas de bailar, evité hacerlo. Pero Evelyn, una de mis mejores amigas, me dijo que baile con ella, porque su ex novio había venido y estaba en otro grupo con unas chicas que ella no conocía. Le expliqué de dónde venía y por qué no podía bailar, pero no pude convencerla. «Me debes una», le dije, mientras me movía aún con el dolor en las piernas. «Oye, pavo, solo un rato pues, ahorita viene un chico con el que estoy saliendo», me dijo. «Mi ex va a querer sacarme celos, ya lo conozco», añadió. Yo reí y seguí bailando, hasta que acabó la canción y busqué en dónde sentarme.
Mientras me servía otro vaso de ron, escuchaba a Eduardo y a Roberto hablar de forma entusiasta de varios temas, en los cuales nunca se ponían de acuerdo. Sin embargo, al final, terminaban abrazados como los buenos amigos que eran. De pronto, Brenda se me acercó y me dijo al oído que Fiorella estaba en camino. Saqué mi celular y le pregunté si estaba viniendo. «Sí, estoy con Romina, ya estamos llegando», me respondió. Fiorella era mi ex enamorada, pero más que eso, era mi amiga, y ya tenía tiempo sin verla y por eso me entusiasmó que viniera.
Me escribió cuando llegó y fui a abrirle la puerta. Nos abrazamos por un buen rato debido al tiempo que teníamos sin vernos y luego saludé a su amiga Romina. Entramos y estuvimos conversando, poniéndonos al día todo lo que nos había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. «En mi casa ¿no?», me dijo. Yo hice memoria y le dije que sí, aunque no estaba muy seguro. Ese día habíamos tomado tanto que ni recordaba cómo fue cuando la acompañé a su casa. «Estabas cagado, huevón, te querías ir y era tarde», me dijo. «Ese domingo dormí todo el día, qué tal resaca, carajo», respondí, y nos matamos de la risa. Seguimos hablando y llegamos al tema de su enamorado. «Ya no estoy con él, hace poco más de un mes, creo», me dijo. Me contó que no se veían mucho, que él vivía lejos y no tenía mucho tiempo para ella, y que, además, discutían cada vez que se veían, por lo que decidieron terminar por lo sano. «Fue mutuo acuerdo», me dijo.
Empezó a llegar más gente, la música comenzó a sonar más fuerte y la sala cada vez se hizo más pequeña. Vi que entró un grupo de chicos junto a Evelyn que yo no conocía. «Mierda», dijo Fiorella de pronto. «¿Qué pasó?», pregunté. «Allí está Sergio», dijo. «Sergio, mi ex», añadió. «No te creo», le dije, pareciéndome increíble tanta coincidencia. «Sí, y parece que tu amiga lo conoce», agregó.
Me acerqué a Evelyn cuando la vi conversando con una de sus amigas y le pregunté de dónde conocía a ese chico. «¿Por qué? Estoy saliendo con él, te dije que en un rato vendría», respondió. «¿Qué? ¿Era él? Bueno, y ¿hace cuánto tiempo sales con él?», le pregunté, curioso. «Hace un par de meses», me dijo. Yo me quedé callado, no le dije nada aún porque quería estar seguro de lo que me había dicho Fiorella. Regresé donde ella.
«Al parecer, tu ex está saliendo con mi amiga Evelyn», le dije, al sentarme. «¿Es en serio?», me preguntó. «¿Desde cuándo?, ¡Dime, dime!», insistió. «Según Evelyn, hace un par de meses». «Ese idiota», dijo, con rabia, queriendo pararse. «Tranquila», le dije. «Ya fue, no vale la pena», añadí. Fiorella se quedó de brazos cruzados y lo miró con cólera. «Me mintió ese huevón», me dijo. «Ya, no hagas caso», le dije. «Pero también le mintió a tu amiga», me dijo. «Lo sé, y hablaré con ella», respondí. «¿Quieres tomar un poco de aire? Parece que lo necesitas», añadí. «Sí, por favor», me dijo. Y fuimos al patio a sentarnos y tomar aire fresco. Ella seguía renegando y diciendo que se sentía como una idiota, que con razón nunca podía verla porque seguro ya estaba detrás de esa huevona. «Oye, más respeto con mi amiga», le dije. «Puta, lo siento, pero estoy con cólera, pues», me dijo y me causó gracia su expresión. «O sea, me da igual lo que haga, yo ya no siento nada, pero me jode su cinismo, y yo pensando que habíamos terminado bien y que podíamos ser amigos», dijo. «¿Como nosotros?», pregunté. Se quedó pensando, me miró y aceptó con la cabeza. «Pero lo nuestro fue distinto», me dijo después. «Tú nunca me fallaste, aunque eso fue lo que pensé en un comienzo», añadió. «Ya, no empecemos», le dije, riendo. «Es cierto pues, era chibola y me dejé llevar por otras personas», me dijo. «No seas dura contigo, yo también me porté tontamente, no nos conocíamos mucho y tenías razón en dudar», le dije. «Igual, al final nos hicimos buenos amigos, ¿no?», agregué. Asintió, la abracé fuerte y recostó su cabeza en mi hombro.
Regresamos después de un rato a la sala y nos juntamos con los chicos y chicas del grupo. Romina bailaba con Eduardo y Roberto hablaba con Brenda, diciéndole que le presente alguna amiga, como solía hacerlo cada vez que iba a su cumpleaños. Yo miré al grupo de Evelyn y vi que Sergio se dio cuenta de la presencia de Fiorella, que se encontraba a mi lado. No sabía si se atrevería a llamarla, pues Evelyn lo tenía agarrado de la mano. Fiorella ni lo miraba, y al contrario, se divertía escuchando a Brenda molestando a Roberto sobre por qué sus amigas no le iban a hacer caso. Yo miré de nuevo a Sergio y noté que intentaba alejarse de Evelyn, pues iba y venía a la mesa haciendo como que buscaba algo con la intención de acercarse a Fiorella. Entonces, ella volteó y me preguntó qué miraba. Le dije que nada, pero supo que le mentía. «No me importa lo que haga ese idiota», me dijo, dándose cuenta que miraba hacia nosotros. «Que haga lo que quiera», añadió. Y seguimos en el grupo viendo cómo bailaban los chicos.
Al rato, vi que Evelyn se encontraba con sus amigas y Sergio se acercó en busca de Fiorella. La agarró del brazo y ella volteó con furia y le dijo que la suelte. Y entonces me sujetó de la mano, con firmeza. Y yo lo miré, preguntando qué pasaba. «Tú no te metas», me dijo, y lo empuje por instinto poniéndome delante de Fiorella. «¿Por qué? Ella está conmigo», le dije. Y se quedó mudo, pues vio que Evelyn se acercaba. «¿Qué sucede?», preguntó. «Vamos a bailar», le dijo a Sergio y se lo llevó de la mano. Él siguió callado y no hizo nada. Fiorella me miró y se mató de la risa. «Es un completo idiota», me dijo. Y después de un momento se dio cuenta que seguíamos cogidos de la mano, y yo, con un poco de vergüenza, la solté. Ella la cogió de nuevo y me dijo al oído: «Estoy contigo, ¿no?». Yo solo sonreí y asentí con la cabeza.
Estuvimos un buen rato así, y vimos que Sergio seguía mirándonos, y Evelyn ni cuenta se daba. Yo quería decirle lo que había pasado, pero Fiorella me hizo desistir de esa idea para no arruinar la reunión de Brenda. «Tienes razón», le dije. Y decidimos salir un momento. Afuera, apoyados en la puerta, me dijo para irnos, que se sentía cansada y que Romina le había dicho que se iría con Eduardo. Yo miré adentro, pensé en ir a despedirme de la gente pero no lo hice. La cogí de la mano, pedimos un taxi y fuimos a su casa. Entramos en silencio a su sala y ella fue a su habitación a ponerse algo más cómodo. Salió, trajo un poco de agua y se sentó a mi lado. Tomamos un poco y nos recostamos en el mueble. Ella me miraba en silencio y ponía sus manos en mi rostro. Yo tenía los ojos cerrados y sonreía sin decir alguna palabra. Y entonces nos besamos como aquellos tiempos, y recordaba la última vez que había pasado. Sabía que éramos amigos pero cada cierto tiempo nos veíamos y terminábamos así, sin impedimentos de nada y callados en todo momento. Nos acomodamos como antes y nos desprendimos de nuestras prendas. No sé qué pensaba ella en ese momento, sabíamos que esto no iba a ser para siempre, por eso nunca perdíamos la oportunidad. Era claro que nuestra amistad pendía de un hilo, y que a pesar de sus amores y los míos, volveríamos a tener otro momento, como si se tratara de una coincidencia, como lo que había pasado esta noche entre nuestros conocidos. La cargué a su habitación y la dejé dormida. La había querido siempre, desde el primer momento en que la había conocido. Pero el amor incierto había desaparecido y ya no había celos ni peleas, como en un comienzo. Solo sabíamos que estábamos y eso nos bastaba. ¿Hasta cuándo? Ya no importaba.
Salí de su habitación, bajé las escaleras y en la calle sentí frío. Volteé a ver su casa y recordé las veces que venía a buscarla, la emoción que un día sentí por verla y sentir sus brazos. Tomé el primer taxi que pasó y me fui. Sabía que mañana tendría otra resaca, como la última vez que la vi, y mirando por el retrovisor me pregunté cuándo sería la próxima vez que nos veríamos de nuevo.

miércoles, 17 de julio de 2019

Fiesta

Miré la hora en el celular esperando acertar: cuatro y treinta. «Carajo», dije, no era tan tarde como creía; pero me sentía cansado, abrumado y sobre todo, fastidiado. Rebecca se había ido de la fiesta sin dirigirme la palabra y yo me encontraba en la sala tomando con un grupo de chicos y chicas que, a simple vista, ni siquiera conocía. Había un par de extranjeros que hacían pasos de baile extraños, tratando de enseñarle a una de las chicas a moverse de la misma forma, pero no lo lograron. «Necesitas más práctica, cariño», dijo uno. En ese momento Mariano se me acercó y me ofreció un pucho. «Para que despiertes, hermano», me dijo. Le hice un gesto de negación y se alejó. Me encontraba cómodo con mi botella de ron. No necesitaba más, pero la verdad, moría por irme. No quería pensar y por más que tomaba, la imagen de Rebecca mirando su celular ignorándome, mandando a su mejor amiga, Patricia, para que me diga que se iba, que no quería ni verme, me había dejado aturdido. Bueno, es cierto que la cagué, pero hay una explicación para eso.
Mi amigo Sandro, quien para ese entonces se había quedado dormido en el baño, según un amigo suyo que lo tuvo que cargar hasta la habitación, invitó a Dayana, mi ex enamorada. No le dije nada, ya que había terminado en buenos términos con ella y me daba igual si venía o no. Era una conocida más, le dije, sin roches. Pero el verdadero tema era Rebecca. Preferí no decirle nada: primer error. Y si me preguntaba algo, le diría la verdad, que Sandro la había invitado: segundo error.
Llegado las doce, vi entrar a Dayana con su amiga Jimena y las saludé amistosamente. «¿Y tu novio?», le pregunté a Dayana, como bromeando. «Idiota», me dijo. Se quedó pensando unos segundos y agregó: «Hoy lo encuentro», y reímos juntos. «Pidan lo que gusten, chicas», agregué, mientras entraban a la sala. Rebecca, en cambio, se demoró en llegar, para variar, pero esta vez fue porque Patricia se había peleado con su enamorado. «El estúpido de Luis tenía un partido de fútbol temprano y adivina qué eligió», me dijo Rebecca cuando la vi llegar con Patricia, quien me saludó casi sin verme. «No se le nota lo enojada», le respondí.
Entramos y el protocolo de siempre: un trago por aquí, otro por allá, para ti, mi amor; Patricia, toma, mañana vamos a ver el partido de Luis, no te preocupes. «Cállate, idiota», me respondió con sorna. Sin duda, esa noche fui el real idiota. Las dejé conversando y fui al pateo donde se encontraban mis amigos, pero solo encontré algunos pues la mayoría se había ido al techo a fumar su hierbita. Las consecuencias de vivir en un barrio de San Juan de Miraflores, pensé. Pero estaba Pedro, mi pataza del colegio, y me invitó de su chela. «Salud, pues, hermano», me dijo. Le devolví el gesto. «Seguro ahora bajan esos pendejos», me dijo. «Sí, no cambian», le dije. Seguimos hablando un rato y luego me acerqué a Rebecca. «¿Todo bien, amor?», le pregunté. «Sí», me dijo. «Vamos a bailar», y fuimos de la mano al centro de la sala. «Amor, me preocupa Patricia», me dijo, en pleno baile. «No es la primera vez que Luis la deja de lado», añadió. «Para algunos hombres no hay nada más importante que el fútbol», le dije. «Porque después está su equipo de fútbol, su madre, y claro, al final pero no menos importante, la enamorada», agregué, y me dio un golpe, la besé y ambos reímos.
Volvimos con Patricia, que se encontraba hablando con Mariano. Tomamos un par de shots y escuché que alguien me llamaba. Volteé y era Pedro, quien ya se encontraba con los chicos de la promoción. Volví con ellos, conversamos un rato y de pronto Óscar, otro amigo, se me acercó y me dijo: «Huevón, no sabía que conocías a Dayana». Y ella apareció a su lado. «Yo no sabía que tú lo conocías, nosotros estuvimos juntos hace años», le dijo. «Ah, vaya, se lo tenían guardadito», dijo Óscar. «Él se mudó a mi residencia hace poco, y en una reu lo conocí, no sabía que ustedes eran promoción», dijo Dayana. «El mundo es muy pequeño», respondí, mirando a los lados, sabiendo que esa situación podría traerme problemas. Repito, no tenía ningún problema con que Dayana haya venido, pero tampoco quería verme cerca a ella. «Ya vengo», les dije, y regresé donde Rebecca. «Amor, dónde estabas, Mariano dice que más tarde vienen sus amigos de intercambio», me dijo. «Ah, ¿sí?», dije, mirando fijamente a Mariano, porque no me había dicho nada. «Sí, hermano, esa gente es la cagada, ya los conocerás», respondió, y se fue. Rebecca se me acercó y estuvimos abrazados por un momento, viendo cómo la gente se divertía. Al rato, al ver nuestras copas vacías, fuimos a la mesa a preparar unos tragos. Le serví uno de sus tragos favoritos, un chilcano de Maracuyá. Brindamos y bebimos. De pronto, se acercó Dayana con Jimena. Yo me quedé helado. «¿Podemos?», preguntó Jimena, yo moví la cabeza afirmando, y se sirvieron dos vasos. Rebecca me tenía abrazado de la cadera. No dijo ni una palabra pero sentí la presión de sus manos. Y se fueron. Rebeca volteó y me miró con los ojos bien abiertos. «¿Qué hace ella aquí?», preguntó, con un tono de voz que ya conocía bien. «Alguien la habrá invitado», dije, nervioso. «¿Quién?», volvió a preguntar, asediándome. «No lo sé, no lo sé», dije. «Tal vez Mariano o Sandro», agregué. «Entonces sí sabías», repitió. «O sea, sí, pero no me acordaba, tal vez lo mencionó, pero no le tomé importancia», dije, demostrando, una vez más, mi nerviosismo. No me culpen, tenía muchas cosas en la cabeza y no pude lidiar con la situación. «Ya, Mateo, sabes, me tengo que ir», dijo. «Carajo», pensé. Me agarró frío y lo primero que hice fue sostenerle la mano. Ella me la soltó. Entonces, me acerqué y traté de darle un beso, que esquivó sutilmente. Y se fue donde Patricia. «La cagué», pensé, o lo dije, no lo supe en ese momento pues la bulla empezó a sonar más fuerte y la gente parecía entrar al clímax de la noche. Yo, en cambio, había metido la pata. Pude haber hecho algo al respecto, pero, sinceramente, o estúpidamente, no le tome importancia. Hasta que pasó.
Mariano se me acercó, sin saber lo que había sucedido, y me dijo que sus amigos de intercambio habían llegado. Por lo distraído que estaba, solo le hice un gesto mientras trataba de buscar a Rebeca con la mirada, y vi que un grupo de desconocidos entraban y saludaban a Mariano. Fui a la mesa y me serví un vaso de ron. Me apoyé a un lado mientras tomaba y pensaba qué hacer. Óscar fue a la mesa a servirse un trago y me vio a un lado, y no sé qué cara habré tenido para que me preguntara si pasaba algo. Le conté, en pocas palabras, lo de Dayana y Rebecca, y solo atinó a decirme: «Hermano, estás jodido», con su típica vocecita burlona. «Gracias, no me había dado cuenta», le dije, y empezó a reír. «Bueno, hablaré con Dayana entonces», me dijo. «No es necesario, ella no es el problema. Yo sí», le dije. Me dio unos palmos en la espalda, cogió su trago y me dijo: «Cualquier cosa estaré con la promo», y se fue.
Al otro lado de la sala vi a Rebecca con Patricia y otras chicas que no conocía. No quise perderla de vista, por si se iba, como me había dicho. Hasta que vi que cogió sus cosas del mueble donde las había dejado. Entonces, no lo pensé y fui a hablarle, pero en el camino me interrumpió Patricia, y fue ahí que me dijo: «Ni te acerques, por ahora no quiere verte ni hablar contigo». Yo la escuchaba aturdido y miraba por encima de ella a Rebecca, quien estaba concentrada escribiendo en su celular. «Nuestro taxi ya está cerca, y mejor, yo tampoco tengo ganas de estar aquí», siguió, y la miré. «Así que mejor déjala en paz, Mateo», añadió. «Vamos, Patricia, déjame hablar con ella», le dije. «No, lo siento, ya sabes cómo se pone, en serio, es mejor así, por ahora», me dijo. «Además, te lo mereces, por idiota, cómo se te ocurre...», añadió, y se fue. No pude decir nada contra ello.
Vi que salieron y se subieron al taxi. Rebeca ni siquiera volteó a verme. En ese momento supe que la había cagado bien. Ofuscado, tenso, regresé a la mesa y abrí una botella de ron. Y heme aquí. En verdad, ya quiero que todo acabe, nada salió como lo había planeado. Envidio cómo la gente se divierte, bebe y baila sin preocupaciones. Saben, quisiera irme, lamentablemente, es mi casa.

jueves, 13 de junio de 2019

El Plan

—¿Y tú qué piensas, Andrés? —preguntó Josué, inquiriendo saber lo que callaba.
—No me convence —dijo, con una distancia trémula en cada palabra, después de haber escuchado a un amigo de Josué.
La pequeña mesa del Bar Pinto temblaba por un desnivel de una de las patas. Desde nuestro lugar se veían las otras cuatro mesas, un baño y la barra, la cual se encontraba ocupada por sujetos extraños, sucios, con mirada de pocos amigos. En ese momento dos tipos entraron empujando la puerta y se sentaron al frente de nosotros. Yo los miré sin la menor atención y después puse la vista sobre Andrés, intrigado. Él había vivido años fuera de la capital y sabía cómo eran los del norte.
—¿Entonces, buscamos a otro? —sugirió Josué, mientras se servía más cerveza.
Andrés se levantó y solo atinó a decir: «Déjame pensarlo», y salió del bar. Josué y yo nos quedamos.
—Él es así, no te preocupes —me dijo.
Asentí y me tomé otro vaso de cerveza, pero me sentía inquieto, teníamos poco tiempo y necesitábamos a alguien más. La empresa que veníamos desarrollando requería de cuatro personas, solo cuatro. Y por el momento éramos Andrés, Josué y yo.
Saqué de mi bolsillo unas monedas y las dejé en la mesa. Nos levantamos y salimos del bar. Fuimos a buscar a Nemesio, un amigo del primo de Josué. «Seguro le interesa», me dijo antes de salir, y caminamos por la calle Reserva hasta llegar a su casa. Un primer piso techado con calamina, un jardín descuidado cercado con rejas oxidadas y una ventana vieja en forma de cruz. Tocamos la puerta.
—Hola, Nemesio —dijo Josué al verlo. Era un moreno claro, sacalagua, de tamaño normal, pero fornido.
—Qué fue, viejo, qué te trae por aquí —respondió, cordialmente.
—Aquí pues, vengo a proponerte algo.
—¿Un trabajo?
—Algo así.
—Cuenta, cuenta, entonces —respondió Nemesio en el acto.
—Anda a vernos al Bar Pinto mañana a las siete de la noche. Estaré con él y otro amigo.
—Ya pues, allí nos vemos —se despidió y cerró la puerta.
Yo miré a Josué y le pregunté si estaba seguro de lo que hacía, si él era quien buscábamos. «Tranquilo, es bien avezado, además, parece que necesita dinero», me dijo. «Bueno, hay que avisarle a Andrés», le dije, y me despedí de él.
Caminé de regreso a mi casa por la calle Porta, las veredas se encontraban mojadas, negras y llenas de ambulantes. Una jauría de perros se peleaban por unos huesos que habían hurgado en la basura. Las combis se llenaban de gente en cada esquina y otros bajaban de los buses. No podríamos vivir sin nuestra barbarie, pensé. Abrí la puerta de mi casa y entré.
Al día siguiente, en el Bar Pinto, entró Andrés y se sentó en nuestra mesa. Josué le presentó a Nemesio y pidió un par de cervezas más.
—¿Y de qué trata la chamba? —preguntó Nemesio, un rato después.
—Primero háblanos de ti —dijo Andrés, serio.
Nemesio miró a Josué extrañado, luego se acomodó bien en el asiento y habló, tranquilo. Contó que vivía con su viejo, al que llamó «un alcoholico de mierda», y con su hermana, que aún estaba en el colegio, y que trabajaba en el mercado cargando las bolsas de papa, yuca, camote, que llegaban a los puestos. «Aquí nomás, en el mercado Salvador, allí me conocen», dijo.
—Ya veo —respondió Andrés.
—Saben, todo esto me parece raro, pero me da curiosidad —agregó Nemesio.
—Me imagino, pero es necesario.
—Está bien. ¿Necesitan saber algo más?
—¿Has tenido problemas con la ley?
—Nunca, pero ya sabes cómo es el barrio, siempre hay batida después de cada pichanga o algún tono, por culpa de los fumones y borrachos.
—¿Tienes miedo de tenerlos?
—…
—¿De tener problemas con la ley? La verdad no tengo miedo, pero si se llevaran a mi viejo, te digo que nos harían un favor.
—Suficiente con que no tengas miedo.
Andrés miró a Josué, luego a mí. Hizo un gesto de aprobación y pidió otra cerveza.
—¿Por qué tanto misterio? ¿Piensan asaltar un banco o qué? —rió un momento, pero luego de oír el silencio en nosotros, se calló.
Josué le dio un palmo en la espalda. «Tranquilo, viejo, como crees. Un banco no», le dijo. Nemesio lo miró sorprendido, luego miró el centro de la mesa y con las manos empujo la silla y se alejó un poco. «¿De qué hablan? Sean claros».
—Ya te iremos explicando, tranquilo, es algo que hemos planeado desde hace un buen tiempo, solo nos faltaba una persona más. Si aceptas, te contamos con detalles.
—Primero cuéntenme, no puedo aceptar algo si no estoy seguro de qué trata.
«Tranquilo», le dije, sirviendo un poco más de cerveza. «Ya te iremos contando, además, hay mucho dinero de por medio», acote, para calmarlo y tratar de convencerlo.
Se bebió el vaso de cerveza, nos miró un momento y dijo: «Antes de aceptar, quiero saberlo todo». «Y lo sabrás», sentenció Andrés.
A medida que íbamos tomando, Nemesio escuchaba atentamente las palabras de Andrés. Asentía una y otra vez, y yo lo miraba, intentando descifrar en sus gestos alguna señal de rechazo, o de miedo, a nuestra propuesta. Miraba de un lado a otros mientras Andrés contaba con más detalle el plan, como si sintiera que alguien del bar los estuviera espiando. Ya se sentía cómplice, pensé. «Y allí entras tú», dijo Andrés. Nemesio se quedó callado, como pensando, y entonces respondió: «No lo sé, muchachos. Entiendo que hay garantías, pero si algo sale mal...». «Tenemos todo pensado, no te preocupes», lo calmó Andrés. «Solo te necesitamos allí a esa hora, nosotros nos encargaremos de lo demás», añadió, y le tendió la mano. «¿Aceptas?», preguntó. Nemesio me miró preocupado, soltó el vaso, puso las manos en la mesa y quiso decir algo. Yo lo detuve. Le palmé el hombro y le dije que lo pensara bien, que con ese dinero podría ayudar a su hermana y que podríamos hacer algo al respecto con su viejo, si todo salía como lo habíamos planeado. Me quedo mirando un momento y, aunque dudando, extendió la mano a Andrés. «Acepto», respondió
Nos encontramos en el callejón Lores de Tica a las 10 de la noche. Andrés le repitió lo que tenía que hacer. Josué y yo nos estábamos alistando, poniendo las cosas en nuestras mochilas. Andrés dio la orden y nos dirigimos al lugar donde llevaríamos a cabo el plan. Nemesio se quedó con él. Le dio las cosas que necesitaría y lo cogió del cuello. «Ni te atrevas a cagarla, compare», lo amenazó. Nemesio no supo qué decir, solo asintió, ya con algo de miedo, y se dirigió al lugar.
Ya eran las 12 de la noche. La niebla tapaba los contenedores y, los autos, detrás de las rejas, parecían flotar. Nemesio vigilaba los alrededores, escondido entre los arbustos, las rejas y los tachos de basura. Esperaba y esperaba, y los minutos parecían eternos. Él sabía lo que tenía que hacer. Miraba sus manos con las herramientas que le habían dado. Era sencillo, en teoría, pero qué pasaría si… No podía dejar de pensar en eso. Su hermanita menor, el alcohólico de su viejo, qué sería de ella sin él no estuviera allí. No podía dejarse llevar por el miedo, tenía que hacerlo, y hacerlo ya. Levantó la vista. La luces de un poste se movían de una lado a otro. Dos guardias estaban en la puerta, uno sentado y otro apoyado en la caseta. Él se movió, para verlos más de cerca, se arrodilló y empezó a entrecerrar los ojos.
Josué ya había empezado con su parte, y yo esperaba que me dieran la señal. Caminé un largo tramo por la acera, entre las casas y los puestos de comida que bordeaban la costa. El mar estaba negro, y las olas, grandes, rompían tan fuerte en el muelle que podía escucharlas desde mi lugar. El faro alumbraba sin pasión. Con los años se había deteriorado su luz así como su importancia. Llegué al lugar donde me encontraría con Josué, y esperé.
Andrés ya había logrado llegar a la central de luz del campamento. Desconectó unos cables y hubo un apagón en toda la zona. Era la señal, pensé. Pasaron unos minutos y no veía a Josué. Al rato, una sombra salió entre un muro y una reja, y llevaba consigo una maleta negra, la empujó, despacio, y logró sacarla. Me acerqué a ayudar a Josué, cogí parte de lo que había adentro y lo metí a mi mochila. Josué hizo lo mismo.
Andrés levantó sus herramientas, las puso en su mochila y corrió. De lejos, vio a unos hombres llegar al lugar. Empezaron a buscar con sus linternas, mientras él se ocultaba entre los arbustos. Se quedó quieto un momento y luego avanzó sin hacer bulla. Los sujetos siguieron buscando pero no encontraron nada.
Nemesio vio que los guardias se alarmaron al ver que todo se oscureció. Entraron por la puerta de inmediato. Entonces, se armó de valor, cogió las herramientas y se acercó a la puerta. Empezó romper la cadena con el alicate mientras veía si alguien se acercaba. Al cabo de un rato lo logró. Las cadenas cayeron fuertemente al piso y con una mano abrió la reja.
Andrés llegó al campo principal, todavía escondido entre los árboles. Miró de lejos la puerta y vio que se encontraba abierta. Y también vio a Nemesio detrás de la caseta. Tenía que correr por el pasaje y salir por allí.
Josue y yo ya teníamos las cosas listas, y fuimos camino al lugar donde nos encontraríamos con los demás. Íbamos a un lado de la carretera, escondidos por el desmonte de arena, que se precipitaba directamente al mar. Cuando ya habíamos caminado cerca de tres cuadras, vimos cómo un convoy se dirigía al campamento, a toda velocidad.
Nemesio espero a Andrés cerca de la caseta, pero no lo vio llegar. Entonces decidió regresar por el camino que le había dicho si aquello no pasaba. Cuando soltó las herramientas para empezar a correr, escuchó el derrape de varios autos frente a él.
Andrés no se decidía, pero sabía cómo actuarían los cachacos ante esta situación, y recordó sus épocas de militar allá en el norte. Por un momento pensó que se vería cara a cara con Rogelio, su mejor amigo, el único que fue a despedirse de él cuando lo expulsaron injustamente de su cargo. Miró detenidamente, con la paciencia de cuando hacía guardias en la escuela militar. Y entonces escuchó la bulla. El convoy de carros había llegado y una ráfaga de disparos se escuchó a lo lejos.

viernes, 10 de mayo de 2019

Departir

Desde un rincón de la habitación se podía ver el fuego del encendedor de Ricardo. Azul, amarillo, naranja, azul de nuevo. Y lo apagaba. No dejaba de jugar con él haciendo sonar la tapa metálica cada vez que lo abría. Una y otra vez. «Ya basta», le dijo Luis un rato después. Ricardo se volvió hacia él, frunció el ceño y lo guardó en su bolsillo. Luis había traído algo especial para la reunión. «De catálogo», dijo, y volteó a ver a Hernández, el dueño de la casa, cuyos padres habían viajado a Colombia y por lo tanto tendría la libertad de hacer lo que quisiera, al menos ese fin de semana. 
Yo había ido con César y Nicólas. Nos habíamos encontrado en la estación Ayacucho a las nueve de la noche para empezar con las previas. Al llegar, Hernández abrió la puerta de su cochera, miró a ambos lados y nos hizo pasar. Ricardo y Luis ya se encontraban allí. 
La habitación se había llenado de humo. Hernández fumaba y se echaba en su mueble, abriendo los brazos y las piernas. «Esto es vida», decía. «Esto es vida, carajo», repitió, y se lo entregaba a Luis, quien probaba un poco para luego dárselo a Ricardo. Luego pasó por Nicolás, de ahí por César y al final por mí. Hernández preguntó la hora. «Son las once», dijo Ricardo. «Mierda, la gente ya debe estar viniendo», respondió Hernández, y fuimos a la sala.
Abrimos unas latas cervezas, pusimos la música, y Hernández se encargó de compartir lo que poco que quedaba de su porro. Al cabo de un rato sonó el timbre. Nicolás me codeó. «Mira quién llegó», me dijo, y vi entrar a Adriana, Jimena y Camila. Pero él lo decía por Jimena. No la había visto desde la fiesta de fin de finales. Me levanté con los chicos, me saludó con una sonrisa, al igual que sus amigas, y se sentaron al frente de nosotros. Un momento después, Luis me hizo un gesto señalando la cocina. Lo seguí. Abrió la nevera y sacó el hielo. Mientras preparaba el ron, me preguntó por Jimena. «¿Sigues en algo con ella?», dijo, de pronto. «No», respondí, un poco desconfiado. «Mira, es que he estado hablando con ella estos días, yo la invité a la reunión de hoy», me dijo. Me sorprendió su sinceridad. Él sabía lo que había pasado ese día en la fiesta, pero seguro también sabía que después de eso ella y yo no habíamos hablado. «Quería que lo sepas para que no hayan malentendidos», me dijo, y me sirvió un vaso. «¿Falta ron?», agregó. «Está bien, no te preocupes», respondí. «Y sí, le falta un poco», añadí, y salí de la cocina.
César hablaba con Adriana y Camila, al parecer habían llevado clases juntos cuando al llegar escuché lo mucho que habían sufrido con el curso de Finanzas. «El profesor no tenía piedad en los exámenes», oí decir a Camila. «Recuerdo que el día del final no dormí nada», replicó César. Me uní a la conversación contando también mi experiencia en ese curso. 
Un rato después volteé a ver a Jimena. Se encontraba sentada en el mueble mirando el celular. Luis llegó con una jarra de ron y le sirvió un poco. Ella bebió, lo miró, y luego volteó a verme. No presté atención, tampoco me incomodaba. Lo que había pasado esa noche no debió pasar, y tal vez por eso no lo hablamos y todo quedó como una resaca más entre amigos. Entre amigos que dejaron de hablarse.
Camila me despertó del trance, levantando su vaso y diciendo salud, junto a César y Adriana. Chocamos los vasos y bebimos, celebrando, nuevamente, el fin de otro ciclo en la universidad. 
Hernández no dejaba de sacar botellas del bar de sus padres, haciendo que todos beban un poco, y como un loco gritaba las canciones que sonaban en el parlante. Solo nosotros sabíamos el por qué de su estado. Nicolás y Ricardo se encontraban con unos amigos de la selección de fútbol, quienes habían llegado con un grupo de amigas de la facultad. Mientras yo hablaba con Camila, veía a Luis bailar con Jimena. Ella me miraba de reojo y luego se acercaba a Luis, y yo volvía a mirar a Camila. «¿Y qué planes estas vacaciones?», me preguntaba. Yo le contaba mis futuras actividades, así como ella. Al voltear, vimos a Adriana bailar con César. Y entonces Camila me confesó un secreto. «A Adriana le gusta tu amigo», me dijo. «¿En serio?», pregunté, sorprendido, y volteé a verlos. «Sí, por eso quiso venir», me dijo. «No le vayas a decir nada, ah», añadió. Yo reí. «No te preocupes», le dije. Camila era linda, pero sobre todo, muy alegre y divertida. Habíamos hablado muy poco en la facultad, pero siempre con simpatía las veces que nos encontrábamos, como ahora. Tenía el rostro limpio y los ojos tímidos, y cuando sonreía era inevitable sonreír también. La conversación se había tornado curiosa. Me dijo que el día de la fiesta de fin de finales me había visto con César cerca de su casa. «¿En el grifo?», le pregunté. «», respondió ella. «Yo estaba con Jimena…», dijo, y se quedó callada. «Ah, Jimena, sí», respondí. «Descuida, yo sé lo que pasó», me dijo. «Nos viste», dije. «Algo así…», respondió. «No debió pasar, éramos amigos y después de eso dejamos de hablarnos», le dije, sincerándome. «También me pasó con un amigo que conocía desde el primer ciclo», dijo. «Pensé que hablaríamos de eso, pero luego me enteré que... ¡tenía enamorada!», añadió. «¿Y tú no lo sabías?», pregunté. «¡No!, y eso es lo que más me jode: que nunca me contó nada», respondió. «Entonces no era tu amigo», le dije. «Parece que no», respondió.
Nicolás se acercó y me llamó. Le dije a Camila que volvería en un momento. En el pasadizo me dijo que había visto cómo Luis intentaba besar a Jimena. «¿Y?», le pregunté. «Pensé que tú y Jimena tenían algo», me dijo, confundido. «No», le dije. «Creo que ellos están saliendo o algo parecido», añadí. «Bueno», dijo Nicolás. «Igual, me avisas si haces algo», siguió. «¿Algo como qué?», le pregunté. «No sé, algo como agarrarlo a golpes, nunca me cayó bien ese fumón», dijo. Solté una carcajada. «Tranquilo, no pasa nada», le dije palmeando sus hombros, y regresé a la sala.
Camila se encontraba hablando con una amiga que llegó con el grupo de chicos que jugaban fútbol. Se fue al verme llegar donde Camila, saludándome y riendo un poco. «¿Qué fue tan gracioso?», le pregunté. «Nada, nada, mi amiga está loca», respondió Camila. Me serví un poco de ron y a ella también. «¿Y no te gusta bailar?», me preguntó, un momento después. «Claro que sí», le dije. «Entonces, vamos», respondió, y me agarró de la mano llevándome al centro de la sala en donde se encontraban todos bailando. Yo intentaba seguir el ritmo de ella, porque le había dicho que me gustaba bailar, mas no que sabía hacerlo. De pronto alguien cambió la música a mitad de canción, la gente protestó, pero a mí me salvó de hacer el ridículo. Nos sentamos. Camila empezó a bromear con mis pasos, reía y reía y a mí me causaba más risa. Fue entonces que al voltear vi a Jimena mirándome, mientras Luis preparaba más ron. Me miraba indignada, como si dijera que qué hacía hablando con su mejor amiga. No quise pensar eso, pero Camila lo advirtió al voltear y yo me di cuenta. Como quien cambia de tema, me dijo que tenía que hacer una llamada y que tenía que salir debido a la bulla. La acompañé y salimos. Ella llamó a alguien, habló unos segundos y luego colgó. «¿Todo bien?», le pregunté. Asintió con la cabeza y se acomodó el cabello. «Necesitaba un poco de aire», me dijo. «Yo también, estoy allí desde temprano con los chicos», acote.
Al cabo de un rato decidimos entrar. Abrimos la puerta y en el pasadizo nos encontramos con Jimena. Los tres nos quedamos mirando. Yo pasé de frente y Camila quiso hacer lo mismo, pero Jimena la cogió del brazo y le hizo un gesto de duda. Camila no entendió y siguió detrás de mí. Luis llegó y se quedó con Jimena. Le preguntó algo que no llegamos a oír. Nos sentamos donde estábamos y nos quedamos callados. Camila, de pronto, me dijo que parece que Jimena se encontraba incómoda por verme conmigo. Le dije que no había por qué. Ella asintió, callada, pero intentó no perder la sonrisa. Yo le sonreí, y la saqué a bailar. Bailamos por un buen rato, o al menos eso yo intentaba. 
Hernández paró la música, levantó con la mano una botella de pisco y gritó que era hora de ir a la azotea. «¡Síganme los buenos!», dijo, y algunos empezaron a subir detrás de él. Camila me miró, me hizo un gesto para subir y fuimos detrás de todos.
Estábamos en el cuarto piso. Había un patio enorme, con luces y bancas a los costados, y al frente, un parque en forma de triángulo. Me senté con Camila con vista al parque. Ya era de madrugada, no había gente en la calle, y empezamos a contar a los pocos que pasaban, y apostamos que el que perdía, se bebía un shot de pisco. Tomé cerca de cuatro shots, mi vista no era la misma ya hace un buen tiempo y Camila parecía ver a lo lejos a varias parejas sentadas en los bordes del parque. «No me gusta este juego», le dije, aturdido, y ella no dejaba de reír. 
Fuimos a la cocina en busca de agua. El pisco había causado en mí sensaciones que, combinado con lo que había traído Luis, no podía controlar. «Toma», me dijo Camila. Y bebí y bebí. Ella hizo lo mismo, y nos sentamos un momento. «Gracias», le dije. «Me salvaste, ah», añadí enseguida. «Fue gracioso ganarte, así que te debía al menos eso», me dijo.
De pronto, al mirar por la escalera, vimos a César besándose con Adriana. Camila se rió. «Se le hizo a mi amiga», dijo. Yo reí junto a ella. Había menos gente en la azotea. La mayoría había bajado debido al frío. Camila se apoyó a mi lado y yo hice lo mismo. Me miró sonriendo, sin saber qué decir. Yo cerré los ojos y sentí sus labios en los míos. Luego, sus manos cogieron mis mejillas. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo no pensaba en nada, y todavía me cuesta recordar lo que pasó después. Según César, Jimena subió con Luis buscando a sus amigas para irse, y cuando me vio besándome con Camila, no dijo nada y se fue, dejándolas a su suerte. Adriana había ido al baño y César no le dijo nada a Jimena, por eso cuando Adriana salió, recién le dijo lo que había pasado. Después de eso, me dijo que acompañamos a las chicas a esperar su taxi, y que luego volvimos a casa. Ya no había casi nadie y nos dormimos en la sala hasta que amaneció. «Y así fue», me dijo, echando un poco del ron que quedaba a su café. Yo miré la hora en mi celular: las diez de la mañana. Tenía algunos mensajes de Camila diciéndome que habían llegado bien. Le dije a César que era hora de irnos. Buscó a Hernández en su habitación. No lo encontró. Se había quedado dormido en la hamaca de la azotea. Prefirió no despertarlo y salimos. «Oye, Hernán», me dijo César. «¿Y ahora qué vas a hacer?», me preguntó. «¿Sobre qué?», le dije. «Sobre tú y Camila», respondió. Me quedé pensando. «No lo sé», le dije. «Aún no hablamos», añadí. César rió. «Pues hablen, departan, conversen», me dijo, y levantó la mano para parar un taxi.

sábado, 27 de abril de 2019

La búsqueda

—Esa señora es mi abuela y ese señor debe ser mi abuelo —dijo Carolina mirando con curiosidad a la pareja que salía de una casa a unas cuadras de su colegio.
—No mientas —dijo una de sus compañeras. Esa casa es enorme y tú nunca has entrado allí —siguió, a la vez que se reía y se empujaba con las otras niñas. 
Carolina no respondió y siguió mirando a la pareja que subía a un auto. Quería verlos bien y reconocer en ellos alguna semejanza con ella.
—Cállate, claro que sí —dijo al fin, mirando a sus compañeras para que no la molestaran.
—Bueno, si tú lo dices —respondió una de ellas, y empezó a correr con las demás niñas que cargaban sus mochilas y sus loncheras.
Carolina no se movía y miraba detenidamente. Los señores ya no se encontraban, pero entonces llegó otra mujer y abrió la puerta. «Ella debe ser mi tía», dijo con entusiasmo para sus amigas, pero cuando volteó, vio que estaba sola.
Caminó despacio por la calle imaginando cómo sería esa casa por dentro, quiénes más vivirían allí y si sabrían, de alguna manera, de la existencia de ella. Recordó que un día, al pasar por allí, vio a su abuelo reparando su auto y lo saludó para saber si él la conocía y si sabría su nombre. Pero el señor, al verla de lejos, solo le respondió el saludo sin más y siguió haciendo lo suyo. Eso fue hace mucho, pensaba Carolina, cuando era más pequeña y tal vez por eso no se había dado cuenta de que era su nieta, la hija de Aurelio, su hijo mayor.
—¿Por qué llegas tan tarde, Carolina? Tu comida está servida —dijo su madre al verla entrar y cerrar la puerta.
—Fui a ver a mis abuelos —respondió Carolina.
—¿Cómo dices? —preguntó su madre, sorprendida.
—Los vi de lejos —afirmó ella, y dejó sus cosas en la sala. Su madre se acercó, la abrazó y le dio un beso en la frente.
—Ay, mi amor —dijo su madre.
—¿Por qué no podemos visitarlos, mami? —preguntó Carolina.
—Mi amor, lo siento, no quiero que piensen que queremos algo de ellos. Ya hemos hablado de eso —dijo la madre, lamentando ver a su hija triste.
—Pero yo solo quiero conocer a mis abuelos, a mi tía... Abrazar a mi abuelita.
—Lo sé, mi amor, pero ahora no es el momento. Te prometo que iremos un día ¿está bien? —dijo su madre, consolándola, mientras le acariciaba las mejillas. 
—Siempre me dices eso —respondió Carolina, y se fue a su habitación.
Por las mañanas, cuando iba al colegio, solía caminar al frente de la casa para ver si salía algún primo o prima de ella, con la intención de saludarlos y decirles quién era. Sin embargo, un auto siempre llegaba antes y llevaba a los niños a sus respectivos colegios, que no eran el mismo que el de ella.
Un día se levantó muy temprano, se vistió rápido sin que su madre se diera cuenta, tomó un poco de leche y fue a la casa de sus abuelos. Desde una esquina, escondida detrás de un poste de luz, vio a la señora, que suponía era su tía, ir a la tienda y volver con una bolsa de pan y una lata de leche, a su abuelo sacar el auto de la cochera y limpiarlo y, un rato después, a una niña casi de su edad esperar en la puerta a su hermano o primo para que los recoja su movilidad, un Station Wagon color marrón madera. Pensó acercarse a la niña y saludarla antes de que se vaya, pero al ver que llegó el niño corriendo, desistió y caminó de frente a su colegio, pues ya era un poco tarde.
—No son tus abuelos —dijo una niña de su salón, por molestarla, al escuchar a Carolina hablar nuevamente de ellos en el recreo.
—Tú qué sabes —respondió Carolina—. Hoy iré a verlos —añadió, segura de sí.
—Nunca les has hablado —dijo la niña y sus demás compañeras se rieron.
—Es cierto, solo los miras de lejos pero nunca te acercas, ya deja de mentir —agregó otra.
—¡Cállate la boca! —gritó Carolina, molesta. No sabes lo que dices —añadió.
—Ya déjala —dijo su amiga Amelia, defendiéndola, al ver que Carolina sollozaba—. No les hagas caso, son unas tontas. ¿Vamos a la tienda? Te invito un chupete —sugirió Amelia, amablemente.
Fueron al quiosco del patio y compraron los dulces.
—¿Tú sí me crees, no, Amelia? —preguntó Carolina.
—¿Qué cosa? —dijo Amelia mientras sacaba la envoltura del chupete.
—Que los señores de esa casa son mis abuelos.
—Si tú dices que son tus abuelos, pues te creo. Pero es raro que no te hables con ellos, ¿no crees?
—Lo sé. Pero una vez mi abuelo me saludó —dijo Carolina.
—Eso no es hablar. Yo siempre saludo al señor de la puerta y eso no quiere decir que sea mi abuelo —dijo Amelia y empezó a reír debido a la ocurrencia.
Carolina se quedó callada. Miró con zozobra el patio del colegio y un rato después se levantó del asiento del quiosco.
—Disculpa, no quise molestarte —repuso Amelia.
—No, no pasa nada, vamos —dijo Carolina y volvieron al salón en silencio. 
Al sonar el timbre de la salida, Carolina guardó rápido sus cosas y fue directo a la casa de sus abuelos. Desde la esquina en donde iba siempre, miró si salía alguien. Como no vio a nadie, se armó de valor y fue hasta el jardín, subió las escaleras y tocó el timbre. Al rato, salió una señora, alta, de caderas anchas y bien vestida. Era su abuela. 
—¿Busca a alguien, señorita? —preguntó al verla.
—No, disculpe, me equivoqué de casa —dijo al instante tapándose un poco la cara debido al sol y descendió rápido las escaleras. Caminó hasta la esquina y al doblar, corrió, nerviosa. «Aish, qué tonta eres», se dijo al ver que la señora ya no la veía. Y con los ánimos por los suelos, volvió a su casa.
—¿Te pasa algo, hija? —preguntó su madre cuando la vio entrar.
—Sí, vi a mi abuela y no supe qué decirle.
Su madre tampoco supo qué decir y solo la abrazó. Carolina vivía solo con su madre en una pequeña pensión a varias cuadras de la casa de sus abuelos. Su padre había muerto cuando ella había nacido, y un día, revisando los cajones de su casa, encontró varias fotos de él y su familia, y al observar bien las imágenes, reconoció en una de esas a los señores de aquella gran casa: más altos, más jóvenes, pero sin duda alguna, eran ellos, sus abuelitos.
Carolina no quiso hablar más sobre ello y se metió a su habitación. Abrió su mochila y empezó a dibujar en su cuaderno a sus abuelos, a su tía y a sus primos junto a ella, y a su madre y a su padre también, como si fuera una foto familiar grande en donde todos salen abrazados y sonriendo. Cerró su cuaderno y se echó a dormir.
Al día siguiente, en la escuela, mientras revisaba su cuaderno, encontró el dibujo que había hecho y lo empezó a pintar. Amelia se sentó a su lado y le preguntó que qué hacía. «Termino de pintar a mi familia», dijo ella. Amelia miró con curiosidad el dibujo y le dijo que estaba bonito. «Gracias», respondió Carolina y guardó el cuaderno en su mochila. 
Al salir del colegio, se dirigió a la casa de sus abuelos y desde la misma esquina de siempre, se sentó y sacó su cuaderno para ver el dibujo que había hecho. De pronto, vio que de la puerta grande salió su tía en dirección a la tienda. Carolina pensó que sería un bonito regalo dejar el dibujo en la puerta antes de que vuelva. Se levantó, arrancó la hoja del cuaderno, corrió hasta la puerta y lo deslizó por debajo. Cuando su tía volvió y abrió la puerta, descubrió el dibujo. Lo recogió, miró a los lados y se metió a la casa.
Carolina corría por las calles, emocionada, pero también sollozando, como si hubiera cometido un delito. Unas cuadras antes de llegar a su casa, se detuvo. Se secó las lágrimas, respiró despacio, como si nada pasara. Entró a su casa, saludó a su mamá sin decirle nada y entró a su habitación. Abrió su mochila, sacó su cuaderno y, casi por instinto, empezó a escribir una carta.

Para mis abuelitos de Carolina.

No sé si me conozcan, pero yo sí a ustedes. Me llamo Carolina, pero me dicen Caro, soy hija de Aurelio, su hijo. Tengo nueve años, pero dicen que soy bien grande para mi edad. En el colegio tengo pocas amigas, pero me junto más con Amelia, ella es muy amable conmigo. Me gustan mucho las películas de amor, todos los fines de semana veo una con mi mami Elena. También me gusta muchísimo el verano, porque mi mami me lleva a la playa y jugamos todo el día con la arena y el mar, pero todavía no sé nadar muy bien. Solo quiero que sepan que los quiero mucho, aunque nunca hemos hablado. Mi mami dice que no debo porque tal vez pensaran que queremos algo de ustedes, y tiene razón, yo lo único que quiero es una familia. 

Escuchó que su mamá abría la puerta y tapó la carta con su mochila.
—¿Todo bien, hija? —preguntó su mamá.
—Sí, mamá, tengo mucha tarea.
—Está bien, hijita —dijo su mamá, mirándola extrañada mientras cerraba lentamente la puerta.
Cuando se fue, arrancó la hoja de su cuaderno, la puso en un sobre y la metió en su mochila. 
Al día siguiente, en la escuela, le contó a Amelia de la carta. 
—¿Estás segura de darles la carta? —preguntó Amelia.
—Sí, a la salida iré y pondré la carta debajo de su puerta —respondió Carolina, sin dudar.
—Bueno… —susurró Amelia.
—¿Qué pasa? —preguntó Carolina.
—Nada, no lo sé, solo no me parece buena idea. No sabes nada de ellos, no sabes cómo son ni qué pensarán cuando lean tu carta.
—Sí, pero… Solo quiero que sepan que soy su nieta.
Sonó el timbre de salida y Carolina guardó sus cosas. Amelia se ofreció a acompañarla. «No, prefiero ir sola», respondió. Amelia entendió y se despidió de ella. «Suerte», dijo, antes de irse. 
Carolina caminó despacio, nerviosa. Pensó en lo que le había dicho Amelia. ¿En realidad sabía cómo eran sus abuelos? Su madre le había hablado muy poco, casi nada de ellos. Pero sí de su padre, que era muy amable y atento. Se aferró a esa posibilidad, si él era así, sus abuelitos tendrían que ser iguales. 
Siguió caminando, imaginando qué podría pasar. Tal vez ni tomarían en serio la carta, la leerían y la tendrían por ahí, guardada, olvidada. O tal vez, pensó, les gustaría saber de mí. Sonrió al pensar en aquella posibilidad. 
Al llegar a la esquina, se ocultó detrás del poste de luz y miró detenidamente a la casa. Pasaron varios minutos y nadie salía. Era el momento, pensó. Sacó el sobre de su mochila y caminó, despacio, mirando a todos lados. Cuando se encontró en la puerta y se agachó para dejarla debajo, alguien salió, despacio, y, al mirar abajo, vio a la niña soltando el sobre. Era su abuela. Carolina se espantó y echó a correr. La señora empezó a gritar: «¡Niña, niña!», pero Carolina no volteó. «Se te ha caído algo», dijo luego, y levantó el sobre, extrañada, y un momento después lo abrió.
Carolina no volvió a pasar por esa calle. Se sintió muy avergonzada después de lo que sucedió y no quiso contarle a nadie. Llegaba del colegio y se encerraba en su habitación. Su madre notó el comportamiento extraño de su hija y no dejaba de preguntarle qué sucedía. Ella decía que nada, que solo se sentía cansada. Unos días después se sintió mal, o creía sentirse mal, y no fue al colegio. Faltó cerca de tres días. Amelia, preocupada, fue a buscarla a su casa a dejarle la tarea de esos días. Su madre salió y conversaron. Amelia quería saber cómo estaba Carolina. Su madre le dijo que le dio fiebre y que por eso no pudo ir a clases. Luego, al ver que Amelia callaba, le preguntó si sabía algo que ella no. Amelia solo le comentó de una carta que ella le había escrito a sus abuelos. Su madre lo entendió en ese momento. 
Cuando Amelia se fue, su madre se dirigió a la habitación de Carolina. La vio dormida, volvió a cerrar la puerta, cogió unas cosas y salió. Fue a la casa de los abuelos de Carolina. Tocó la puerta y esperó. Salió la señora y le preguntó qué deseaba.
—Hola, señora Natia. Seguro no me recuerda. Me llamo Elena.
—Elena —dijo Natia, y la miró con cautela, intentando recordar.
—Soy una exnovia de Aurelio. Creo que mi hija ha estado viniendo a dejarle recados. Le pido disculpas. Es solo una niña.
—La niña que vino es su hija —dijo, sorprendida—. ¿Entonces es cierto lo que dijo?
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó Elena, sin saber a lo que se refería.
—Que ella es hija de Aurelio. 
Elena se quedó callada y pensó. En los diez años que habían pasado desde la muerte de Aurelio, nunca se atrevió a decirles sobre Carolina. Ellos no la conocían y ella no sabía cómo iban a reaccionar. Decidió cuidarla sola.
—Sí —respondió.
Natia la miró, hizo un gesto de duda, pero su rostro expresaba cierta emoción. 
—Quisiera verla —dijo, unos segundos después.
—Señora Natia, yo no quiero incomodar a nadie ni que piense que busco algo de ustedes, quisiera que dejemos pasar esto. Yo hablaré con ella y le explicaré las cosas... 
—No, quiero verla, he dicho —repitió la señora interrumpiendo el discurso de Elena.
—Ella ahora está durmiendo, ha estado un poco enferma estos días, disculpe —dijo Elena.
—Vengan mañana o cuando puedan, quiero verla —volvió a decir.
Elena asintió y se fue.
Al llegar a su casa, entró a la habitación de Carolina y la vio despertar.
—Mami —dijo Carolina.
—Hijita, ¿cómo te sientes? —preguntó su madre.
—Mejor, mami.
—Está bien, mi amor. Descansa. Mañana hablamos, ¿si? —y le dio un beso en la frente.
Carolina se acomodó y volvió a dormir, sin imaginar la conversación que su madre había tenido con su abuela.
Al día siguiente, Carolina volvió a la escuela con normalidad y se sorprendió al ver que, a la salida, su madre la esperaba para irse con ella. Ella la abrazó y caminaron en la dirección que ella tomaba para ir a ver sus abuelos. Carolina tuvo un sobresalto, pero no dijo nada. Cuando estuvieron al frente de la casa, Carolina apretó fuerte la mano de su madre y la miró, nerviosa, pero con una sonrisa. «Alguien quiere verte, amor. Te comportas, ¿está bien?», dijo y Carolina solo asintió. Subieron las escaleras y tocaron la puerta. Salió la tía y, al ver a Elena y a la niña, llamó a su madre.
—Hola, señora Natia —dijo Elena al verla.
—Hola —agregó Carolina, tratando de esconderse detrás de su madre.
—Tú eres Carolina —dijo la señora, y se agachó un poco para verla—. Eres igual que tu padre —susurró, emocionada. Y no pudo evitar soltar una lágrima. Su tía se encontraba detrás y se acercó. La miró y le preguntó si ella había hecho este dibujo, y le mostró el papel.
—Sí —dijo Carolina.
—Está muy bonito —respondió su tía.
—Gracias —dijo Carolina.
La señora Natia las invitó a pasar y le dijo a Carolina que había leído su carta. Carolina sonrió, tímida. Su abuelo Augusto bajó a la sala, las saludó y la miró atentamente. No había dudas, tenía todos los gestos de Aurelio y se conmovió al recordar a su hijo. Un rato después, tocaron la puerta. La movilidad había traído a sus primos del colegio. Su tía le presentó a Romina y a Esteban. Carolina, con una sonrisa de lado a lado, no creía lo que vivía. Su abuela le hacía muchas preguntas, la mayoría relacionadas a la carta que había escrito. Carolina respondía tímida, pero detallaba mejor lo que había escrito en la carta. La señora Natia la miraba con ternura y su abuelo también. Habían sido como su madre había descrito a su padre, y por fin, después de mucho tiempo, se sintió en familia.
Carolina, mientras tomaba el té, miraba a sus abuelos y recordaba, en cuestión de segundos, cómo fue que había llegado aquí hace ya más de quince años junto a su madre, a la vez que miraba con ellos las fotos de su padre cuando era un niño. Se veía idéntica a él en aquellas fotos amarillas y lo imaginaba a su lado, como en el dibujo que había hecho de él y de toda su familia.