jueves, 12 de septiembre de 2019

Estímulos

A veces me pierdo. Recuerdo con pasión los buenos tiempos y, en esa abstracción, irremediablemente me pierdo. Son momentos de debilidad, me digo, y, total, no es que ya hayan llegado a su fin. La nostalgia, en ocasiones, genera incertidumbre y flagelo. Es un estímulo de que todo tiempo pasado fue mejor y que el presente es menos vistoso. Extrañar, del mismo modo, responde a estímulos que nos hacen sentir bien. La compañía, el cariño, el afecto y la atención, son los cimientos de un lugar que creemos merecer. La palabra ‘Saudade’, pienso, es más exacta en cuanto a su dimensión de lo que sentimos bajo ambas premisas.
Y así me pierdo, y me cuesta no ver, después de reflexionar, lo que significan esos términos tan recurrentes. Como sucede, por ejemplo, con los años de escuela, de fútbol en el barrio, de juegos e inocencia. Los años de adolescencia, de miedos e inseguridades, de tormentos, de cambios, de descubrimientos. Los años de pubertad, de crisis existenciales, de golpes y traumas en la infancia, de despertar y aceptar los cambios, así no nos gusten o nos hagan daño.
Somos vulnerables, pienso, y lo veo en todos, sin excepción. Nos cuesta entender el trato de los demás hacia nosotros, porque nunca nos detenemos a pensar, del mismo modo, en lo que transmitimos hacia ellos. Entendemos conductas, razonamos en un intento de simplificar los problemas, pero creamos nuevas confusiones y nos quedamos en el limbo.
Solía creer que tenía todas las respuestas. Los cambios me generaban excitación y eran un reto, un desafío que podría cumplir con creces, seguro de mí y de mi palabra. Y todavía suelo pensar, con una confianza que no sé de dónde aparece, que soy capaz de todo. Pero entendí que, con el tiempo, nos encaminamos y pensamos, ya no con pasión, sino con prudencia. Somos el tiempo que hemos invertido, lo que hemos reflexionado, los errores que hemos cometido. Y llegamos al punto de solo buscar lo que queremos, ya no lo que nos tienta.
De la misma manera, el amor comienza a ser una empresa, un compromiso, y analizamos cada detalle, cada posibilidad, tomamos con tibieza la decisión de conocer a alguien más, pues el tiempo cada vez es más limitado y extraño. No me preocupa tanto el amor. Lo que me preocupa es no sentirlo. Ser correspondido solo responde a una suerte de impulsos que sentimos cuando estamos solos. Pues cuando no racionalizamos el amor, fluye de forma natural.
El amor no es solo sexo, aunque solemos confundirlo. Uno de joven, al menos los que han reflexionado de sus años de total energía y entusiasmo, entienden la dimensión del amor y el sexo. Nos fascina la pasión, el encanto, lo prohibido. Y es razonable. Se ha visto en miles de historias cómo por amor uno es capaz de todo. Resulta válido, aunque muchos limitan el amor a un juego de jóvenes. Basta que se sienta amor una vez para sentirlo siempre. Son estímulos que no envejecen y se moldean con el tiempo, convirtiéndolo en una virtud. Eso es, el amor es una virtud que pocos saben desarrollar. Hay quienes, dichosos ellos, lo tienen siempre y no imaginan una vida sin amor. No conciben que alguien viva con tal vacío. Y hablamos del amor en toda la extensión de la palabra. El amor de padre y de madre, de hermano y de hermana, de hijo y de hija, de abuelo y de abuela, de amigo y de pareja. Es inaudito limitar las formas del amor. Pero es preciso aceptarlo en las maneras que se proyecta y llega a nosotros. A veces solo un pensamiento fraterno es sinónimo de amor. Pero un pensamiento que se transmite y se transforma, termina siendo una manifestación que los estímulos del cerebro —el corazón— revelan a causa de la existencia de alguien más. Y el amor se crea. Existe en un universo al que pertenecemos y al que, bajo esa demostración, invitamos a sentirlo. Algo parecido sucede con la simpatía. Una persona totalmente desconocida nos puede generar confianza, calma, paz. No sabemos a qué se debe, pero son estímulos que sentimos a medida que vemos o escuchamos, por medio de un gesto o una palabra, las que nos invita a ser parte de algo que nos emociona y calma. La barrera desapareció, o simplemente no se creó. Pues sucede también que, al romper prejuicios, admitimos a quienes, en un comienzo, no hubiéramos querido tener cerca. Y esto se aplica a todos los ámbitos de las relaciones humanas. No sé si lo que escriba tenga alguna validez, al final nada es absoluto y es debatible cada postura, pero encuentro preciso entender estos estímulos que, sin darnos cuenta, marcan cada etapa de nuestra vida.