martes, 16 de octubre de 2018

Destierro

Era cuestión de tiempo. Todo lo que habías construido terminaría por destruirse. Fue inevitable. El diálogo acabó. «Ya no importa», piensas, mientras caminas con las manos en los bolsillos por la transitada alameda. La ciudad, en este momento, es solo un excusa. Los edificios, los autos, la gente que sube y baja de los colectivos, que pasea por las veredas, que se besa en las bancas, que saluda desde los balcones, nada. Todo era parte de una parodia de la urbe que hay detrás. ¡Te han desterrado! La calles te estorban. El viento te absorbe. Te parece absurdo pensar en la vida que ya no está, que ya se fue. Sin embargo, no la has vuelto a ver por más que pensabas en ella. Te hace daño hablar, pensar en hablarle. Pensar que sigue aquí. Cambias de nombre y de apariencia para lograr tu cometido, pero eso no altera el hecho de que te han desterrado. Todos te desconocen. Tú también los repudias, sordos, ciegos, ingenuos. «Era cuestión de tiempo», piensas. Lo sabías. Siempre lo supiste y caíste parado. Nunca tuviste miedo de decir lo que pensabas, de hacer lo que pensabas. Ella ha trascendido en la existencia, recuérdalo. Pero tú sigues vivo, en una especie de muerte camuflada, mas no para ellos. 
Los hombres se cansan, se mueren, se descomponen. No hacen falta, no son tan especiales. Dicen, hacen cosas por miedo a la fatalidad. Piensas en irte. Lo has intentado. Te dolió, ¿cierto? No es preciso que me lo digas, ya no pienses en eso. Vamos, levántate, no llores. El sol espera, la noche no. En la vereda, el señor de barba coge sus cosas y cambia de esquina, coloca un cartón y se sienta. Saca una lata y pide monedas. Le das lo que tienes y caminas. Te preguntas qué hizo él para merecerlo. Lo sabes pero no lo dices, no quieres exponer la cruda verdad. Te controlas, doblas en la siguiente esquina. ¡Te han desterrado! Te abandonaste, te entregaste a la nada y empezaste a buscar la vida en la muerte. 
Juventud te conquistó, te dio sus mejores años. Supiste amarla, emocionarla, pero te venció, te consumió y no quisiste saber más de ella. Y ahora solo aparece cuando te miras a los ojos. Era encantadora y tenía mucha energía, quería hacer de ti el rey del mundo. Y lo hizo. Pero ese mundo colapsó. De pronto, un infante te ofrece un dulce. Lo miras con miedo. Ves en sus ojos la verdad. Le das unas monedas y sigues tu camino. Tu cuerpo se ha entumecido, no eres el mismo de ayer y tampoco serás el mismo mañana. No concibes el presente y temes cuando ves que el tiempo pasa. Tu miedo es extinguirte, evaporarte, morirte. Caer en la desgracia de ser pensado, extrañado, querido. De provocar nostalgia, de ser un recuerdo. No es el caso. No es él, no eres tú, no es ella. Es. Y te duele en lugares que desconoces. 
Una humareda oscurece la avenida, los cláxones retumban en tu cabeza y los moribundos que lustran las botas en la esquina de la calle se rehúsan a hacerlo a hombres como tú. Los quioscos cierran sus puertas, guardan sus noticias, sus tragedias, su pan y su agua. Perros crueles le roban la comida a los locos, los locos se hacen pasar por locos. La gente se hace pasar por gente. Tú te haces pasar por ellos. Quieres pasar desapercibido, quieres volver. Volver con aplausos entre el vitoreo de multitudes, con los ojos llorosos de ella viéndote y gritando tu nombre, saludándote a lo lejos y tú reconociéndola e ir corriendo y abrazarla para decirle que has vuelto por ella, que te han perdonado, que ya no eres el infame sujeto que fue desterrado de aquí. Quieres pensar que suceda eso y quieres que suceda sin que nadie lo sepa, excepto ella. Ella debe saberlo todo. Ellos tienen la culpa. Te inmortalizaron, te hicieron creer que lo merecías. 
El semáforo cambia a verde, cruzas la pista, miras la plaza, subes las escaleras, caminas por la fuente, bajas las escaleras, entras por un callejón, miras la hora, tiras un folleto a la basura. Fallas. Un viejo te mira con odio, pero no dice nada. «Ya es hora», piensas. Nadie te sigue, nadie te mira. Inténtalo. La búsqueda. El sepulcro de la vida. Te enfureces y cambias de rumbo. El tiempo es inaudito a tu causa. Nada te complace, nada te convence. Recuerda lo que dijo madre: «No todos son como piensas, no todos son como tu padre». Sus palabras eran fruto de una serie de hechos confirmados por los ojos que heredé de ella. En ellos la vi sangrar. Vi cómo dejaba este mundo. Vi cómo se sacrificaba por mí. El destierro había sido heredado por él, por mí, por ella.