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sábado, 18 de enero de 2020

Luces

La puerta que daba a la avenida parecía la de una casa cualquiera: de madera con una reja debido a los múltiples robos que solían darse. Sin embargo, a diferencia de las otras casas, dos hombres robustos aguardaban a los lados. Nos revisaron antes de entrar y al fondo, en una cabina, pagamos unos cuantos soles. Subimos por la escalera y entre luces vimos un pequeño escenario a un lado, al frente de la barra. Nos acercamos y pedí un par de cervezas. Me serví en uno de los vasos que nos dieron y les pasé las botellas a Daniel y a Roberto. Eran las 4:30 de la madrugada, veníamos de Miraflores y el taxi nos había dejado en la Avenida de Dios. Daniel había venido de vacaciones a Lima después de dos años trabajando en Colombia y por ello, junto a Roberto, su novia Beatriz y Julia, quedamos en salir ese último fin de semana que le quedaba a modo de despedida. Pero, para ese momento, Julia y Beatriz ya se habían ido con otras amigas que se nos unieron en Miraflores, y nosotros habíamos llegado, entre casualidad y a propósito, a este lugar. Me acomodé, casi en trance, en la barra, y admiré un momento el peculiar show. No recuerdo cuánto habíamos tomado antes de venir, ni por qué estábamos aquí. Miré a Daniel y a Roberto pero no decían ninguna palabra, solo tomaban mientras veían el espectáculo. Supuse que debido al cansancio no tenían ganas de hablar, pero sus miradas decían otra cosa. Revisé un momento el celular y envié unos mensajes. «Tienes razón, soy todo lo que dices», respondí a Helena, ofuscado, muchas horas después de haberme escrito —a modo de mensaje entre líneas—, por haber creído en personas que nunca me tuvieron alguna estima. Guardé el celular queriendo olvidar ese asunto y miré a mi lado. Una mujer de cabello corto y rizado, vestida de rojo, sonreía mientras se movía al son de la música. Volteó a verme y le pregunté su nombre. «Gabriela», respondió, de forma atenta. Le dije mi nombre y le ofrecí un vaso de cerveza. Aceptó tomar un sorbo y al verme con mis amigos como si estuviéramos perdidos allí, me preguntó de dónde veníamos. Le dije que habíamos estado en Miraflores, pero que en realidad todos vivíamos cerca. «¿Y qué tal estuvo?», me preguntó. Le comenté la rutina de siempre: Las colas para entrar, la gente mirando a todos lados, el ir y salir de los bares de la calle de las pizzas hasta encontrar uno donde la música y la gente se sienta más cómoda. Y también sobre el trance de estar allí. «Y la novia», preguntó, risueña. Reí un poco, pero respondí que también había salido con sus amigas. «Deberías estar con ella y no aquí», afirmó. No pude evitar reír pero estuve de acuerdo con ella. «Simplemente no hemos coincidido esta noche, tómalo más bien como una descoordinación premeditada, en todo caso», acote. Sonrió por la ocurrencia y bebió otro sorbo. Volteé a ver a los chicos y seguían en lo suyo. Lo hacía cada tanto para no perderlos de vista. «Cuéntame de ti», le dije. Volvió a sonreír por el hecho de empezar a contarme, como era de esperar, que trabajaba aquí, de noche, desde hace unos meses, pues hace poco había llegado a Perú. Y que si quería podía conocerla más en una de las salas de baile privadas que inmediatamente señaló con un dedo. Sonreí y le dije que no era necesario. Y que me disculpara si la estaba haciendo perder el tiempo, pues esa no era mi intención. Ella se rio y me dijo que no me preocupara, que era su trabajo decirlo pero que ya había terminado su jornada y pensaba irse, pero que le dio curiosidad ver a alguien vestido así en un lugar como este. «Y tu forma de hablar», añadió, con una sonrisa traviesa. «¿Qué tiene mi forma de hablar?», pregunté, intrigado. «No sé, te noto muy educado, muy formal, por las palabras que usas, a diferencia de todos los que vienen acá». Nuevamente se me hizo imposible no reír por su comentario, alegando que no era cierto, desde luego, y que solo me estaba sobreestimando. Pero aceptando que tampoco estaba en mis planes venir acá. «Es pura casualidad», afirmé. Se me acercó un poco, como mirándome a los ojos y dijo: «Salud por las casualidades, entonces», y tomó otro sorbo. Brindé con ella, dejé el vaso a un lado y miré nuevamente el show. La mujer en el escenario, entre un juego cruzado de luces, se contorsionaba sobre una silla y bailaba detenidamente, como en cámara lenta. Daniel y Roberto seguían apoyados en la barra, observando todo. «¿Qué estoy haciendo acá», pensé en un momento de lucidez, viendo el lugar, y noté que un hombre de seguridad me observaba. Gabriela lo notó y me dijo que descuide, que ellos son los que nos cuidan de los malos clientes. «Y tú no eres uno de ellos», añadió. Sonreí y me tomé otro vaso de cerveza. Miré a Gabriela viendo el baile y le pregunté, por curiosidad, si las chicas de aquí eran sus amigas o solo compañeras de trabajo. «Solo la que baila y la que está detrás, por las mesas», me dijo, señalando el lugar. Miré hacia allá y vi a unos hombres sentados alrededor de unas mesas observando a una mujer bailando para ellos. «Ellas me comentaron de este trabajo, así que nos cuidamos entre nosotras», siguió. «Tengo dos hijos pequeños y necesito el dinero. Quiero darles lo mejor», concluyó. Volteé a verla con más detalle y pude ver detrás de su sonrisa amable, el rostro de una madre joven, los ojos claros y los labios de un color vino cerezo, los pómulos disimulados del cansancio con un tono rojizo y, más allá, por las zonas donde se suceden las lágrimas, el sacrificio que hacía por ellos. «Puedo asegurar que sí», le dije, asintiendo, y sonrió. Vi la hora en mi celular y advertí que ya iba a amanecer. Tenía una llamada de Helena, además de un mensaje de Beatriz que no había visto, preguntándome adónde habíamos ido, pues Roberto, su enamorado, no le respondía. «Estoy con ellos. Todo bien», le respondí a Beatriz de forma breve para que no se preocupara. Volteé a ver a Daniel y ya no estaba, solo vi a Roberto. Le hice un gesto preguntando por él y señaló las mesas de al fondo. Le dije que ya había que irnos, que estaba amaneciendo y que Daniel viajaba hoy en la noche. Y entonces fue a buscarlo. Miré a Gabriela de nuevo y le dije que ya tenía que irme. Me miró como imaginándolo. «Pues, ha sido todo un gusto, Enrique», aseguró, con su pícaro tono de voz y con una sonrisa de lado a lado. «Igualmente, Gabriela», respondí. «Las cosas van a cambiar», seguí. «Este país va a cambiar», añadí. Y sonrió, colocando su dedo en mi pecho, antes de dar media vuelta y regresar con su amiga por donde estaban las mesas. Vi a Roberto y a Daniel acercarse, secamos las botellas que quedaban y salimos del club. Caminamos por las calles en busca de algo de comer, y las luces del cielo de la mañana nos seguían, como indicándonos por dónde ir. Daniel no dejaba de decir que había extrañado mucho Lima, mientras Roberto señalaba un puesto vacío para tomar desayuno y yo, de reojo, miraba la puerta del club imaginando a Gabriela salir.

domingo, 20 de enero de 2019

Remordimiento

No nos importaba jugar en la última losa, ¿la que tenía el suelo como lija?, sí, esa misma, recuerdo que siempre llegaba a mi casa con las rodillas arañadas, rojas, magulladas, y mi vieja pero hijo qué te pasó, nada, ma', no es nada, sí, era una total cagada jugar allí, solo que los huevones de la "C" se agarraban las otras canchas y nos jodían pues, sobre todo Lucho Chema, ese mierda se creía dueño del complejo, nosotros siempre llegábamos antes y de la nada se metía con sus patas y nos decía ya, ya, chibolos, fuera de aquí o les saco su mierda, matón se creía ese, y lo puteábamos, conchatumare le gritábamos ya en la otra losa, y seguro nos escuchaba pero se hacía el cojudo el maricón. Siempre era así y no tuvimos otra que acostumbrarnos a jugar en esa cancha de mierda, pero qué tales golazos me hice allí, ah, ¿recuerdas mis chacalas?, te salían de chiripa, pendejo, yo era el único que las intentaba, huevón, me sacaba la entreputa pero las huevas, valía la pena, golazo gritaban todos, ya, ya, no te creas, yo también me hice golazos, de palomita, me acuerdo, al gordo Esteban lo tenía de hijo, malo era ese gordo, no sé por qué piensan que todos los gordos pueden tapar bien solo porque son gordos, si cuando la pelota iba rápido no la alcanzaban, lentos eran los mierdas. La cosa es que un día el Chato Óscar, ese era bien piraña, me acuerdo, sí pues, me dijo vamos a la tienda, la tía Nela se ha ido al mercado y ha olvidado cerrar la puerta, vamos, vamos, Chino, me decía, jalándome del brazo, chizitos gratis, huevón. Yo no sabía si acompañarlo, tenía miedo pe’, era chibolazo, y entonces dije qué chucha, vamos y fuimos. Ni bien llegamos se agarró varias bolsas de chizitos, papitas, chifles, yo solo agarré unos caramelos de limón, un super hiper ácido, unas pastillas de color rosado, amarillo, celeste, también los Chups, esas huevadas eran veneno pero eran ricas, ¿te acuerdas?, también metí Chocopunch, Olé, Olé, varias cosas pequeñas para no hacer mucho roche, además mi viejita me había dicho que robar era malo, pero el huevón pe’, el chato, me hizo verla fácil, aun así solo metí esas huevaditas en una bolsa, y el chato, rata era, también agarró gaseosas, Coca-Cola, Inca Kola, se llevó varias Chiquis, me dijo agarra mierda, ponlo en tu bolsita, aprovecha, y yo putamare, chato, nos van a cagar, se van a enterar, mejor ya vamos, y el chato no seas cojudo, lleva todo lo que puedas, pero ya es mucho le dije, y cuando volteé a ver la puerta principal, vi a la tía Nela entrando, me dio pena, huevón, la tía jalaba un costal con varias cositas para vender, se veía hasta las huevas, flaquita, tenía su mote, venía de Ayacucho, una vez me contó de niña siempre quise conocer Lima, en mi pueblo nada había, puro campo, pura tierra, pero lo extraño, niño, buena gente era, y recordé eso y la conciencia pues, entonces dejé mi bolsa con todas las huevadas, me llevé solo la Chiqui porque yo amaba la Chiqui, sobre todo la de naranja, recuerdo que mi viejita siempre me compraba para mi lonchera, y ahí fue que le dije chato corre, ahí viene la tía, y el chato pendejo corrió con todo, no dejó ni mierda, trepamos la reja que daba al pampón y pim, pam, chaca, chaca, subimos y no volteamos hasta estar lejos, y qué te dijo el chato, espera pues, ahí voy, el chato me dijo huevón, ¿y tus cosas?, y le mostré solo la Chiqui, eres un cojudo, me empezó a gritar, me daba pena la tía pues, le explicaba, huevón, gritaba, yo también quería esas huevadas que agarraste, íbamos a repartirnos entre los dos, ahora no te doy ni mierda, huevón, saca la vuelta pes, le dije, tampoco quiero tus huevadas, choro eres, Chato, le recriminé, si dices algo te saco la mierda, Chino, estás advertido. Y yo me fui nomas, puta, qué cagón ese Chato, sí pues. 
Los días siguientes yo iba donde la tía y la veía toda triste, todo me han robado, decía, mocosos de miercha, y yo putamare, pensaba, y sentí remordimiento, culpa. Entonces, sin que se diera cuenta, le dejé la china que costaba la Chiqui ahí en su tienda, ah, verdad, cincuenta céntimos costaba esa huevada, sí pues y me fui, pateando piedras, puteando al chato de mierda, choro eres, pensaba. ¿Y qué pasó con él?, nada, iba como si las huevas, saludaba a la tía como siempre. Tiene que tener cuidado pues, tía Nela, aquí roban, decía el cínico de mierda, yo quería acusarlo, sacarle la mierda, pero ese chato era cholón, maceta, fuerte el conchesumare, cuando jugábamos fútbol se metía feo, no le daba miedo meter golpe, sí recuerdo verlo pelear, al colorao' Richard lo dejó rojo de golpes, sácate, pum, sácate, pum en toda la cara y el colorao' ya no podía defenderse, lo tuvieron que agarrar al chato, una mierda era. Entonces, un día, cuando estábamos jugando en la canchita, el chato me miraba todo serio pues, y en eso se me acercó y me volvió a decir sigue callado nomas, Chino, sino ya sabes. No le respondí, fui a traer el balón después de un pelotazo y al regresar, el chato se me pegó y me volvió a decir ya sabes, y yo no le hacía caso. Al acabar el partido, me fui nomas, con la gente, ya no quería meterme. Pero un día que fui temprano para agarrar la cancha, lo vi dando vueltas por la tienda de nuevo, andaba con el negro Jeta, ese negro también era arrebatado, y puta, huevón, ni bien la tía salió, los huevones fueron a robar, por la ventanita, el negro ese era flaco pues y se metió fácil, y este le tiraba cosas por ahí al chato, que se quedó afuera, chizitos, gaseosas, galletas, todo se llevaban, y puta, me llegó al huevo pues, ya era mucho, la tía Nela no se merecía eso, y entonces yo empecé a gritar, ¡están robando la tienda!, ¡choros, choros!, la tía Nela regresó con el jardinero y lo chaparon al negro nomas, el chato se escapó conchesumare, lo dejó al negro ahí, solito, pobrecito, negro huevón pues, el tío le sacó su mierda, toma por choro, pum, morado lo dejaron, no debió confiar en el Chato. 
Al día siguiente, el Chato estaba sentado en las bancas viendo pelotear a todos, y era raro pues, no jugaba, solo miraba y miraba, eso me dijo el Johny, está sentado ahí hace rato, no dice nada tampoco, tal vez porque ayer lo chaparon a su pata el negro robando la tienda de la tía Nela, le dije, debe estar asado. Entonces, cuando me vio, se levantó y dijo para jugar, y a mí ya se me hacía raro, vamos a jugar, decía tranquilo y yo ya pues, normal, arma el equipo. 
El partido empezó y al rato nomas yo veía al chato pegado a mí, me jalaba, me marcaba, seguro me quiere romper, yo ya sabía ya. En eso el Johnny me pasó la pelota, yo corrí al área y el chato me barrió por detrás y salí volando, ahora grita pe’ conchatumare, me dijo, crees que no sé que fuiste tú, por tu culpa lo cagaron al negro, me gritó y se abalanzó hacia mí, pum, pam, empezó a lanzar golpes, en la cara, en la barriga, me dolió como mierda, pero yo con la cólera lo empujé y empecé a tirarle golpes, nos caímos y rodamos en la losa, nos arañamos todo, parecía lija esa losa, conchesumare, la gente hizo un círculo y que nadie se meta, carajo y pum, pam, otro golpe, ese chato era una mierda, nada lo detenía, eres choro pe, conchatumare, no te da pena la tía Nela, choro, eres un choro de mierda y seguían los golpes. Yo ya estaba sangrando, el labio lo tenía hinchado, el ojo morado, todo cagado, pero yo también le acerté algunos golpes, ni cagando me iba a dejar pe’, pero lo agarraron porque empezó a patearme en el suelo y yo ya veía luces putamare, todo me daba vueltas y solo gritaba eres un choro, un choro, cubriéndome. Al llegar a mi jato mi vieja se asustó, qué te pasó hijito, ya no me sales, carajo, en este barrio hay puros cholos, pirañas, delincuentes, vamos al hospital a curarte, ya ma’, tamare’, no es nada, dije, hasta que me vi al espejo, estaba hecho mierda, pero al menos no era un choro, carajo.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La Herradura

Bajamos sin prisa del auto y el mar, frente a nosotros, rompía sus olas negras por la noche y el invierno. Habíamos llegado a la Herradura para celebrar el cumpleaños de Elena, una amiga de la universidad, y también por haber terminado los exámenes de fin de ciclo. 
Después de pagar el taxi, Ramiro y Roberto se fueron a comprar unos cigarros y Mariano se quedó conmigo esperando la llegada de las chicas. Llamé a Celeste para saber a qué hora venían. Me dijo que en veinte minutos estarían aquí. Ramiro y Roberto regresaron y nos ofrecieron unos puchos. Fumamos, nos ajustamos el cuello por el frío y decidimos avanzar para comprar unas cervezas. Cruzamos la pista y entramos a un bar, subimos una escalera y en la azotea se escuchaba la música y la bulla de la gente. Buscamos un lugar cerca al balcón, juntamos el dinero y compramos una caja. La música se escuchaba fuerte, habían parlantes en cada esquina y el lugar era amplio. 
Mariano miraba con atención a las chicas que llegaban, pues entre ellas estaba seguro que vería a su exnovia, que no tenían menos de un mes de haber puesto fin a su relación. Me hizo un gesto y me acerqué a él: «Me avisas si ves a Cristina», me dijo. Asentí con la cabeza y cogí el vaso de cerveza. Intenté buscarla con la mirada pero solo vi a otras amigas. Fui a saludarlas, hablamos un rato y regresé con los chicos. Revisé mi celular y tenía llamadas perdidas de Celeste, y en uno de sus mensajes decía que ya había llegado, y cuando la llamé, la vi entrar con sus amigas. Caminé hasta la entrada y nos saludamos. Celeste era una de mis mejores amigas y de Elena, la cumpleañera, por lo que no podía faltar. Hablamos sobre el lugar, sobre quienes vendrían y sobre Raúl, su nuevo pretendiente. Raúl no me caía mal, pero tampoco me agradaba mucho. Era un tipo normal, sin gracia, pero dentro de todo amable. Celeste no lo veía así, por ello había aceptado salir con él un par de veces, y esperaba verlo hoy. Le di un beso en la frente y le dije que me avisara cualquier cosa, que estaría con los chicos, y me fui. 
Cuando me propuse regresar al balcón, advertí el tumulto, que unos minutos antes no había. Caminé entre la gente para atravesar la enorme sala. Mientras intentaba salir de allí, me encontré con Cristina, quien me saludó amistosamente y me presentó a su amiga Fernanda. Delgada, de rostro limpio y de unos ojos claros. Fernanda era linda. Me miró unos segundos y yo hice lo mismo. Cristina me dijo algunas cosas y un momento después me jaló del brazo: «¿Mariano está aquí?», me preguntó. «Sí, vine con él y los chicos. ¿Por qué?», dije. Cristina empezó a buscarlo y a mirar a los lados, cautelosa. Se acercó y me dijo que había venido con un chico, un amigo, un saliente. La miré sorprendido y empecé a buscar a alguien con la mirada, primero al chico en cuestión, después a Mariano y luego a Fernanda, quien me miraba de lejos. «¿Pasa algo?», me preguntó Cristina, jalándome el brazo. «Tu amigo terminó conmigo, por si no lo sabías», añadió. Yo no lo sabía, por alguna razón Mariano nunca me lo comentó. «No pasa nada», dije, de pronto. «Pero sería mejor que evites que te vea», añadí. «No tengo por qué hacerlo, Miguel», me respondió, frunciendo el ceño y colocando ambas manos en sus caderas. «Está bien, no te preocupes, solo decía», respondí, sereno, para evitar algún malentendido. Cristina se fue y me miró como queriendo que se lo dijera. La miré confundido y seguí por la sala hasta llegar al balcón.
—¿Dónde estabas? —me preguntó Mariano.
—Fui a ver a Celeste. Ya llegó.
—¿Viste por ahí a Cristina?
—Sí.
—¿Y estaba con alguien?
—Sí, con su amiga Fernanda.
—¿Fernanda, una bonita?
—Sí, era muy bonita.
Decidí no decirle lo que me había dicho Cristina. Al parecer, Mariano sabía que había cometido un error al terminar con ella y se hubiera puesto mal si se enteraba. Tal vez luego los vería juntos, pero ya no sería mi problema y habría evitado malograrle la noche que apenas comenzaba. Le dije que me pasara la cerveza y me serví un vaso lleno. Me encontraba con mucha sed. Ramiro y Roberto estaban con unas amigas conversando, fumando y tomando. Las reconocí de lejos: Liliana y Carla. Fui a saludarlas y a brindar con ellos. Regresé donde Mariano y me dijo que quería dar una vuelta. No era difícil adivinar que aquella vuelta era para buscar a Cristina y hablarle, así que lo acompañé para evitar que la vea. Hice que me siga por otro camino y llegamos al bar. Le dije que mejor saliéramos a comprar un cigarro, como para hacer hora, pero de pronto apareció Celeste con Raúl. Lo saludé con fuerza para molestar a Celeste y luego ambos saludaron a Mariano.
—¿Qué tal la están pasando? —nos preguntó.
—Bien —dijo Mariano.
—Solo que aún no vemos a Elena y queremos saludarla —intervine.
—Está por allá —señaló Celeste una sección de la sala que no había visto.
—Bien, ahora voy —dije, codeando a Mariano para que me acompañe.
—Estaré con las chicas por las mesas —me dijo Celeste, y se fue con Raúl.
Fuimos hacia donde nos había señalado Celeste y vimos a Elena. Estaba bebiendo tragos cortos con sus amigas y bailando. Me acerqué con Mariano y empecé a bailarle a Elena hasta que me vio. Volteó y me abrazo. Sonreí y le dije: «Feliz cumpleaños, amiga». «Gracias, Micky. Toma, bebe», y me alcanzó un shot de pisco. Luego hizo lo mismo con Mariano. Siguió bailando y nos fuimos de regreso con los chicos. Mariano seguía distraído, ni el pisco lo había despertado de ese estado. No prestaba atención a nada de lo que pasaba, él solo buscaba a Cristina. Llegamos donde los chicos a abrir otra botella, a tomar, a escuchar la música, a relajarnos y celebrar el fin de exámenes finales.
La playa se veía vasta desde donde nos encontrábamos. Las olas no habían dejado de romper en la orilla haciendo sonar las piedras y mojando a veces el muro que las dividía de la calle y la pista. Abajo se encontraban algunos autos, pero la neblina limeña los hacía ver fantasmagóricos, así como a los que pasaban por ahí. Volteé a ver a Mariano, ahora lo notaba preocupado. Al parecer necesitaba hablar con Cristina más de lo que yo pensaba, pero no quería imaginar lo que sucedería si la veía acompañada. Me dije a mí mismo que no era mi problema y me tomé otro vaso de cerveza.
En eso pensé en Fernanda, la amiga. La busqué con la mirada, por donde me había encontrado con Cristina. Repare en que si decidía buscarla, Mariano me seguiría y por lo tanto el encuentro con su exnovia sería inevitable. Tuve que idear una manera de lograr lo primero sin provocar lo segundo. Le dije a Mariano que iría a comprar más cerveza, pero inmediatamente me dijo que aún quedaban botellas en la caja. Fui ingenuo, pero creí que no me diría nada porque cuando se trataba de comprar más trago, no ponía objeciones. Mientras pensaba en algo más, llegó Celeste con Raúl y dos de sus amigas: las inseparables Sandra y Camila. Nos saludamos.
—¿Qué le pasa a Mariano? —me preguntó Celeste en un momento que estuvimos a solas.
—Cristina ha venido y está acompañada —dije, de manera rápida.
—¿Cómo? Pero si hace poco terminaron.
—Él le terminó. No sé por qué, pero está arrepentido. Me parece que Cristina lo ha hecho para molestarlo, aunque no podría asegurarlo. No le vayas a decir nada, por favor.
—Está bien, no te preocupes. Espera, ahí viene.
Mariano se acercó y nos ofreció otra botella de cerveza. «Salud», dijimos los tres. Raúl llegó con una jarra de ron y nos las ofreció. Le dijimos que después, mostrándole la cerveza.
—¿Todo bien? —preguntó Mariano.
—Sí, ¿y tú? Te veo apagado —respondió Celeste.
—Más o menos. Necesito hablar con Cristina, ¿la has visto? —consultó Mariano.
Celeste me miró y llamó a Raúl. Volvió a Mariano y le dijo:
—No, no sabía que había venido.
—Miguel la vio hace rato con una amiga.
Celeste me miró y yo asentí.
—Sí, pero tal vez ya se fue —sugerí—. Un momento, ya vuelvo —dije, aprovechando la ocasión para buscar a Fernanda.
Caminé entre ellos, brindé con Ramiro y Roberto. Liliana y Carla me empezaron a bailar, les seguí el baile hasta poder salir de la rotonda y me fui.
Me apoyé en la barra al otro lado de la sala y empecé a buscar a Cristina y a Fernanda. Compré una cerveza personal y me acerqué para ver mejor. La vi bailando con sus amigas, y Cristina, efectivamente, se encontraba con un sujeto que no había visto antes. Un momento después el chico se fue con unos amigos y ellas se quedaron bailando en la mitad de la sala. Caminé por ahí como quien intenta llegar al otro lado y pasé al lado de ellas, confiando en mi suerte, que nunca había sido mucha, pero creía en el simbolismo del lugar en el que estábamos. Entonces, Fernanda se percató de mí y le dijo algo a Cristina. «Miguel, Miguel», me empezó a llamar. «Ven, ven», me dijo Cristina. «Baila con mi amiga», sugirió y yo miré a Fernanda y ella me miró sonriendo. La saqué a bailar. Volví a ver a Cristina y me miró con una risa traviesa. Cristina era esbelta, tenía el cabello largo y unos gestos muy traviesos. «Tal vez Mariano no confiaba en ella», pensé. Fernanda me preguntó si yo bailaba salsa. Le dije que haría mi mejor esfuerzo. La sostuve de las manos y ella empezó a moverse de un lado a otro y con una energía que dejaba en ridículo a la mía. Le di una vuelta y se acercó a mí. Nuestras mejillas se rozaron y nuestras miradas se quedaron fijas. Mi mano cogía su espalda y dábamos otra vuelta. Ella pegaba su cuerpo al mío y nos mirábamos en cada giro. La música cambió y nos paramos a un lado. 
—Bailas bien —me dijo.
—Solo intenté seguirte el ritmo —respondí.
Cristina nos había visto bailar y ahora ella bailaba con el chico que la acompañaba. Fernanda y yo nos quedamos viéndolos mientras conversábamos.
—Cristina me contó que estaba con tu amigo —comentó Fernanda, de pronto. Y yo recordé a Mariano.
—Sí, estuvieron hasta hace poco —dije, mirando a ambos lados, buscándolo. 
—¿Él está aquí? —me preguntó.
—Sí, vino conmigo —respondí.
—Uy, qué complicada situación —agregó.
Pensé lo mismo. Ahora no sabía qué hacer. Ya estaba con Fernanda, pero tenía que volver donde Mariano porque sino él vendría a buscarme y me vería con Fernanda y a Cristina con el chico nuevo, y nada bueno podría salir de eso.
—Espérame un momento —le dije a Fernanda, cogiéndola de las manos—. Ya vuelvo.
Fui enseguida donde los chicos y seguían allí. Habían comprado otra caja de cerveza y se veían entretenidos. Me acerqué a Celeste y le conté lo que pasaba. Le dije que distrajera a Mariano mientras yo me quedaba con Fernanda. Celeste me miró molesta, pero luego entendió. Me dijo que sus amigas Sandra y Camila querían bailar con Mariano pero parece que con él no era la cosa. «Está muy distraído con lo de Cristina», me dijo. En ese momento me sentí un mal amigo, pero lo único que quería era evitar algún pleito y, claro, pasar más tiempo con Fernanda. Celeste me dijo que haría todo lo posible y me fui sin que Mariano se diera cuenta.
Vi la hora en mi celular y daban las dos de la madrugada. Aún quedaba mucho tiempo, pensé, y volví donde Fernanda. Se encontraba tomando con dos amigas mientras Cristina seguía bailando con el chico. Pero me vio volver y miró a Fernanda. Ella rió e inmediatamente la saqué a bailar. 
—¿Adónde fuiste? —me preguntó.
—Donde mis amigos, se están divirtiendo sin mí —dije.
—Entonces no te vayas —me dijo, y ambos sonreímos. Dimos unas vueltas y nos juntamos más. Fernanda se miraba con Cristina y sonreían.
—¿Hasta qué hora te quedas? —le pregunté un momento después.
—Un par de horas más. Yo vivo cerca —me dijo.
Fue cuando vi que Mariano pasó al frente de nosotros pero sin darse cuenta, ni de mí y mucho menos de Cristina. De todas formas intenté esconderme con el baile hasta que se fue. Fernanda me miraba cada vez más cerca y yo hacía lo mismo. Bailamos un par de canciones más y yo ya no quería irme a otro lado. Cuando de pronto escuché botellas y vasos caer de una mesa y romperse en el suelo. Fernanda me volteó y gritó: «¡Se están peleando!».
Fui corriendo mientras pensaba: «No, no, no, que no sea Mariano». Y cuando llegué, vi que Mariano había golpeado en el rostro al acompañante de Cristina y este había caído encima de unas de las mesas haciendo caer todo a su paso. Ramiro y Roberto lograron controlarlo para cuando yo había llegado. Cristina empezó a gritarle todo tipo de adjetivos, desde “maricón”, “cobarde”, “imbécil”, entre otras cosas.
Me acerqué a Mariano y le pregunté que qué había hecho. Y me soltó el brazo, con fuerza. «Tú sabías que Cristina había venido con ese huevón», y lo señaló. «Te hiciste el cojudo, nomás», añadió, molesto. «De qué estás hablando», dije, sintiéndome un hipócrita. Celeste me agarró del brazo y me dijo que Mariano estaba borracho, pero que me había visto bailando con Fernanda junto a Cristina y el otro sujeto. En ese momento supe que la había cagado. Los de seguridad invitaron a Mariano a retirarse, y Ramiro y Roberto lo acompañaron a salir.
Cristina me miró molesta. Fernanda no entendía lo que había pasado. Le expliqué todo en cuestión de segundos. Me acerqué a Cristina y solo atiné en decirle: «Yo te lo advertí, solo quería evitar que algo así pasara». Cristina seguía molesta, pero me dio la razón. «Debí ser más precavida», se dijo mientras miraba el golpe que su nuevo chico había recibido. El sujeto era un idiota, ni siquiera se defendió del golpe de Mariano. Cristina le dijo a Fernanda que se iría con él. Fernanda me cogió de la mano y le dijo que se quedaría. Cristina me miró y quiso decir algo, pero solo me señaló con el dedo y se fue con su acompañante. Fernanda me miró y me dijo que no quería que me quedara solo. 
—Tus amigos te dejaron.
—Sí, luego hablaré con Mariano.
—Estaba muy molesto.
—Él es así, sobre todo cuando se pone borracho.
La gente empezó a retornar a sus lugares y a volver a bailar y a beber. Me acerqué al bar con Fernanda y nos tomamos unas cervezas. Ella me sujetaba de la mano y yo la miraba. En un cambio de canción, sus labios se acercaron a mi boca y nos besamos por un buen rato. Bailamos un par de canciones más mientras nos besábamos. Al ver la hora, cuatro y media, salimos de allí y caminamos por las veredas de la Herradura. El viento corría fuerte y estuvimos abrazados. Fuimos a esperar el taxi. Mientras esperábamos que llegue, ella se puso a responder algunos mensajes de su celular y yo hice lo mismo. Ramiro me dijo que ya habían dejado a Mariano en su casa y que pensaban seguirla. Le dije que no se preocuparan por mí, que ya me iba. Celeste me escribió diciendo que ya se había ido, que me vio muy cariñoso con Fernanda y por eso no se despidió. Le dije que ya iría a visitarla para conversar. 
La cabeza me dolía a mares, había tomado más de la cuenta pero estaba consciente de lo que sucedía. Fernanda no dejaba de abrazarme y besarme. Se veía hermosa bajo los faros en plena madrugada. Llegó el Uber que habíamos pedido y subimos. Los bares y las calles empezaron a perderse con la gente. La playa y la neblina desaparecieron y llegamos a un condominio. «Aquí es», dijo Fernanda, y bajamos del taxi. Entramos a su sala y nos acostamos en el mueble. Sus labios besaban mi cuello y mis manos buscaban más de ella. En silencio pensaba en todo lo que había pasado y estaba por pasar. Y fue inevitable no sentir un sentimiento de culpa por lo que había hecho. «¿Qué clase de amigo era yo?», me preguntaba mientras me desprendía de mis prendas y Fernanda me miraba y me besaba. Entonces, sintiendo a Fernanda tan cerca de mí, la noche dejó de ser noche y cada vez dejó de ser fría.