miércoles, 12 de julio de 2017

Run, D, run

«Coloca los pies sobre el vidrio», me dijo el ortopedista cuando me quité los zapatos y las medias en su consultorio. «Quiero medir las huellas de la planta de tus pies», añadió. Yo tenía 6 años y no entendía qué problema había con ellos. Aunque solía correr con los pies hacia adentro, debido a una displasia de cadera cuando nací, los sentía normal, pero mi madre insistía en llevarme a ver por sugerencia de algunos allegados. 
Después de varias consultas dieron con que me harían unos zapatos ortopédicos, y lo primero que se me vino a la mente cuando escuché esa palabra difícil de pronunciar, fue la imagen del pequeño Forrest Gump, de la película del mismo nombre, corriendo con esos metales y tubos anclados en los muslos y los pies. Pregunté con miedo si eran, como en la película, incómodos de usar, a lo que el ortopedista sonrió y me dijo que no me preocupara, que solo eran unos zapatos comunes y corrientes pero con una plantilla especial, y hasta venían en modelos modernos que de seguro me gustarían. Aliviado con la aclaración, me quedé en silencio y dejé que continuara con su trabajo. 
«Bien, ya apunté las medidas», dijo mirando las huellas que habían dejado mis pies en una mesita cuadrada de cristal después de haberme bajado. Señaló un estante que estaba pegado a la pared en donde habían varios modelos de zapatos y me dijo que eligiera el que más me guste para mandarlos hacer. Mi madre, que estaba a mi lado, me decía: «Ya ves, hijito, hay varios modelos, escoge uno», para quitarme el miedo de tener que usar esos zapatos con tubos de metal que mi hermana, cada vez que regresábamos de una consulta, decía que tendría que usar.
Aunque mi caso no llegaba a ese grado, las bromas de mi hermana eran tales que en algún momento soñé que estaba corriendo en un partido de fútbol con mis amigos del colegio usando esos zapatos con metales colgados de una correa, y que de pronto, como en la película, empezaban a desprenderse de mí, cayéndose en pedazos por todo el campo para luego despertarme aliviado de que solo había sido un mal sueño. 
Sin embargo, con el tiempo le tomé cariño a esos zapatos ortopédicos. Eran de color negro con líneas blancas, que luego tuvieron que pintar de negro —aunque quedaron color morado—, para que combine con el uniforme del colegio y me permitan usarlos sin infringir con las normas. Tenía formas extrañas, simulando los modelos modernos de la época, y también eran gruesos, tanto que cuando jugaba fútbol en el recreo, mis disparos eran los más fuertes. No sentía miedo cuando los usaba, al contrario, sentía poder, podía correr más rápido y hasta me hacían ver un poco más alto. Los usé por un año entero que fue lo que duró el tratamiento, además de que mi talla de calzado ya no era la misma. Luego, quedaron confinados en una caja hasta que con los años desaparecieron. Pero al final, mis pies ya no estaban para adentro y la planta ya había adoptado la forma correcta para poder usar cualquier zapato, por lo que ya no había necesidad de seguir llevándolos conmigo, aunque, irónicamente, ya me había acostumbrado a ellos.