lunes, 10 de febrero de 2020

Pacto

Nos vimos en varias ocasiones. Ella me detestaba y yo a ella, pero ahí estábamos, en el mismo lugar de siempre, actuando más y hablando menos, porque cuando empezaban los reclamos, no había guerra más larga que la nuestra, y ambos lo sabíamos. Por eso evitábamos a toda costa hablar de nosotros, del pasado, de lo que pudo ser y no fue. Por ejemplo, ya no me preguntaba qué era de mi vida, si estaba con alguien o no. Y yo seguía el mismo juego, que lo entendimos al saber que estábamos de acuerdo en no estarlo. Era la única forma de llevarnos bien, de convivir a pesar de nosotros. Recuerdo que una vez le dije que de haberlo sabido antes, tal vez hubiera funcionado. No se rio, como pensé que haría, y volvimos al juego de viajar en el tiempo, de recordar la primera vez que la engañé, la primera vez que me engañó, que se vio con mi mejor amigo a escondidas y que yo hice lo mismo con su mejor amiga. «¿Qué clase de amigos tenemos?», pregunté aquella vez al recordarlo. «Dignos de nosotros, tal vez», respondió, sin una pizca de duda. Eran ratos de silencios compartidos, de miradas ocultas, donde reflexionábamos juntos y, curiosamente, donde había mayor complicidad. Ella siempre quiso entenderlo todo y yo nunca quería darle respuestas. A mí me gustaba dejarla con la duda porque adoraba sus gestos cuando se llenaba de curiosidad. Empezaba a llenarla de besos para que lo olvidara, para hacerla reír en sus arranques de enojo, mas no era suficiente, ni siquiera con lo que seguía después. Pero aquellas reacciones fueron al comienzo de todo, cuando aún no habíamos descubierto cómo éramos en realidad. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para darnos cuenta. «Pensé que ni bien termináramos te irías», comentó, sacándome del trance. La miré un momento mientras se vestía y pensé cuidadosamente lo que diría, pues sentía paz y no quería perderla. «Esta vez quiero quedarme, ¿puedo?», pregunté. «Ah, bueno, está bien. Qué milagro...», añadió, susurrando, sin mirarme. Era cierto, normalmente me iba temprano. No me gustaba quedarme en su departamento, sentía algo de culpa cada vez que aceptaba ir a verla de nuevo y por ello creía que era mejor irme antes del amanecer, además de que podíamos evitar cualquier discusión. Era como parte del pacto que teníamos pero que nunca habíamos hecho. Sin embargo, aquella vez, recuerdo, tuve un día largo. Había salido tarde del trabajo cuando de pronto me llegó su mensaje preguntándome si quería verla. «Ok», le respondí, sin más. Así eran nuestros chats: concisos. Un rato después me abría la puerta y yo dejaba mis cosas en su sala. No nos decíamos mucho, como parte de nuestro ritual. Se metía a su habitación y apagaba las luces y yo iba un momento después. Creo que no existe nada más egoísta, pero así sucedía y así éramos. Yo sabía que ella se sentía sola, pero su orgullo no le permitía ni que lo sospechara. Algo que a veces llamaba mi atención, era que a pesar de que lo hacíamos por horas, no dejaba ni un momento que la acariciara, por eso ya ni siquiera lo intentaba. Siempre sentí la situación como cuando uno es infiel y siente que está haciendo algo malo, pero igual lo hace, porque está allí, porque ya no importa nada. Sin embargo, no todo era despecho y egoísmo, a veces era inevitable reír un poco, por los buenos recuerdos, porque hubo, y por las tonterías que decía yo o por los adjetivos calificativos que me decía ella y que cada vez eran más ingeniosos. Aun así, no sabría decir de qué manera ella pensaba en mí. No siempre que me decía para verla yo iba y viceversa. Coincidimos en ocasiones, sin novedades, como si unos meses no significaran nada y a veces hasta años. Besarla se sentía igual, y aunque nunca se lo decía, yo sabía que ella lo sentía así por la mirada que me daba después de cada beso. Pero a pesar de ello, ya no había la emoción de entonces, la impaciencia, las ganas, el entusiasmo de abrazarla fuerte y besarla con cariño, con amor. La última vez que la vi, noté que había estado llorando. No dudé en preguntarle si se sentía bien, rompiendo con nuestro pacto que más parecía una tregua. Ella se secó las lágrimas y volvió en sí, como si nada hubiera pasado. «Estoy bien», aseveró, y empezó a desvestirse. No pude ser indiferente y le pedí que me dijera, que a pesar de tanto y de todo, no quería verla así. Se negó a hablar y sentí su angustia, su impotencia. La detuve despacio, la miré a los ojos y le dije que esta vez no, que aunque pensáramos lo contrario, sí podíamos hablar. Me cogió las manos y me las sacó de su rostro. Las juntó y me pidió, por favor, que después de esta noche jamás vuelva a verla. Daphne se casó a los meses con un compañero de su trabajo. Me enteré por Camila, una amiga de su prima, al ver unas fotos que compartió en su Instagram. Se veía feliz, como nunca antes la había visto, y fue allí que entendí muchas cosas. Me alegré por ella y pensé en escribirle para felicitarla, pero opté por no hacerlo. No era preciso, no había por qué. Me bastaba con saber que había encontrado a alguien y que era feliz.