lunes, 22 de enero de 2018

Siglo XXI

El óxido del metal desprendía el color amarillo con el que años atrás fue inaugurado. El negro rojizo empezaba a mostrarse y nos pintaba la palma de las manos, haciéndonos dudar. «Trepa», me dijo Alcántara al borde de la calle, precisamente al frente de uno de los postes que sujetaban las rejas que rodeaban el perímetro. La puerta principal, la única en ese entonces, se encontraba cerrada con unas cadenas enormes debido a la hora. «No hay otra forma», añadió Alcántara. Miré lo alto de aquel poste, las rejas, la arena, el pasto, el pavimento, todo el paraje que se encontraba al otro lado si lográbamos cruzar. 
Cada poste tenía a los lados como un pasamanos por cada metro y era posible trepar, en teoría. Pero teníamos miedo, principalmente por la altura. Algunos lo habían intentado con el mayor entusiasmo, sin embargo, habían sufrido la burla y el golpe de caer desde lo alto hasta el pavimento. Yo lo había visto. Cornejo, un amigo que vivía a la vuelta de mi casa, de nuestra misma edad, lo intentó un domingo por la noche, en verano. Empezó a trepar a vista y paciencia de todos, y cuando solo le faltaba un metro más para dar la vuelta y descender, un mal paso acabó con su objetivo y resbaló en el último peldaño. Todos vimos cómo sus manos intentaron cogerse de las rejas, pero el peso de su cuerpo le ganó y terminó cayendo al pavimento, adolorido y con el brazo magullado. La única forma de lograrlo, sin terminar como Cornejo, era esperar a que la naturaleza haga lo suyo y crecer, pero eso implicaba tiempo y uno no podía esperar tanto.
«Primero tú», le dije, retrocediendo y empujándolo por la espalda. Alcántara me miró y luego dirigió su mirada a lo alto del poste. También dudaba, pensé. «De noche no hay nadie, tenemos todo para nosotros», me dijo, tratando de animarme para que yo vaya primero. «Ya sé», le dije, nervioso. Cerré los ojos, tomé aire y luego miré arriba, a nuestro objetivo. «Trepemos juntos», sugerí. Me miró unos segundos y asintió con la cabeza. 
Elegimos los postes que se veían menos oxidados, que resistieran más, pensando evitar, ingenuamente, una posible caída con todo y reja. Cada uno se paró al frente de un poste, levantó el muslo derecho y colocó la pierna al filo del muro, cogió con su mano izquierda el metal y se impulsó para trepar el primer peldaño agarrándose con la mano derecha. Inmediatamente volteamos a vernos mientras seguíamos sujetados del poste para ver si estábamos sincronizados, para ver si cumplíamos nuestra palabra. Subimos el segundo peldaño intentando estar cada vez más lejos del suelo. «No mires abajo», le dije a Alcántara y este volvió de inmediato la cabeza y se sujetó más fuerte. Fuimos por el tercer peldaño. Pierna derecha, brazo izquierdo, pierna izquierda, brazo derecho. Faltaban unos cuantos más pero la subida parecía ser infinita, y la tarde noche se hacía más noche y los postes de luz empezaban a prenderse en toda la calle. 
De pronto llegó un grupo de jóvenes, mayores que nosotros, y treparon de lo más rápido y sin miedo, aventaron el balón hacia el campo y empezaron a jugar. Eso nos levantó el ánimo, pero al mismo tiempo nos intimidó: si nos caíamos nos verían y se reirían de nosotros, pero si lo lográbamos, todo lo contrario, nos invitarían a jugar con ellos. Alcántara empezó a trepar sin esperarme y yo no me quería quedar atrás, por lo que me moví más rápido. A pesar del miedo, ya no mirábamos abajo, lo único que nos importaba era llegar al otro lado. Después de trepar los peldaños que faltaban, con un esfuerzo irracional, llevados por el instinto y la adrenalina, llegamos a la cima. Nos quedamos sentados en el filo, absortos, mirando el horizonte. El cielo había perdido su forma, grumos grises se acercaban, confinaban al exilio los pocos rayos de luz que dejó la tarde. Y en el norte un mar de arena, casas a medio construir, pistas y veredas incompletas. Pero del otro lado, al sur, tres grandes campos de fútbol, una grada inmensa al centro, bancos en lugares específicos, una pista de correr rodeada de arbustos y árboles, y dentro de ella todo tipo de máquinas para ejercitarse, trepar, subir y jugar. En una de las esquinas había una rueda giratoria de metal, columpios y una improvisada casa de árbol. Al otro extremo, dos piscinas sin agua pero llenas de ramas e insectos.
Todo para nosotros, pensábamos, a excepción del campo del medio que ya había sido cogido por los chicos que llegaron. Sin embargo, más allá de nuestra hazaña, había algo en el complejo deportivo Siglo XXI a horas de la noche que lo hacía distinto. Era como un pequeño pueblo fantasma que alguna vez albergó gente y alegría, con entradas secretas y caminos no explorados. Y queríamos experimentar aquello, porque solo los grandes podían acceder a esas horas.
Empezamos a bajar del poste, despacio, cogiéndonos de los peldaños, y descendíamos con la emoción de saber que era la primera vez que entrábamos a esas horas como prófugos, sin la supervisión del señor de bigote que cuidaba la entrada, regaba el pasto y recorría el área para descubrir a los intrusos como nosotros. Pero todo ello no solo implicaba entrar allí de noche, sino algo más importante: dejar de ser niños para convertirnos en grandes, para empezar a tener un lugar en común, un espacio, un escape, una abertura de posibilidades en medio de la niñez y la adolescencia.