miércoles, 15 de agosto de 2018

La promesa

La última vez que la vi vestía una blusa de color azul, falda y tacones, de su brazo colgaba una cartera grande y su definido rostro denotaba el cansancio de una larga jornada de trabajo. Había venido sin avisarme, como siempre solía hacerlo. Sonó el celular poco antes de anochecer y su voz me dijo: «Ábreme la puerta, estoy afuera». La hice pasar y le preparé un café. Se sentó como en su casa y empezó a arreglar las cosas de su cartera. Le llevé la taza y me senté a su lado.
—¿Todo bien? —pregunté, intrigado.
—Sí, solo vine un momento —respondió, sobria, mientras enviaba algunos mensajes desde su celular.
—Entiendo —respondí.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó, volviendo hacia mí y apagando el celular para ponerlo en la mesa de centro.
—Pues, sorprendido —dije.
—Vamos, en serio —dijo—. Me escribiste el otro día, dime —añadió.
—Lo recuerdo —dije, sin mirarla.
—¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó, y puso su mano encima de la mía.
Era cierto, la noche del viernes pasado le escribí un mensaje: «¿Estás ocupada? Necesito hablar contigo». Pero no respondió. Supuse que estaba con su novio y no insistí para no incomodarla. Sabía que en algún momento se aparecería, pero no cuándo.
—Olvídalo, ya pasó —respondí.
—Cuéntame, no seas así. No pude responder, ya sabes cómo es Gustavo cuando estoy con él —respondió, excusándose. 
—No hace falta que me lo digas. Mándale mis saludos, por cierto.
—No seas tonto, te odia, sabe que fuiste mi primer amor. Pero ya, ¿me vas a decir lo que te pasa?
La miré de soslayo y recordé, en cuestión de segundos, los años que estuve con ella, el primer beso, la primera vez que hicimos el amor, las alegrías, las tristezas, pero sobre todo, su forma maternal de calmar el caos, de acabar en paz la guerra. Ella sabía escuchar y responder sin rodeos, de manera exacta y breve como quien consulta un diccionario. Sus palabras no eran vacías, estaban llenas de ella, de vitalidad, y parecía que vivía sin dudas y decidida, todo lo contrario a mí, que solía vivir desorientado en el tiempo y en el recuerdo de pérdidas irremediables, con miedos que habían calado en lugares que desconocía pero que ella, como nadie, conocía muy bien. «Estaré siempre contigo», me dijo una noche y yo respondí de la misma manera, abrazándola muy fuerte a causa de una promesa que en ese momento no sabíamos hasta dónde nos llevaría. Los años habían pasado desde entonces y parecía que la habían tratado mejor. Sin embargo, a veces acudía a mí a pesar de todo, con una fragilidad que era impensable en ella. Y del mismo modo yo también acudía a su lado, pues cuando me hundía en lo más hondo, Danae siempre estaba allí, para escucharme, para salvarme. Aunque mi ingratitud y mi pesar por mentir nos llevó a alejarnos un buen tiempo y a dejar de vivir, por cuestión de una noche, lo que sentíamos de adolescentes sin miedo al recuerdo y al amor de un pasado que solo era parte de nosotros. 
—Me escribió Marién. Quiere que deje todo aquí y vaya a vivir con ella a Uruguay —dije, de manera pausada.
—¿Y eso es lo que quieres? —preguntó, dejando la taza de café en la mesa.
—No, no lo sé —balbuceé.
—Ella te quiere, siempre fue linda contigo, Mauricio —recordó.
Vino a mi mente la imagen de Marién en la fiesta de año nuevo. Sus ojos color caramelo, su cabello corto, sus lunares exactos debajo del labio y a la altura de las mejillas. Ella me abrazaba y besaba mientras veíamos el espectáculo de luces en el cielo y nos jurábamos amor sin saber que las cosas muy pronto cambiarían. A inicios de febrero tuvo que partir a Uruguay a estudiar y yo no pude acompañarla. Me encontraba a un año de acabar la carrera de Derecho y el trabajo me absorbía el poco tiempo que tenía. Su padre vivía en Montevideo y por más que intentó no pudo convencerlo de quedarse a estudiar en Lima. Se despidió de mí entre lágrimas en el aeropuerto Jorge Chávez pero decidimos seguir juntos aunque en el fondo sabíamos que ya nada sería lo mismo. Nos tomó cerca de seis meses para que todo se enfriara y ella y yo nos veamos envueltos en nuestras vidas lejos del uno y del otro. No obstante, algunas llamadas por parte de ella me hacían pensarla y extrañarla, e imaginaba lo que hubiera pasado si nunca se hubiera ido. Estuvimos juntos cerca de un año en Lima, año en el cual solo me vi un par de veces con Danae. Ella tenía una relación tóxica con su novio de entonces, el distinguido pero posesivo Ernesto, un estudiante de Medicina, y en sus momentos más amargos, de desdicha y de dolor, aparecía de pronto y perdíamos el miedo a la soledad en alguna habitación de Barranco. 
—Aún pienso en ella, pero no sé si sería lo mismo. Además, irme y dejarlo todo, no es fácil… Y ya no te vería —respondí después de unos segundos.
—No pienses en eso, ambos sabemos que en algún momento pasará.
—¿Y será este el momento?
—No lo sé. ¿Piensas aceptar la propuesta de Marién?
—Me escribió el viernes. No sé, tengo que pensarlo.
—Si te lo ha dicho después de un año, es porque aún te quiere. Ella siempre me pareció linda, a pesar de que me dejaste de lado todo ese tiempo.
—Ya hablamos de eso... Solo quería hacer bien las cosas.
—Y no te culpo. Fue lo mejor. Las veces que nos vimos te notaba raro. ¿La querías mucho, no?
—Sí, no me gustaba mentirle a Marién… Pero sé que no la estabas pasando bien en ese entonces con Ernesto… Lo siento.
—Ya no importa, ya pasó mucho tiempo. Gustavo es totalmente diferente.
Pensé en la noche en que la vi con Gustavo. En ese entonces recién se habían conocido y él la pretendía. Danae me saludó con cortesía cuando pasó por mi lado y me vio con Romina, una chica que había conocido en el trabajo y con la que salía a tomar los viernes por la noche para luego terminar en su departamento de Surco, totalmente ebrios, desnudos y oliendo a marihuana. Gustavo se enteró que yo había estado con Danae tiempo después, cuando ya eran novios y había más confianza entre ellos. Le contó que fuimos enamorados en el colegio, pero jamás le mencionó que seguiríamos viéndonos en la universidad y después de terminar la carrera, hasta hoy, como amantes furtivos de una promesa desnaturalizada por los años y por el apego y el amor libre, racional y discreto. Desde entonces me miraba con desconfianza en las reuniones que teníamos en común Danae y yo, pero ella se encargaba de que no piense en mí besándolo siempre que yo pasaba al lado de ellos.
—Espero que sí. ¿Qué le dijiste hoy? —pregunté, encendiendo un cigarro.
—Que iría donde Brenda. ¿No te conté? Se casa a fines de año, con Rubén.
—Rubén… Nunca me cayó bien ese tipo, en la universidad se la daba de intelectual y no tenía ni idea de lo que hablaba. 
—Ya, Mauricio, olvídalo, Brenda lo quiere y eso es lo importante. Y no me cambies de tema.
—No he cambiado de tema —repuse—. La verdad no sé qué hacer. Sé que necesito irme de aquí, al menos por un tiempo, pero ¿dejarlo todo por ella? 
—Date la oportunidad. ¿Y si la cosas salen bien? No tienes hijos, tus padres viven fuera y se encuentran bien de salud. Tu hermana ya hizo su vida con Miguel. Vives solo, sales con distintas chicas. ¿No crees que necesitas un cambio?
Tenía razón. ¿Qué pasaba conmigo? Me sentía abrumado, insatisfecho, vacío. Me había cansado de todo, de mí, pero no de ella. Danae era paz entre todo el caos que había. Sin embargo, era cierto que había pensado mucho en Marién. Extrañaba sus manías, sus intentos de hacerme molestar cuando lo único que lograba era hacerme reír. Sus celos de niña, sus miedos, sus dramas tan tragicómicos pero ciertos. Sus besos, su cuerpo, su nobleza, su integridad y su lucha constante contra las injusticias. La extrañaba de una manera egoísta. Quería verla pero no estaba seguro de quedarme a su lado. Y aún así me consideraba para seguir compartiendo junto a ella. Si aceptaba su propuesta cambiaría todo. Tengo miedo, es verdad. Miedo a fallarle, a fallarme a mí con respecto a lo que siento por ella. No lo merece. No soy para ella, pero ella es para mí.
—No es tan sencillo.
—Ay, es lo único que dices. ¡Nada en esta vida es fácil, Mauricio! Arriésgate.
—Para ti es fácil decirlo. Te veo entusiasmada con Gustavo. ¿Por eso no me besaste al entrar?
—Eso no tiene nada que ver. 
—Claro que sí. Si me voy, no volvería a verte.
—Pues entonces vete.
—Parece que lo dices en serio.
—Lo digo en serio… He pensado mucho en esto. En algún momento tienen que terminar estos encuentros —dijo, me soltó la mano y se levantó del mueble, sin mirarme. Se acercó a la ventana que daba a la avenida.
—Danae, disculpa. No era mi intención —dije, y me acerqué a ella. La abracé por detrás y cogí su mano.
—No pasa nada —respondió, se volteó y me dio un beso—. Siempre serás mi primer amor, el amor de...
—Mi vida —concluí, y me miró con una sonrisa en el rostro
Nos quedamos en silencio, abrazados. Mi corazón latía, me sentía vulnerable. El pasado sería por primera vez eso y no imaginaba cómo sería. La miré una vez más a los ojos. Ella sollozaba, pero sonreía. ¿Por qué nunca nos decidimos a estar siempre juntos? Me pregunté. Tal vez porque en el fondo no lo queríamos. Vivíamos del recuerdo, de lo bonito que se sentía el amor cuando éramos adolescentes. Nada se comparaba a esa sensación y nos refugiábamos en nosotros por querer seguir sintiéndolo, aún así sea de mentira, a pesar de nuestros nuevos amores, a pesar de nuestro presente, a pesar de nosotros.
—Ve con Marién. Prométeme que irás por ella —dijo, después de besarme, y una lágrima empezó a rodar por su mejilla.
—Lo prometo —dije, con la voz entrecortada pero segura.
—Una promesa se rompe con otra promesa —concluyó.
En la calle, a través de la ventana, se oían los sonidos propios de la noche. Danae se subía a un taxi y nuestras miradas se cruzaban por una última vez.