jueves, 3 de diciembre de 2015

Sesión

El hombre había llegado tarde a la estación. Por primera vez notó lo viejo que estaba aquel lugar, «los años no pasan en vano», pensó. Dicho escenario se asemejaba a un desierto, ajeno y solitario, pues, al parecer, todos habían partido a su destino. Fue entonces cuando advirtió que debido a la escasez de vagones el tren no volvería a pasar en más de una hora. Inusual situación puesto que la puntualidad era parte de su vida, y precisamente aquel día tenía asuntos muy importantes que resolver. Ella, como nunca antes, estaba en la hora. Decidida y con la mirada fija al reloj, esperaba impaciente en el juzgado, junto a su abogado, el olvido, para iniciar de una vez la sesión. 
Todo en la vida del hombre había sido una injusticia, por no decir 'mala suerte' porque él no creía en invenciones como esas. Aunque cualquiera lo pensaría dos veces debido a los constantes conflictos que tenía con él mismo y con la vida. 
El amor de ellos había caducado hace mucho tiempo atrás, pero ella aún lo recordaba a pesar de que siempre lo acusó de ser el culpable de ponerle fin a su historia. El hombre tenía una soledad que no lo dejaba vivir una vida como la que ella hubiera querido vivir junto a él. Solo necesitaba el exilio, sus libros y su espacio, porque el amor era solo una fuente para seguir escribiendo, pero al mismo tiempo todo este afán, esta locura de plasmarlo todo, hacía que se olvide de ella, la denunciante de aquel amor perdido. 
El juzgado tenía un portón gigante, como las mismas puertas del infierno en la que los fieles dicen creer. El pasaje era un camino sin fin, o tal vez solo era parte de su pesadumbre por la inesperada demora. Efectivamente, el hombre no llegó a la hora. Lucía cansado, sucio e impresentable por la premura. Ya de por sí el vivir una vida bohemia había masacrado su aspecto. Sus ojos tristes, su voz cortada, ronca por los años y por los excesos, le daban más pruebas a los testigos para declararlo culpable.
Al percatarse de su llegada, la mujer lo miró con odio y con dolor porque en su momento lo llegó a querer mucho. Ni uno de los dos podía creer lo lejos que habían llegado. Ella hizo todo lo posible por salvarlo de esa vida improvisada que él llevaba, no sabía cómo transformar esa melancolía tan extraña, tan única que lo obligaba a narrar, con una pasión indescriptible, lo que él vivía. Pero, y a pesar de todos sus intentos, jamás logró hacerlo. 
La indiferencia, la noche y los ruidos que ya no alertan a nadie se convirtieron en los cimientos que le dieron fin a ese romance que en un inicio parecía cumplir con todas las expectativas de una vida larga y llena de amor. Sin embargo, no fue así. Él se aferró a ese mundo que ella no entendía, se despojó de lo que muchos buscan sin signos de arrepentimiento. 
Frente a todos se declaró culpable, no mostró dudas en su testimonio, sus palabras volaban como dagas hacia a todos y, en especial, hacia ella. Manifestó con euforia que no merecía el aprecio ni el amor de nadie, y, haciendo una pausa con un silencio prolongado, la miró fijamente y le confesó con una voz potente y agitada que, gracias a todos los aciertos y desaciertos que implicaron de manera única el amor que ella le dio, jamás hubiera podido escribir sus mejores historias.