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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Amigos

Movía de un lado a otro el vaso que sostenía con la mano jugando a que no se rebalse la cerveza sobre la mesa. La espuma, como una ola en la orilla, rozaba el borde y regresaba al centro del vaso.
—¿Nos vamos? —preguntó Romina.
—Sí, mejor —respondió él, como despertando del juego.
La gente seguía en su trance, bebiendo, conversando, bailando. Romina salió con Fernando esquivando el gentío. La noche había ofrecido el ambiente perfecto como para ir a embriagarse, bailar y olvidar los problemas de la semana, del mes, del año. Pero la pesadez pudo más y decidieron irse tan solo media hora después de haber llegado.
—Vamos a tu casa, me ha dado hambre —sugirió Romina.
—¿Cuándo no tienes hambre? —preguntó Fernando, riendo.
—Ya, no jodas, vamos —insistió Romina.
Fernando asintió y pidieron un taxi desde un aplicativo en el celular de Romina. Unos minutos después llegó un carro con la placa que buscaban y subieron. Romina empezó a responder algunos mensajes de su celular y Fernando miraba a través de la ventana. Pensaba. La salida había terminado más temprano de lo previsto, pero no se sentían incómodos. Al contrario, se divertían pasando tiempo juntos. Se conocían desde el colegio y desde entonces habían sido inseparables. Fernando recordó que entre ellos habían desfilado novios, novias, salientes y todo tipo de personas que intentaron, en ocasiones, por los celos, terminar con su amistad. Pero al final, implacables, allí seguían ellos, recordando y riendo de todas las situaciones que vivieron y que nadie más sabía.
Al llegar, Fernando sacó su llave y abrió la puerta. Romina se dirigió a la cocina y calentó una pizza que encontró, como si fuera su casa.
—Trae algunas latas —dijo Fernando—. Aún tengo sed.
—Eso estaba a punto de hacer —acotó Romina, abriendo el frigobar.
Se sentaron en el mueble con las cosas en la mesa. La sala era pequeña, algo desordenada, pero Romina ya estaba acostumbrada a verla de ese modo que solo atinó a decir, nuevamente: «Bonito tu cuchitril».
—Hoy no me puso Rachanga. ¿O éramos nosotros? —dijo Romina antes de empezar a comer una tajada de pizza.
—Éramos nosotros —respondió Fernando.
—¿Estás diciendo que ya hemos perdido las ganas de tomar?
—No, eso nunca.
—¿Entonces?
—Hemos perdido las ganas de conocer gente nueva.
Romina lo miró, dejó la pizza en la mesa y dijo:
—Ya, Fernando, no empieces.
—¿Qué cosa? Es la verdad.
—No me digas que sigues pensando en Raquel.
—Ja, ja, ja, ¿pero qué tiene que ver Raquel? No me refería a eso. Además, ya no sé nada de ella.
—Claro que sí, te presento amigas y no te animas a salir con ellas.
Fernando la miró, suspicaz, y respondió como solía hacerlo cuando hablaban de estos temas.
—No tiene nada que ver con Raquel, es solo que tus amigas están locas. Y tú también. Y no me hagas hablar de Mario, el pobre no merecía lo que le hiciste.
Romina soltó una risotada y lo empujó.
—Por favor, sabes bien que él me engañó. Ay, ya, mejor no digo nada de lo que tú haces porque sales perdiendo.
Fernando rió y tomó otro sorbo de cerveza. Se levantó y puso algo de música.
—Hablando en serio, hace tiempo que no salimos con nadie —dijo Fernando al regresar al mueble.
—Yo soy la que no ha salido con nadie. Eres tú el que no se aburre de salir con varias chicas.
—Ya pasaron más de dos meses de la última chica con la que salí. Y no la volví a ver desde entonces.
—¿Y qué pasó? Sí la recuerdo, era linda. ¿cómo se llamaba?
—Sabina. 
—La de cabello corto, ¿no?
—Sí. Y nada, nos llevábamos bien pero no había ese «algo».
—¿Emoción, atracción?
—No estoy seguro. Solo no tenía ganas de nada.
—Siempre dices eso.
—Pero es cierto.
Fernando la miró y le preguntó:
—¿No te ha pasado?
—¿Qué cosa? 
—Aburrirte de todo. Hasta de la gente.
—Me aburrí de Joel, se creía vivo el muy idiota. Solo me buscaba para ya sabes qué.
—No hablo de alguien en específico. 
—Sé a lo que te refieres. Pero es normal, supongo. Hemos intentado con varias personas desde que nos conocemos y henos aquí, tomando cerveza, comiendo y reflexionando sobre nuestros fracasos.
—La cuestión es clara. Lo he estado pensando ya hace buen tiempo. He perdido el asombro.
—Me consta, te digo. Pero también ha sido tu culpa. A mi amiga Julia le gustabas mucho, no dejaba de preguntar por ti. Y tú ni cuenta te dabas.
—Exacto, no era mi intención. Si mi asombro fuera el mismo, mi entusiasmo por verla hubiera seguido.
—Yo digo que eres un distraído, o un idiota.
—También lo he considerado. No me gustaría que fuera eso, pero es posible. Yo, el idiota, lidiando con cosas sin sentido.
—Fernando.
—¿Qué?
—¿Te vas a terminar esa pizza?
—Sí.
Romina lo miró con cara de cólera y con tristeza al ver cómo Fernando se terminaba la última tajada de pizza.
—¿Y qué sabes de Mario? —preguntó Fernando, limpiándose con una servilleta.
—Ay, ya no me hables de ese tipo.
—Me caía muy bien, más que los otros chicos que me presentaste.
—Sí, pero era un pendejo.
—Lástima.
—Ay, no me hagas reír porque tú también lo eres.
—Pruebas.
Romina levantó el dedo señalándolo y se quedó callada.
—¿Lo ves? —se defendió Fernando.
—Bueno, te gusta ilusionar a las chicas que te presento.
—Claro que no. Solo soy amable y ellas también lo son. No digo nada fuera de lugar.
—Eso no quita que no seas coqueto. 
—Yo no me siento coqueto. Tú eres la coqueta. Siempre que conozco a alguien quieres que te lo presente.
—Si es guapo, sí.
Fernando dio una risotada.
—¿Adónde iremos a parar? —dijo, riendo.
—No lo sé, pero siempre y cuando no salgas con chicas como Elisabeth, que detestaba que te veas conmigo, todo estará bien.
—Es cierto, era un poco celosa.
—¿Un poco? Por favor, papito, si no dejaba de stalkearme. Un día se le escapó un like en una foto de mi Instagram de hace años, qué roche.
—Es que tenemos muchas fotos juntos, pues.
—Lo sé, pero era una desconfiada total. Cuando salíamos juntos me miraba con una cara.
—Ya olvídalo. Yo tampoco lo soporté y por eso terminamos.
—Gracias.
—De nada.
El celular de Romina empezó a sonar. Era Silvana. Habló un rato con ella y colgó.
—¿Quién era? —preguntó Fernando.
—Silvana, me preguntó en dónde estaba. Acaba de llegar a Rachanga, pensó que nos vería allí. Olvidé decirle que nos fuimos.
—¿Y ahora?
—Nada, no pienso volver. Qué flojera. Además me ha dicho que ha visto a Javier.
—¿El de la barba?
—Ese mismo. Me dijo para vernos la semana pasada y le dije que no, pero insistió tanto que tuve que bloquearlo.
—Los vuelves locos, pues. Bueno, está bien...
—Sí, pero, ¿por qué preguntas? No me digas que quieres ver a Silvana. Ya perdiste tu oportunidad hace tiempo, ah.
Fernando la miró entrecerrando los ojos y dijo: «Solo pregunto».
—Es broma, me dijo que quería verte —respondió Romina riendo.
—¿En serio?
—Sí. Está soltera y no está saliendo con nadie.
Fernando recordó a Silvana. Un amiga de ambos de la universidad. Hubo un tiempo que se hablaba mucho con ella pero luego él estuvo con Elisabeth y Silvana con Roberto, un estudiante de arquitectura.
—Le voy a escribir —dijo Fernando.
—Nunca es tarde —respondió Romina.
—A veces sí —acotó Fernando, abriendo otra lata de cerveza moviéndola de lado a lado haciendo rodar la espuma por el borde de la lata. Romina hizo lo mismo y brindaron por el simple hecho de estar allí, de seguir allí.

martes, 16 de octubre de 2018

Destierro

Era cuestión de tiempo. Todo lo que habías construido terminaría por destruirse. Fue inevitable. El diálogo acabó. «Ya no importa», piensas, mientras caminas con las manos en los bolsillos por la transitada alameda. La ciudad, en este momento, es solo un excusa. Los edificios, los autos, la gente que sube y baja de los colectivos, que pasea por las veredas, que se besa en las bancas, que saluda desde los balcones, nada. Todo era parte de una parodia de la urbe que hay detrás. ¡Te han desterrado! La calles te estorban. El viento te absorbe. Te parece absurdo pensar en la vida que ya no está, que ya se fue. Sin embargo, no la has vuelto a ver por más que pensabas en ella. Te hace daño hablar, pensar en hablarle. Pensar que sigue aquí. Cambias de nombre y de apariencia para lograr tu cometido, pero eso no altera el hecho de que te han desterrado. Todos te desconocen. Tú también los repudias, sordos, ciegos, ingenuos. «Era cuestión de tiempo», piensas. Lo sabías. Siempre lo supiste y caíste parado. Nunca tuviste miedo de decir lo que pensabas, de hacer lo que pensabas. Ella ha trascendido en la existencia, recuérdalo. Pero tú sigues vivo, en una especie de muerte camuflada, mas no para ellos. 
Los hombres se cansan, se mueren, se descomponen. No hacen falta, no son tan especiales. Dicen, hacen cosas por miedo a la fatalidad. Piensas en irte. Lo has intentado. Te dolió, ¿cierto? No es preciso que me lo digas, ya no pienses en eso. Vamos, levántate, no llores. El sol espera, la noche no. En la vereda, el señor de barba coge sus cosas y cambia de esquina, coloca un cartón y se sienta. Saca una lata y pide monedas. Le das lo que tienes y caminas. Te preguntas qué hizo él para merecerlo. Lo sabes pero no lo dices, no quieres exponer la cruda verdad. Te controlas, doblas en la siguiente esquina. ¡Te han desterrado! Te abandonaste, te entregaste a la nada y empezaste a buscar la vida en la muerte. 
Juventud te conquistó, te dio sus mejores años. Supiste amarla, emocionarla, pero te venció, te consumió y no quisiste saber más de ella. Y ahora solo aparece cuando te miras a los ojos. Era encantadora y tenía mucha energía, quería hacer de ti el rey del mundo. Y lo hizo. Pero ese mundo colapsó. De pronto, un infante te ofrece un dulce. Lo miras con miedo. Ves en sus ojos la verdad. Le das unas monedas y sigues tu camino. Tu cuerpo se ha entumecido, no eres el mismo de ayer y tampoco serás el mismo mañana. No concibes el presente y temes cuando ves que el tiempo pasa. Tu miedo es extinguirte, evaporarte, morirte. Caer en la desgracia de ser pensado, extrañado, querido. De provocar nostalgia, de ser un recuerdo. No es el caso. No es él, no eres tú, no es ella. Es. Y te duele en lugares que desconoces. 
Una humareda oscurece la avenida, los cláxones retumban en tu cabeza y los moribundos que lustran las botas en la esquina de la calle se rehúsan a hacerlo a hombres como tú. Los quioscos cierran sus puertas, guardan sus noticias, sus tragedias, su pan y su agua. Perros crueles le roban la comida a los locos, los locos se hacen pasar por locos. La gente se hace pasar por gente. Tú te haces pasar por ellos. Quieres pasar desapercibido, quieres volver. Volver con aplausos entre el vitoreo de multitudes, con los ojos llorosos de ella viéndote y gritando tu nombre, saludándote a lo lejos y tú reconociéndola e ir corriendo y abrazarla para decirle que has vuelto por ella, que te han perdonado, que ya no eres el infame sujeto que fue desterrado de aquí. Quieres pensar que suceda eso y quieres que suceda sin que nadie lo sepa, excepto ella. Ella debe saberlo todo. Ellos tienen la culpa. Te inmortalizaron, te hicieron creer que lo merecías. 
El semáforo cambia a verde, cruzas la pista, miras la plaza, subes las escaleras, caminas por la fuente, bajas las escaleras, entras por un callejón, miras la hora, tiras un folleto a la basura. Fallas. Un viejo te mira con odio, pero no dice nada. «Ya es hora», piensas. Nadie te sigue, nadie te mira. Inténtalo. La búsqueda. El sepulcro de la vida. Te enfureces y cambias de rumbo. El tiempo es inaudito a tu causa. Nada te complace, nada te convence. Recuerda lo que dijo madre: «No todos son como piensas, no todos son como tu padre». Sus palabras eran fruto de una serie de hechos confirmados por los ojos que heredé de ella. En ellos la vi sangrar. Vi cómo dejaba este mundo. Vi cómo se sacrificaba por mí. El destierro había sido heredado por él, por mí, por ella.