jueves, 12 de julio de 2018

El final

El final está cerca, lo presiento. Ayer, mientras esperaba el carro en el paradero, un hombre, de aproximadamente unos treinta años —lo intuí por su forma de vestir—, esperó a una mujer que nunca vino, o al menos eso creyó. Lo sé porque desde que llegó no tardó en acomodarse en una esquina sin dejar de mirar su reloj de pulsera. Sin embargo, cuando la mujer llegó al mismo lugar y empezó a buscarlo, él ya no estaba, se había ido de la impaciencia. La situación, aunque nimia, me desconcertó. Así como lo que vi la otra tarde. Un perro buscaba comida en la basura, abrió bolsas, hurgó en cajas, pero no halló nada comestible. Avanzó despacio por la acera y se echó al filo, cansado, donde más quemaba el sol. Su hocico pegado al suelo dejaba ver su lengua reseca, negra de suciedad. Es el fin, pensé. Otro hecho reforzó mi idea. Caminaba por la vereda y vi cómo un auto cruzó tan rápido la autopista que levantó un pedazo de grieta. Siempre me había preguntado en qué momento terminaban así las pistas, quebradas, con hoyos enormes. Pero esta vez fui testigo y la destrucción duró solo un par de segundos. Esa escena me persiguió durante toda la semana. Pude haber mirado a otro lado y haberme perdido el momento, pero no. Sigue aquí, metida en mi retina, como un volcán en erupción que acaba con todo.
El hombre impaciente, el perro moribundo, la creación de la grieta. Son situaciones distintas, pero que juntas pueden significar algo: que el final está cerca. Estoy convencido, y cada día más. Mis zapatos se ensucian más rápido que antes, mi cuerpo suda por cualquier movimiento que hago, mi boca se reseca cuando dejo de hablar, mis ojos se ponen rojos, y sin embargo, me siento sano, sé que no estoy enfermo, porque lo he estado casi toda mi vida, y cuando mi cuerpo está enfermo, mi mente, mi alma y el día también. Y en esta ocasión no, todo es un caos, ya no hay orden. Mi equilibrio, del cual ya no he hablado desde hace mucho, ha perdido su balance.
Propongo una tregua al suceso que está próximo a llegar: el fin de los tiempos, los ojos caídos, como el mármol de Grecia. Nadie lo sospecha, parece ser como un secreto íntimo, privado. ¡Pero el final está cerca! Nadie escucha, nadie pregunta, nadie hace nada. Si pudiera compartirlo con alguien... Recuerdo que un día, en la mañana, me desperté sin aire. No podía respirar por más que lo intentaba, y el sueño, curiosamente, había sido una combinación de polvo y arena. El polvo no es igual que la arena. Hay polvo de piel muerta, de libros guardados, de objetos vencidos. Esta, sin embargo, era distinta. Volví del sueño como si este me hubiera afectado físicamente. Fui al baño y me apoyé con dificultad en el lavabo. Tenía el torso descubierto y sudaba a caudales. Abrí el caño y me mojé los ojos para verme mejor. Recién ahí noté que el vidrio del espejo tenía una rajadura que deformaba mi rostro. El ahogo se me pasó. Y entonces me vi con detenimiento: mi pecho, flácido, delineaba caminos que ya no se habían fortalecido desde la adolescencia. Mi abdomen, que alguna vez fue liso y duro, vibraba, en la parte inferior, como arenas movedizas. Cerré el caño y volví a la habitación.
Pero nada de eso era importante, sino el hecho de que algo había muerto en mí en ese momento, y sentía en mi cuerpo como una extensión de tiempo junto con la premonición de que todo iba a terminar. Se lo comenté a un sujeto, en el carro, cuando se sentó a mi lado. «Queda poco tiempo», le susurré. Volteó, se acomodó los lentes, me miró unos segundos y me preguntó: «¿Para qué?». Miré a ambos lados, sin tratar de llamar la atención, y le dije: «Para el fin». Cogió su periódico, su maletín y fue a la puerta de salida. Habrá pensado que yo estaba loco, no lo sé. Pero cuando bajó, lo hizo un paradero antes, porque siguió caminando lo que quedaba del camino y yo lo seguí con la mirada, entre divertido y extrañado, mientras el semáforo estaba en rojo. Quería que me responda, de nuevo, con otra pregunta, pero solo me miró parco y se fue. Me sorprende la gente que no siente curiosidad por las cosas. Además, era una alerta, y se lo decía, amablemente, a un desconocido. Pienso que debió de ser más considerado, no todos hacen eso. Ahora que lo recuerdo, algo parecido me pasó en el banco. La señorita que me atendió tenía los ojos pardos. El color de sus ojos no son importantes, pero necesito recordarlos para recordar todo lo demás. Es como un punto de partida que reconstruye la escena. En fin, me preguntó qué necesitaba y le dije que quería hacer un depósito. Cuando le di mi nombre completo, que consta de dos y uno compuesto, más mis apellidos, soltó una sonrisa. «Tiene usted nombre de aristócrata», replicó. La miré con gracia y le dije que había planes de ponerme uno más, y cuando empezó a digitar algo en la computadora, añadí: «Pero el tiempo se acaba». Dejó de escribir y me miró confundida. «¿Disculpe?», preguntó. «¿Tiene prisa?», añadió enseguida. Le dije que no, pero que el mundo en el que estamos sí. Que mañana será hoy pero con menos tiempo de por medio. Que haga lo que tenga que hacer, ahora. Y me entregó mis documentos, torpemente, y dijo, en voz alta: «Siguiente», sin mirarme. No era mi intención asustarla, solo quise advertirle. Pero creo que no me sé explicar bien. Y es que a veces pienso que no se necesita una explicación, solo hay que tener criterio y ver lo que está pasando. Pero parece que por aquí nadie lo tiene y yo no puedo hacer todo. Ya es de madrugada, me duele la cabeza y ya ni siquiera siento mis dedos. Tengo mucha sed, pero mi botella de agua está vacía. También se acabó el tiempo para ella. Ese es otro claro ejemplo. Podría mencionar muchos más, pero parece que el final, para mí, ya ha llegado.