jueves, 20 de septiembre de 2018

El sujeto

Escribir duele, y el dolor, a veces, causa placer. Pensarla también duele, pero el placer de escribir sobre ella alivia, de alguna forma, esa sensación. Sin embargo, antes de seguir con este relato de sospechosa contradicción, debo aclarar que no soy yo quien intenta escribir. Lo suelo llamar, por tratar de darle forma, 'El sujeto', y se manifiesta como una voz o una presencia. Desde hace varios años, mediante pensamientos e ideas, me usa para sus fines, hasta llegar, en ocasiones, a suplantarme sin que yo lo advierta. 
Empezó a susurrarme frases los últimos años del colegio, que yo escribía en hojas sueltas para después romperlas en un arrebato sumamente inmaduro, propio de un adolescente susceptible como yo. Pero años después, ya en la universidad, empezó a formular oraciones e ideas más elaboradas, como por ejemplo: «Sus modos son creíbles para el personaje, no finge, es. Ella es quien buscas», «Es conveniente saber sus manías, sus miedos, sus motivaciones. Sé su amigo, su compañero». Ya por ese entonces, y debido a ello, había empezado a crear ficciones. Al comienzo no hacía caso creyendo que eran solo ideas, alucinaciones, delirios de escribidor. Pero luego empezó a intervenir con más frecuencia y de manera egocéntrica e imprudente: «No es apta para la historia: es trivial, vacía», «Bella, elegante, pero frívola». Me susurraba frases así de vez en cuando y me causaba asombro y miedo. Con el tiempo supe que era una presencia que no podía evitar, y por ello, un día, decidí hacerle frente: «No puedes usar a la gente a tu conveniencia. No son cosas, ¡sienten!», dije o me dije, para mis adentros, pero aún no estaba seguro si podía escucharme como yo a él. Ahora, cuando aparece, con una voz que reconozco desde antes de que llegue, vivo, trato de obviar esa discusión con ese sujeto y vivo. O creo vivir. Pero se manifiesta cuando menos me lo espero: «Mírala, acércate, involúcrate, crea una situación», y se calla. Me hallo en la escena y ya no sé qué hacer para no sentirme controlado. Por creer que tengo libre albedrío, hago caso omiso y sigo de frente, evitando algún tipo de contacto. Pero no es nada fácil. 
Ahora sucede a diario. Estoy con un grupo de amigos. Conversamos, reímos, estamos tomando unos tragos y aparece de nuevo susurrándome al oído: «No hables, solo obsérvalos. Mira su comportamiento, piensa en lo que piensan y crea la historia. Ya tienes la imagen, solo escríbela», y vuelve a callar. Sacudo la cabeza, hago como si nada hubiera pasado y sigo viviendo. Estoy besando a una chica que acabo de conocer en una fiesta y él ya está allí: «Suéltala, dile algo, intenta confundirla y sigue besándola, tal vez mañana ya no sepas de ella, despídete», y el sujeto vuelve a desaparecer. Y exactamente eso pasó, pero no fui consciente de ello. Él intervino y actuó por mí, o no sé si yo lo dejé. «Lo de ayer fue absurdo, una escena burda, sin más implicaciones que los bajos instintos. No tiene nada de extraño, no lo escribas», sugirió al día siguiente, y mis dedos automáticamente cambiaron de tema, dejaron de lado aquella experiencia inútil y pensé —¿o él?— en la escena del otro día. Caminaba por la avenida Tomás Marsano para tomar un taxi. Cuando llegué al paradero de la estación Jorge Chávez, un auto, en la esquina en la que yo estaba parado, cruzó pisando la acera y se estrelló en la casa de al frente. «Pudiste haber muerto», dijo el sujeto de pronto. Yo miraba la escena sin creer lo que veía. «Pero estás vivo viendo el auto destrozado, corres hacia él, estás ayudando al hombre a salir del auto con alguien más que vio el accidente, el hombre está ebrio, casi te atropella pero lo estás ayudando, y no lo haces por solidaridad, sino por querer tener algo para escribir, cambiando algunas cosas y hacer que la historia quede como hubieras querido que suceda», no dejaba de hablar. Solté al hombre cuando lo vi a los ojos, un odio entró en mí y me fui, mientras una muchedumbre venía corriendo para socorrerlo. No miraba a nadie, solo escuchaba la voz del sujeto dándome órdenes, diciendo lo que tenía que hacer para luego escribirlo. Él tomaba las decisiones, yo solo actuaba. Allí mismo tomé un taxi y fui donde Camila. Al llegar, le conté lo sucedido con el sujeto en la escena del accidente. No me creyó. Sacó unas cervezas y tomamos un poco. «Voces por aquí, voces por allá; solo necesitas relajarte, cariño, ven», me dijo. Me eché en su mueble y apoyé mi cabeza sobre sus piernas. Camila jugaba con mis cabellos, me acariciaba y me daba besos. Y en ese preciso instante, después de mucho tiempo, ella apareció. La vi a través de la mampara mirando por el balcón. Me levanté enseguida. «¿Te pasa algo?», preguntó Camila. «No, estoy bien», balbuceé y volví a sentarme. «Iré donde mi madre en un rato, ¿te jalo en el auto?», me dijo, un rato después. «¿Fabrizzio? ¿Fabrizzio me escuchas?», repitió despertándome del trance. «Sí, no. No te preocupes, iré donde Enrique», respondí. Al salir del departamento de Camila, llamé a Enrique para ir a buscarlo. Cuando le conté lo sucedido, creyó que lo estaba «hueveando». «Puta, hermano, ahora no puedo, saldré con Jimena», me respondió cuando le dije para ir a buscarlo. «Dale, no te preocupes, estamos hablando», respondí y colgué. «Y así se hace llamar mi amigo», me dijo, ofuscado. Caminé de madrugada por la Avenida Joaquín de la Madrid discutiendo con el sujeto que apareció de nuevo: «Busca a Bianca», sugería. Esta vez no quería que me diera órdenes, intenté rebelarme contra él: «¡No lo haré! Ella está bien sin mí», grité. «No es ella, pero te ayudaba mucho verla», seguía. «¡Basta!», grité de nuevo, apretando mi cabeza con ambas manos para evitar escucharlo, aunque no servía de nada. Nadie oyó mi grito, la calle estaba oscura, desierta, pocos autos pasaban por la avenida a esas horas. Y pensé de nuevo en ella. Un dolor empezó a recorrer mi cuerpo, una sensación casi sanguínea entorpeció mis pasos. Me costaba caminar. «Estoy vivo», pensé, para calmarme. Ella aparecía y desaparecía a su antojo, como el sujeto. «Escribe lo que te pasa», sugirió de nuevo. No le hice caso. Miraba con atención a cualquier lado, quería gritar. Me detuve en un pasaje y en cuestión de segundos todo volvió a la normalidad. 
Al cabo de un rato revisé mi celular, un Whatsapp de David decía: «¿Dónde estás? Tengo una reu, vamos». Vi la hora: 1:30. Necesitaba un respiro. «Estoy cerca, vamos», respondí. Tomé un taxi y llegué a su casa. «¿De quién es la reu?», pregunté después de saludarlo. «De unas amigas, te van a caer bien», respondió. Al llegar, una casona con un minibar en el sótano nos acogió. «Estoy vivo», pensé de nuevo. Y el sujeto, al presenciar el lugar y la situación, apareció. Empezó a susurrarme cosas: «Mira». Yo miraba, a la vez que intentaba no hacerle caso. Me senté con David después de saludar a sus amigas. «Sírvete», me dijo una de las chicas. Me serví un trago. Tomé. Algunas de ellas cantaban una canción de José José que aparecía en el proyector. «Acércate a esa chica, no ha dejado de mirarte», comentó el sujeto. Me paré y salí de la sala. «¡No!», grité en el espejo del baño cuando me lo repitió un rato después. «Háblale, dile lo que te pasa», insistió. Regresé, brinde, canté, bailé. «Tú no eres de aquí», me dijo la mujer. «Me di cuenta cuando te vi entrar», añadió. «Es mayor que tú, déjala que hable», sugirió de nuevo el sujeto. Moví la cabeza de nuevo haciéndolo desaparecer y escuché a la mujer con atención: el pasado humilde, el esfuerzo, el dinero, la posición social, la política, la corrupción, el Perú, la gente de mierda. «Se acerca cada vez más, se siente cómoda, tú también», me susurraba el sujeto y yo bebía un trago tras otro. «Te está acariciando la pierna», pienso y él me lo dice a su vez. «¿Vamos por más trago?», sugirió la mujer un rato después. «Ve», susurró él. «La botella de Whisky ya se acabó y ella te acerca la suya, te quiere convencer», siguió. «Déjate convencer», repitió. La mujer empezó a besarte, te mordía, te empujaba hacia la pared, te soltaba, tú veías a David en el mueble de al frente besando a su amiga, mucho mayor que él, sin duda y te reías. No sabías cuántas horas habían pasado. «¿Son las cuatro o cinco de la madrugada?», pensaste y no sabías qué hacías allí. Pero ¿es él el que narra o soy yo? Ya no lo sabes, él te ordena, tú actúas y viceversa. Aparece, te sugiere cosas que no harías pero sabe que un empujón basta para meterte en situaciones que quisieras no haber vivido. «Estoy vivo», pienso nuevamente. Y el rostro de ella aparece de nuevo. Te mira, te llora, te besa. Duele un poco. Sigue doliendo. «Te sientes solo, estás solo», susurra, casi burlándose de tu desgracia. «Escribe», me sugiere el sujeto. «Vuélvela eterna, no hay peor condena que la inmortalidad», añade en un arranque de serenidad y sensatez que ya no recordaba en él. Regresé a la sala, cogí mi casaca y salí del sótano. «¿Y David?», me pregunté —¿o a él?— desconcertado. «Él está bien, vete», seguía dándome órdenes. «¿Y qué le digo a la mujer?», lo interrogué. «No tienes por qué decirle algo», añadió. Subí las escaleras, abrí la puerta, caminé hasta la avenida y paré un taxi. «10 soles», me dijo el taxista. «Vamos», respondí, entré al auto y cerré los ojos. «Tienes la historia», susurró. Golpeé la puerta del auto con cólera, el taxista me miró frunciendo el ceño pero no dijo nada. El rostro de ella apareció de nuevo, besándote. Abriste los ojos, ya era de día. Empezaste a toser, miraste al taxista, te disculpaste, viste la calle, estabas cerca. El sujeto ya no decía nada, ya no existía. El sujeto eras tú, era yo.