sábado, 18 de enero de 2020

Luces

La puerta que daba a la avenida parecía la de una casa cualquiera: de madera con una reja debido a los múltiples robos que solían darse. Sin embargo, a diferencia de las otras casas, dos hombres robustos aguardaban a los lados. Nos revisaron antes de entrar y al fondo, en una cabina, pagamos unos cuantos soles. Subimos por la escalera y entre luces vimos un pequeño escenario a un lado, al frente de la barra. Nos acercamos y pedí un par de cervezas. Me serví en uno de los vasos que nos dieron y les pasé las botellas a Daniel y a Roberto. Eran las 4:30 de la madrugada, veníamos de Miraflores y el taxi nos había dejado en la Avenida de Dios. Daniel había venido de vacaciones a Lima después de dos años trabajando en Colombia y por ello, junto a Roberto, su novia Beatriz y Julia, quedamos en salir ese último fin de semana que le quedaba a modo de despedida. Pero, para ese momento, Julia y Beatriz ya se habían ido con otras amigas que se nos unieron en Miraflores, y nosotros habíamos llegado, entre casualidad y a propósito, a este lugar. Me acomodé, casi en trance, en la barra, y admiré un momento el peculiar show. No recuerdo cuánto habíamos tomado antes de venir, ni por qué estábamos aquí. Miré a Daniel y a Roberto pero no decían ninguna palabra, solo tomaban mientras veían el espectáculo. Supuse que debido al cansancio no tenían ganas de hablar, pero sus miradas decían otra cosa. Revisé un momento el celular y envié unos mensajes. «Tienes razón, soy todo lo que dices», respondí a Helena, ofuscado, muchas horas después de haberme escrito —a modo de mensaje entre líneas—, por haber creído en personas que nunca me tuvieron alguna estima. Guardé el celular queriendo olvidar ese asunto y miré a mi lado. Una mujer de cabello corto y rizado, vestida de rojo, sonreía mientras se movía al son de la música. Volteó a verme y le pregunté su nombre. «Gabriela», respondió, de forma atenta. Le dije mi nombre y le ofrecí un vaso de cerveza. Aceptó tomar un sorbo y al verme con mis amigos como si estuviéramos perdidos allí, me preguntó de dónde veníamos. Le dije que habíamos estado en Miraflores, pero que en realidad todos vivíamos cerca. «¿Y qué tal estuvo?», me preguntó. Le comenté la rutina de siempre: Las colas para entrar, la gente mirando a todos lados, el ir y salir de los bares de la calle de las pizzas hasta encontrar uno donde la música y la gente se sienta más cómoda. Y también sobre el trance de estar allí. «Y la novia», preguntó, risueña. Reí un poco, pero respondí que también había salido con sus amigas. «Deberías estar con ella y no aquí», afirmó. No pude evitar reír pero estuve de acuerdo con ella. «Simplemente no hemos coincidido esta noche, tómalo más bien como una descoordinación premeditada, en todo caso», acote. Sonrió por la ocurrencia y bebió otro sorbo. Volteé a ver a los chicos y seguían en lo suyo. Lo hacía cada tanto para no perderlos de vista. «Cuéntame de ti», le dije. Volvió a sonreír por el hecho de empezar a contarme, como era de esperar, que trabajaba aquí, de noche, desde hace unos meses, pues hace poco había llegado a Perú. Y que si quería podía conocerla más en una de las salas de baile privadas que inmediatamente señaló con un dedo. Sonreí y le dije que no era necesario. Y que me disculpara si la estaba haciendo perder el tiempo, pues esa no era mi intención. Ella se rio y me dijo que no me preocupara, que era su trabajo decirlo pero que ya había terminado su jornada y pensaba irse, pero que le dio curiosidad ver a alguien vestido así en un lugar como este. «Y tu forma de hablar», añadió, con una sonrisa traviesa. «¿Qué tiene mi forma de hablar?», pregunté, intrigado. «No sé, te noto muy educado, muy formal, por las palabras que usas, a diferencia de todos los que vienen acá». Nuevamente se me hizo imposible no reír por su comentario, alegando que no era cierto, desde luego, y que solo me estaba sobreestimando. Pero aceptando que tampoco estaba en mis planes venir acá. «Es pura casualidad», afirmé. Se me acercó un poco, como mirándome a los ojos y dijo: «Salud por las casualidades, entonces», y tomó otro sorbo. Brindé con ella, dejé el vaso a un lado y miré nuevamente el show. La mujer en el escenario, entre un juego cruzado de luces, se contorsionaba sobre una silla y bailaba detenidamente, como en cámara lenta. Daniel y Roberto seguían apoyados en la barra, observando todo. «¿Qué estoy haciendo acá», pensé en un momento de lucidez, viendo el lugar, y noté que un hombre de seguridad me observaba. Gabriela lo notó y me dijo que descuide, que ellos son los que nos cuidan de los malos clientes. «Y tú no eres uno de ellos», añadió. Sonreí y me tomé otro vaso de cerveza. Miré a Gabriela viendo el baile y le pregunté, por curiosidad, si las chicas de aquí eran sus amigas o solo compañeras de trabajo. «Solo la que baila y la que está detrás, por las mesas», me dijo, señalando el lugar. Miré hacia allá y vi a unos hombres sentados alrededor de unas mesas observando a una mujer bailando para ellos. «Ellas me comentaron de este trabajo, así que nos cuidamos entre nosotras», siguió. «Tengo dos hijos pequeños y necesito el dinero. Quiero darles lo mejor», concluyó. Volteé a verla con más detalle y pude ver detrás de su sonrisa amable, el rostro de una madre joven, los ojos claros y los labios de un color vino cerezo, los pómulos disimulados del cansancio con un tono rojizo y, más allá, por las zonas donde se suceden las lágrimas, el sacrificio que hacía por ellos. «Puedo asegurar que sí», le dije, asintiendo, y sonrió. Vi la hora en mi celular y advertí que ya iba a amanecer. Tenía una llamada de Helena, además de un mensaje de Beatriz que no había visto, preguntándome adónde habíamos ido, pues Roberto, su enamorado, no le respondía. «Estoy con ellos. Todo bien», le respondí a Beatriz de forma breve para que no se preocupara. Volteé a ver a Daniel y ya no estaba, solo vi a Roberto. Le hice un gesto preguntando por él y señaló las mesas de al fondo. Le dije que ya había que irnos, que estaba amaneciendo y que Daniel viajaba hoy en la noche. Y entonces fue a buscarlo. Miré a Gabriela de nuevo y le dije que ya tenía que irme. Me miró como imaginándolo. «Pues, ha sido todo un gusto, Enrique», aseguró, con su pícaro tono de voz y con una sonrisa de lado a lado. «Igualmente, Gabriela», respondí. «Las cosas van a cambiar», seguí. «Este país va a cambiar», añadí. Y sonrió, colocando su dedo en mi pecho, antes de dar media vuelta y regresar con su amiga por donde estaban las mesas. Vi a Roberto y a Daniel acercarse, secamos las botellas que quedaban y salimos del club. Caminamos por las calles en busca de algo de comer, y las luces del cielo de la mañana nos seguían, como indicándonos por dónde ir. Daniel no dejaba de decir que había extrañado mucho Lima, mientras Roberto señalaba un puesto vacío para tomar desayuno y yo, de reojo, miraba la puerta del club imaginando a Gabriela salir.