jueves, 15 de diciembre de 2016

Abandono

Mi padre nos abandonó cuando yo recién había cumplido un año de nacido. Mi madre, que llevaba casada solo dos años con él, llevó la peor parte, sobrevivir como madre soltera en una época en que el país pasaba por un momento de crisis, recesión, inflación y desempleo.
Mi madre y yo vivíamos en casa del tío Luis, su hermano mayor y el único tío que yo conocía, junto a su esposa, la tía Érica. Vivíamos, o sobrevivíamos, en un barrio humilde de Surquillo, con todas las proezas que hacen las familias para salir adelante. Mis tíos trabajaban en una textilería, se habían dedicado a ello desde que el abuelo Marcelino, al llegar de Cajamarca, entró al negocio de producir y vender prendas de vestir. No tuvieron hijos por problemas de fertilidad. Recuerdo verlos ir y venir del doctor con una cara de desdicha y desánimo, y yo le preguntaba a mi madre, con la inocencia de un niño, por qué no tenían hijos, y ella solo atinaba a decirme que Dios sabe porque hace las cosas. Sin embargo, debido a ello, fui el engreído de la casa por mucho tiempo, hasta que, años después, adoptaron a Ricardo, mi primer y único primo hermano. 
Mi madre, que me había tenido muy joven, a los 22 años, se dedicó a trabajar arduamente para darme lo mejor. Era camarera en el restaurante de un amigo del tío Luis, llamado Manuel Romero. Manuel, poco después de conocer a mi madre, empezó a visitarnos cada domingo. Llevaba canastas llenas de víveres para el resto de la semana y me traía regalos cada vez que podía. Con el tiempo se enamoró de mi madre y ella de él, y, como suele suceder cuando dos personas se atraen, llegaron a ser novios. Era un buen hombre, alto, criollo, de bigotes estilizados, tenía el rostro acomodado, duro, pero una sonrisa bonachona delataba su humildad. Sin embargo, a pesar de sus buenos tratos, jamás llegué a decirle padre, y solo lo llamaba por su nombre de pila: Manuel.
Tenía pocas fotos de mi verdadero padre, y todas eran de cuando era muy joven. No sabía mucho de él, salvo que se llamaba Rogelio Ayala, que era electricista, que había nacido en Ayacucho y que tenía 27 años cuando se fue en un viaje a la sierra con sus compañeros de trabajo para no volver. Yo solía engañarme pensando que algún día volvería, que había viajado lejos para llevarnos con él, pero, por más que lo deseaba, jamás sucedió. 
Yo solo era un niño que había crecido sin su padre, y quería, como los demás niños de mi colegio, celebrar la dicha de tenerlo a mi lado cada tercer domingo de junio, y si era posible, lo que quedaba de la vida. Recuerdo que oraba mucho pensando en él, pues, aunque suene inaudito, jamás le guardé rencor, como cualquiera pensaría, y fue debido a que mi madre nunca me habló mal de él, porque a pesar del hecho de abandonarnos, que desde luego fue fatal y difícil, nunca tocó el tema con rabia u odio, por ello yo deseaba que algún día vuelva para ser la familia que nunca fuimos. Crecí a imagen de mi tío Luis hasta los 12 años, edad que tenía cuando mi madre formalizó su relación con Manuel contrayendo matrimonio. 
Las cosas, sin duda, habían mejorado, y tenía la certeza de que seguirían por ese rumbo, pues con una familia formada con un padrastro que ya conocía de tiempo, y con la fortuna de que era un hombre bueno conmigo y sobre todo con mi madre, nada podría salir mal. Manuel velaba para que nada faltara en casa, pero, lo que más aprecié de él, fue la comprensión y apoyo que tuvo cuando, años después, el tío Luis caería enfermo a causa de un paro al corazón, poniendo en aprietos a toda la familia, principalmente a la tía Érica y a mi primo Ricardo.
A los diecisiete años, después de haber conocido a mi primer amor y de haber pasado todas las etapas que conllevan las relaciones a temprana edad: la ilusión, el enamoramiento, el desamor... Emprendí un viaje gracias al apoyo de Manuel. Tenía un primo en Italia ya establecido y quería que yo vaya y aproveche la estadía. 
No fue fácil irme, pero era una gran oportunidad. A mi madre, aún joven, le costó hacerse la idea de que no me vería en mucho tiempo, pero sabía que allá me iría mejor, curioso pensamiento de las personas que creen que en otros países el futuro está asegurado, cuando en realidad es un sacrificio tan o igual de parecido del que se hace en un país como el nuestro. Y viendo que a mi madre le iba bien al lado de Manuel, y con aprobación de ella, la única que quería y que me importaba, viajé.
Partí a fin de año mientras hacía todos mis papeles para estudiar allá. Me instalé en Roma, en casa del primo de Manuel, llamado Alejandro Romero. Era un hombre agradable, alto, robusto, de unos 35 años, y era publicista. Extrañaba mucho el Perú, decía, ya llevaba más de una década en Roma desde que se fue a fines de los años 80, tiempo en que el país vivía una crisis económica y social, y que obligó a muchos peruanos a emigrar y dejarlo todo en busca de nuevas oportunidades.
Al llegar, tuve que trabajar lo que quedaba del verano para luego empezar a estudiar en alguna carrera técnica y sobrellevar mi estadía. Empecé como camarero, al igual que mi madre, en un restaurante latinoamericano que quedaba cerca al departamento donde vivíamos. Alejandro vivía solo, tenía pareja pero no convivían juntos, se llamaba Alondra y era unos 5 años menor que él. Era una italiana de cabellos largos y ojos claros, de contextura delgada y de un dominio total de los idiomas al ser Traductora de profesión, y ya llevaban tres años juntos. Según me cuenta Alejandro, Alondra era la última de cuatro hermanos, dos hombres y una mujer, y su madre, de unos casi 70 años, se encontraba delicada de salud por los mismos estragos del tiempo, y ella era la única que se hacía cargo, mientras que los demás vivían sus vidas como si nada pasara, esperando recibir algo del legado de su madre cuando ya no siga en este mundo. Por lo tanto, Alondra no podía dejar a su madre por el momento, y Alejandro lo entendía y la apoyaba. Pensé que esas cosas solo sucedían en mi país, por una cruel realidad en que los hijos, de manera egoísta, se olvidan de los padres cuando ya son mayores, mientras entre hermanos se pelean por la herencia que podrían llegar a tener.
Años después, cuando ya estaba estudiando y me faltaba poco para terminar, haciendo prácticas en una empresa de mantenimiento de transporte en el área de logística, supervisando los repuestos que llegaban para su posterior envío, conocí a un señor llamado Roger, de casi unos 50 años o más, era de estatura promedio, de tez opaca, de un rostro acabado, cansado, parecía haber envejecido de manera apresurada, el trabajo duro, pensé. Había llegado a Roma hace unos 20 años, era de Perú, y trabajaba como transportista en la misma empresa.
Un día, al enterarse de que yo también era de Perú, se ofreció a llevarme en el camión que trabajaba para conversar, como lo hacen todos al ver a un compatriota en el extranjero, y de paso dejarme en donde me hospedaba, que ya no era en el apartamento del tío Alejandro, sí, con los años llegué a decirle tío, sino en un hotel que quedaba al frente de la Estación Termini, la principal estación del tren de Roma, la cual me dejaba cerca al instituto y al trabajo.
¿Eres de Lima, cierto?, me preguntó, antes de colocar la llave y prender el motor del camión. Sí, contesté, de Surquillo. Ya veo, me dijo. Y qué te trae por aquí, muchacho, preguntó. Trabajo, estudio, buscar oportunidades, contesté. Lo mismo que todos, dijo. Yo viví en Lima muchos años, luego tuve que viajar por motivos de trabajo. Pero nací en Ayacucho, añadió. Fue en ese momento que tuve una curiosa unión de hechos y de lugares, y le dije que mi padre también había nacido allí. Curioso, me dijo, tal vez lo conocí, el mundo es muy pequeño, sabes. Tiene razón, pensé. Es muy pequeño, repetí, susurrando.
Al llegar a la estación, le agradecí por haberme traído, y me dijo que no había problema, que de aquí tenía que dejar algunos repuestos a las sucursales de la empresa, y que luego se iría a casa. Vaya con cuidado, le dije, al bajar del asiento del copiloto. Igualmente, respondió, mirándome desde la ventana, haciendo un gesto de una complicidad que yo no entendía. 
Me quedé pensando en la frase: “El mundo es muy pequeño”. ¿Qué tan cierto podría ser? ¿Sería posible que, dos personas unidas por sangre y separadas por un acto irresponsable, tal vez, cobarde y egoísta, se podrían encontrar tan lejos? No tenía respuesta, y tampoco quería llenarme de angustias pensando que algo así podría pasarme, como si de una película barata se tratara, con un guión predecible y complaciente, y reí al pensar semejante locura. Sin embargo, aquí en Roma, escuchaba decir a la gente, todo era posible.
Nos veíamos en el trabajo dos o tres veces por semana, dependiendo de la cantidad de envíos que le tocaba hacer, y conversábamos en el Lobby o en la cafetería sobre el clima de la ciudad, los problemas del Perú, los cambios que se estaban dando y sobre todo, de la comida que ambos extrañábamos. 
Habíamos formado una buena amistad a pesar de la diferencia de edad, pues era reconfortante encontrar a alguien que venía de tan lejos como yo, para no sentir tanto la distancia y mantener ese ánimo que une a los peruanos cuando están lejos de su país.
Un día, saliendo del trabajo, me invitó a tomar unos tragos, y yo acepté con gusto. Al llegar al bar, pidió un Ron para sentirnos en casa, y un Negroni, uno de los tragos más importantes de Italia. Nos sentamos en la barra del bar y comenzó a decir que el trabajo lo tenía cansado, que ya llevaba años manejando sin llegar a ninguna parte, curiosa metáfora, pensé. Necesito algo nuevo, continuó, el problema es que a mi edad es difícil hacerme con otro trabajo, sirviéndose más ron y a mi vaso también. Comprendo, dije, tomando un sorbo. Pero ha pensado en volver al Perú, pregunté. Las cosas han mejorado, como usted sabe, añadí. Sí, me dijo. Tengo esa idea rondando en mi cabeza desde hace mucho tiempo. He ahorrado algo, podría irme cuando quiera, pero no estoy seguro si todavía pertenezco allá, agregó, alzando el vaso y volteando la cabeza para pedir otra botella y más hielo. El bar estaba lleno de gente local y extranjera, la mayoría de ellos trabajadores que recién salían de laborar. Yo cogía mi vaso y bebía a sorbos el ron, era distinto, más fuerte, pensaba. Se ha acostumbrado a Roma, le dije. Por supuesto, respondió, tengo años viviendo aquí, además, las mujeres son más comprensibles que allá en Perú, si entiendes lo que quiero decir, agregó, guiñándome el ojo. Claro, entiendo, le dije, con una media sonrisa. Me miró y bajó la mirada a mi trago, toma, no es café, agregó, riendo. Y me bebí todo el vaso de un tirón, salud, dije. Salud, respondió, chocando los vasos. Pero acaso no tiene familia allá, pregunté, sintiendo una curiosidad por su pasado. La tuve, dijo, pero no creo que quieran saber de mí, añadió, golpeando el vaso en la barra. Por qué dice eso, pregunté, es su familia, desde luego que les gustaría saber de usted. No, dijo en el acto, cambiando su expresión de algarabía a nostalgia. No creo que quieran verme, agregó. Cogió su vaso y se sirvió un poco de Negroni y luego llenó el mío. Los abandoné, dijo, de pronto, como lamentándose. A mi esposa y a mi hijo, cuando recién el bebé cumplía un año de nacido. Fue entonces que un fuego corrió dentro de mí, sentía que el trago subía y bajaba, ya llevábamos no sé cuántas copas, era de noche, afuera estaba nevando, la gente pasaba con casacas más grandes que su cuerpo y guantes y ponchos, como les decía yo. Su respuesta fue rápida, concisa, lo dijo de manera que pude sentir su remordimiento, con una pena que sus ojos no podían evitar. Entonces, atando cabos, sabiendo que él era el mismo hombre, y motivado también por el alcohol que llevábamos tomando, dije: Soy yo, dejando caer el vaso al suelo, estrellándose contra el piso del bar y volando en miles de pedazos, como mi corazón al haberle confesado a ese hombre que era yo el niño que había abandonado hace ya 22 años junto a mi madre, dejándonos a nuestra suerte en un barrio humilde de Surquillo, viviendo ella sin un esposo y viviendo yo sin un padre.