viernes, 16 de mayo de 2014

La estación

La conocí en una estación del tren en las fueras de la ciudad, se veía distraída observando a cada momento a las personas que entraban y salían perturbando su lectura de un libro cuyo nombre no recuerdo ahora. Tenía en el brazo una cicatriz de cera con forma de lágrima de fuego, opté por no llenarme de curiosidad pero era inevitable. De alguna forma, me llamó la atención de que no lo disimulaba, sino que se veía extravagante con los tatuajes de alas de ángel que llevaba en la parte lateral de cada brazo. 
Intenté distraerme mirando el reloj para aparentar que se me hacía tarde, pero su presencia era muy llamativa. Se levantó del asiento de la estación y recogió su zurrón el cual parecía estar muy pesado. El tren llegó y la gente empezó a entrar y a tomar asiento, y debido a que no habían muchas personas por lo tarde que era, ella se encontraba a mi lado, tratando de retomar su lectura. No tenía el valor suficiente para hablarle, se veía muy concentrada en los textos que descansaban en sus manos. Pero de un momento a otro guardó todas sus cosas. 
Intenté recordar si la había visto antes, usualmente mi retorno era por esas altas horas, aunque casi siempre llegaba un poco más tarde. Ya muy cerca a mi destino, seguía con mil idas y venidas sobre tan extraña chica que a mi parecer, no tenía nada de extraña, sino algo peculiar que me hacía querer saber sobre ella. 
Entre la multitud caminábamos juntos pero todavía siendo extraños. Fue entonces que, a punto de salir de la estación para no verla jamás, volteó, me miró y me dijo, como afirmando, casi hablando a la nada: «Siempre llegas tarde a la estación, cansado, preocupado». Al parecer, se había percatado de mi presencia mucho antes de que yo advierta la de ella. No supe qué decir; no pensé que me hablaría y diría eso. Empecé a recordar la historia de un libro cuyo tema era la conexión y la energía de pensamientos, y era la primera vez que experimenté algo como eso. 
Le respondí sin pensar, con voz temblorosa, nervioso y un poco desconcertado: «¿Disculpa? Ah, sí, no me había dado cuenta». Me dijo: «Descuida, todos viven así hoy en día, más bien, perdón si te asuste». Estaba muy tranquila, hasta parecía causarle un poco de gracia mi reacción por su inesperada conversación conmigo. «No te preocupes, así es la vida en la ciudad», contesté, ya más suelto. No le iba a decir que estuve mirándola desde que llegué a la estación, aunque lo más probable es que ya se hubiera dado cuenta. Le pregunté sobre a qué se refería con que las personas viven así ahora. Me dijo que como terminaba temprano sus actividades, llegaba primero a la estación del tren, y veía a casi todas las personas llegar tarde, con un ademán de molestia, de incertidumbre, como a mí en algunos días. No solo era por tal vez perder el tren, sino por los problemas que viven y alteran su vida durante su jornada. 
Me dijo que estudiaba psicología y que ya estaba a punto de terminar su carrera. Me comentó que siempre notaba eso en las personas, con sus gestos, su forma de caminar, de mirar a todas partes, en su manera de quejarse y mirar la hora a cada segundo. Me sorprendió mucho, no lo había visto de esa forma. 
Se llamaba Anel, cuyo nombre no olvidaría jamás. Conversando fuimos caminando por el mismo rumbo sin prisa. Le conté muy poco sobre mí, pues era como si la conociera desde siempre y yo solo quería seguir escuchándola. Prosiguió contándome sobre las continuas apreciaciones que tenía y sobre las conductas de las personas que advertía en su vida diaria. Sus reflexiones me parecían increíbles, su filosofía de vida era encontrarle solución a todo a base de métodos netamente humanos. Tenía respuesta para todo y alguna que otra acotación cuando yo comentaba algo, era muy curioso. 
El tiempo me dejó de importar en todo ese lapso que estuvimos hablando, nunca había tenido una conversación de tal magnitud con una desconocida, que al parecer me conocía mucho con solo haberme observado algunas veces en la estación. Notó mi interés por su cicatriz en el brazo, y aunque no le comenté nada me lo hizo saber: «Vi cómo me mirabas el brazo en pleno viaje, es normal, muchos lo hacen». Empezó a contarme la historia de cómo fue que le sucedió tal hecho. Recién había cumplido diez años, unas semanas después de haber recibido como regalo la llegada de su padre del extranjero. Recuerda que ese día vio salir humo de la habitación de un primo que había venido de visita por unos días. Según ella, él era muy liberal, había viajado por muchos países a darse la buena vida a sus tan solo veinte años. Y ese día salió un momento como solía hacerlo por las noches, pero olvidó apagar el cigarrillo que dejó en el buró al lado de su cama. Fue una noche en la que ella se encontraba sola con su hermana menor cuando el siniestro empezó a crecer. El fuego se expandió por toda la casa, no supo qué hacer más que abrazar a su pequeña hermana para que las llamas no la acorralen. Los vecinos empezaron a entrar para sacarlas de ahí, pero fue demasiado tarde, casi toda la parte de su brazo derecho había sido afectado por el feroz siniestro, pero felizmente no paso a mayores.
Ya muchos años después de aquel accidente, me contó que le alegra ver a su hermana, ya más grande, linda como siempre, quien ahora la considera a ella como su heroína preferida. 
Me conmovió mucho su relato, sobre todo por cómo llevaba su vida después de eso, tratando de ayudar a las personas con palabras y comprensión. Y como todas las personas que se ven un día, al azar, la despedida era inminente. Ella se fue y yo también, con un 'mucho gusto' por habernos conocido. Luego, me puse a pensar sobre las historias que las personas llevan consigo en cada esquina, en cada calle, en cada avenida, en cada estación. Fue un día para no olvidar, y tal vez mañana la vea de nuevo, ahí sentada como hoy en el mismo lugar, pero esta vez procuraré ya no llegar tarde y tampoco preocupado.