jueves, 15 de junio de 2017

El balón

Los primeros minutos de la mañana, antes de empezar la formación, lo aprovechábamos jugando fútbol en el campo del medio con una botella de plástico; sin embargo, ese día nadie llevó una. 
Sabíamos que en cualquier momento bajaría de su oficina el Director del colegio —un oficial del ejército peruano que vestía un traje con varias distinciones pegadas a la altura del hombro— junto a los docentes y los auxiliares para realizar la rutina de la formación que, después de tantos años, nos parecía absurda. “¡Firmes! ¡Descanso! ¡Atención!”, eran las órdenes que recibíamos por parte del auxiliar para alinearnos y estar atentos, como dictaba la última frase.
Luego de que izaran la bandera, empezaba a oírse el sonido de las trompetas a través de los parlantes para cantar el himno nacional, colocando la mano en el pecho, a la altura del corazón —acto de solidaridad creado por futbolistas peruanos en el mundial de México 70’ en memoria de las víctimas por una tragedia ocurrida en aquel entonces—, para luego gritar: “¡Viva el Perú! ¡Viva!”, demostrando así lo patriotas que éramos. Acto seguido, sonaba el tedioso himno del colegio que, me temo, ya no recuerdo bien la letra, y, antes de escuchar las palabras del Director, nos persignábamos para rezar un padre nuestro y un ave maría. El ritual se repetía todas las mañanas, de lunes a viernes, de la misma manera, o tal vez en distinto orden, para al final gritar tres veces el lema del colegio: “Trabajo, amor y disciplina”, y pasar a retirarnos a nuestros respectivos salones.
Era otoño, aunque no podría precisarlo; vestíamos camisas blancas, pantalones grises y llevábamos las chompas amarradas a la cadera por si algún viento fuerte llegaba. Los primeros en llegar temprano elegían a los integrantes de su equipo señalando a los que estuvieran ahí sin importar qué tan buenos o malos fueran, con el único afán de aprovechar el tiempo y divertirnos. Roberto nos dijo que buscáramos una botella de plástico para usarla de balón, pues ese día no nos tocaba Educación Física y no contábamos con uno. Nos apresuramos porque solo nos quedaba diez minutos antes iniciar la formación. Fuimos al quiosco, una pequeña tienda que quedaba al lado de la puerta principal, pero estaba cerrado, buscamos en los almacenes de limpieza pero ya se habían llevado todo. Entonces, al no encontrar una botella, vimos, cerca de donde construían nuevos salones, un grumo de yeso o de cemento, mezclado con trozos de botellas de plástico, piedras, periódicos y bolsas. Al ser lo único en tener forma esférica, aunque era casi como un puño, decidimos usarlo para empezar el partido. No pesaba mucho, pero sí más que un balón normal, y al patearla, debido al grueso de la punta de nuestros zapatos escolares, no nos hacía daño.
El juego inició sin problemas. Corríamos detrás de ese balón improvisado dándonos empujones y golpeándonos, con la intención de clavarlo en el arco contrario —que en este caso era cualquiera— a pesar de que, debido a su forma, de dimensiones inexactas, solo iba arrastrado por los suelos. Fue entonces que el objeto llegó al arco en cámara lenta tras un mal tiro, y el portero, al ver que venían varios a su área, lo cogió con las manos para gritar: "¡Salimos!", lanzando ese balón hecho de yeso y de otras cosas más por los aires. Parecía un meteorito dando vueltas y serpenteando los trozos de papel periódico y de bolsas que tenía incrustado. Debido al peso y a la forma extraña que tenía, descendió con rapidez e impactó en la cabeza de Juan, empujándolo de cara al suelo y rompiendo sus lentes al instante. Todos corrimos a verlo sorprendidos por el fuerte golpe. De su cabeza empezó a brotar chorros de sangre, que se cogía con la mano izquierda mientras que con la derecha buscaba sus lentes, o lo que quedaba de ellos. Lo ayudamos a levantarlo y a recoger los restos de los cristales y las varillas que se encontraban partidas en dos. Él lloraba de dolor y nosotros no sabíamos qué hacer, pues al igual que Juan, estábamos muy asustados, aunque él, sin duda, había llevado la peor parte. Tuvimos suerte, pudo caerle a cualquiera de nosotros, pensé en ese momento y años después, como ahora. 
Después de unos minutos, llegó la auxiliar Irene, avisada por Felipe, quien, debido al susto, no supo explicarle lo que había pasado. Apresuró el paso al vernos a todos reunidos en medio del campo rodeando a Juan, quien seguía derramando sangre por la cabeza. Cuando vio la escena gritó, llena de pánico: “¡¿Qué ha pasado?!”. Lo cogió de la mano y se lo llevó de inmediato al tópico, pues Juan no dejaba de tocarse la cabeza con llantos y lágrimas en los ojos. Días después, Juan apareció en el salón con la cabeza parchada, con lentes nuevos y listo para volver a jugar, sin saber nada de lo que había pasado luego.
Lo último que recuerdo de ese día fue vernos a todos los involucrados del partido en la sala de dirección, parados y pegados al filo de la pared, esperando una sanción o una papeleta, que era lo peor que podía pasarnos. Nos mirábamos las caras, asustados, sin saber qué pasaría con nosotros. Nunca habíamos estado en esa oficina que, se decía, nada bueno podía pasar. Y aunque estábamos juntos y podíamos compartir el miedo, así como el castigo, no iba a ser lo mismo con los golpes en la casa.
Al cabo de unos minutos, el Director entró y cerró la puerta. Con un gesto serio y sin mirarnos a la cara, se sentó en su oficina, acomodó algunas de sus cosas y nos preguntó, sin más, qué había pasado, cómo es que uno de nosotros había terminado con la cabeza rota en un partidito de fútbol. Todos tragamos saliva, nadie habló. Solo se oía el sonido del ventilador en el techo y nuestra respiración cada vez más agitada. Éramos solo unos niños pavos de cuarto de primaria que lo único que queríamos era jugar fútbol. No nos atrevíamos a explicar lo que había pasado por miedo a ser expulsados, pues la culpa era de todos por jugar con un objeto como ese. Y mientras que la oficina del Director se llenaba de silencio y de miedo, nos miraba a cada uno esperando una respuesta, como un león acechando a su presa. 
—¿No van a decir nada? —preguntó el Director. 
Yo sentía ganas de decir algo, pero la voz no me salía, y solo me imaginaba haciéndolo sin temor a las consecuencias. Pero la realidad era distinta y no me hubiera atrevido, ni siquiera los más avispados del salón, como Roberto o José, ni el zambo Benji, que era el más achorado de nosotros. 
—Bueno, ya que no quieren hablar, tendré que llamar a sus padres —dijo el Director, amenazándonos. 
Pero de pronto, salvándonos del interrogatorio y, tal vez, de una posible papeleta, uno de nosotros dio un paso adelante y habló, nervioso, como si tartamudeara, diciendo que el golpe fue por el balón con el que habíamos jugado, que alguien lo lanzó por los aires y terminó impactando en la cabeza de Juan. Todos lo miramos atónitos, pues había sido el mismo arquero, Rafael, quien confesó el hecho, tal vez movido por la conciencia, pero sin intención de declararse culpable. Ante tal afirmación y para nuestro asombro, el Director no preguntó quién fue y solo nos dijo que nos retiráramos, pero que antes le dijéramos con qué clase de balón habíamos jugado.