Mostrando entradas con la etiqueta Libro. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Libro. Mostrar todas las entradas

miércoles, 17 de mayo de 2017

Azar

Hasta la avenida Benavides, dije, pagando con un sol al chofer que al mismo tiempo hacía de cobrador. Sacó un ticket de la boletera y me lo entregó, guardó la moneda en una caja que se encontraba al lado del volante y empezó a decir: «Avance, avance, atrás hay asiento», con una voz socarrona y arisca.
Intenté caminar por el bus en pleno movimiento mientras me agarraba de los pasamanos sucios y oxidados, y veía indiferente los rostros de los pasajeros distraídos con los ojos fijos en sus celulares. Algunos de ellos iban con los audífonos puestos, otros durmiendo o simplemente viendo con nostalgia la vida pasar a través de las ventanas. Me senté al último, como de costumbre, y hurgando en mi morral saqué el libro de turno para leerlo en el camino. En mi jornada siempre llevo conmigo algún libro corto para calmar la espera, y mi lectura en ese momento era la novela corta: El Coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez. Sin embargo, la impotencia que sentía el Coronel al esperar una pensión que jamás llegaba me transmitía una sensación de abandono, y la narración, tan sencilla como perfecta, con un trasfondo desesperante, me inquietaba y conmovía. 
Y ahí estaba yo, en ese mar de sensaciones, a la expectativa de lo que sucedería en la novela, como el Coronel esperando su pensión, cuando de pronto una sombra empezó a oscurecer la parte superior de la página que leía y entonces levanté la mirada de soslayo y vi que una señora, que estaba a mi lado, se había parado para bajar en el siguiente paradero. Cuando me moví para abrirle paso, al mirar a mi izquierda vi, totalmente despreocupada, a una chica con un libro entre manos, concentrada en lo que leía y con el morral hacia un lado. No me había percatado de ella ni ella de mí. Había estado leyendo con la mirada hacia abajo y por eso no pude notar su presencia al subir. Guardé el libro y me acerqué cauteloso, como cambiándome de asiento, intrigado por el libro que ella estaba leyendo y también por lo linda que era. 
Empecé a ver de reojo y con cuidado el libro que tenía entre manos —manía que odio de algunas personas cuando leo en el bus pero que ahora yo lo estaba haciendo— y vi el título del libro en la parte superior de la izquierda: La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Era la misma edición que yo había leído, pensé. Y entonces, sentí la necesidad de preguntarle sobre el autor, que es uno de mis favoritos, pero callé, pensando mejor lo que diría, si es que llegaba a decirle algo. En eso, el bus dobló rápido en una calle y la llanta trasera chocó con la vereda, haciendo un movimiento leve en el bus que despertó a todos, y ella levantó la mirada, para luego voltear a verme. Nos vimos por unos segundos, pero al instante ella siguió con su lectura volteando la página del libro. Al parar el bus en una esquina, un joven subió a tocar música andina y me distraje escuchándolo por un rato, después un señor pasó ofreciendo helados a "solo un sol". Luego, volteé a verla y olvidé por completo lo que pasaba en ese momento. Temía que su paradero llegara antes que el mío y perder la oportunidad de hablarle. Entonces, movido por un instinto ligado por el afán de saber su interés por la lectura que llevaba entre manos y, también, por el poco tiempo que resolví tener, le pregunté, cuando hizo una pausa al mirar por la ventana, si había leído otros libros del mismo autor. Volteó y me miró incauta, pero creo que mi tono de voz fue el correcto, porque después de mirarme unos segundos, me contestó amable y sin titubeos: 
—Sí, gracias a mi padre, a él le gustan mucho los libros de Mario Vargas Llosa —respondió, cogiendo el libro. 
—Genial —respondí, atento—, ese es un buen libro, también tengo la misma edición —añadí, por seguir la conversación que hasta el momento iba bien, aunque recién había comenzado. 
—Está entretenido —dijo, mirando la tapa del mismo. Su voz era impostada, amistosa, no parecía incómoda por hablar con un extraño como yo, tal vez mi comentario, inofensivo y sincero, reemplazó la apatía o desconfianza que a veces, en la calle, se siente cuando un desconocido intenta dialogar con alguien.
—Disculpa que interrumpa tu lectura —le dije, sincerándome—, pero no pude evitarlo. Empezó a reír y me dijo que no me preocupe. Y no me preocupé. Tenía los ojos claros, el cabello castaño, ondulado, y un mechón le cubría parte del rostro que se lo movía constantemente. 
Y en eso, levantó la mirada, de nuevo, y me dijo que ya tenía que bajar, y me moví a un lado para que pudiera salir. Cuando me percaté en dónde estábamos, me di cuenta de que yo también bajaba aquí. Entonces, le dije, o lo pensé, para no asustarla debido a la casualidad, que yo también bajaba. 
—No me digas que también estudias aquí —le dije luego, sin mirarla, al bajar en el paradero, caminando hacia la universidad. 
—Sí, bueno... Recién he ingresado —respondió—. He venido solo a dejar unos papeles pero no estoy segura en dónde —añadió. 
—Ah, ya entiendo, por eso no te había visto antes —comenté, comprendiendo su situación—. Yo también estudio aquí, solo he venido a averiguar unas cosas. Si quieres te acompaño, para que no te pierdas —le sugerí.
—Está bien, gracias —me dijo—, aún no conozco bien el campus, es la segunda vez que vengo. 
—Descuida, a todos nos pasa. La primera vez que vine estuve dando vueltas y vueltas, fue una tortura —comenté—. Pero hoy estás de suerte, no pasarás por eso —añadí, con una sonrisa. Me miró y se rió, un poco avergonzada, un poco agradecida. Por cierto, mi nombre es Enrique, ¿y el tuyo? —pregunté, atento, para no olvidarlo cuando me lo diga. 
—Abril —respondió, con un gesto gracioso y relajado.
Llegamos a la universidad y antes de entrar se acercó a un módulo que estaba al lado de la puerta, pidió un código de permiso por ser nueva estudiante para poder ingresar, mientras que yo sacaba mi billetera con mi carnet y la esperaba para pasar juntos. 
—Esta es la puerta principal —le dije—, pero hay otras más, si es que un día llegas tarde. 
—Lo tendré en cuenta, sobre todo porque tendré clases a las 8 de la mañana —respondió. 
—Así es al comienzo comenté, y sonreí. 
Y al entrar, como si ya nos conociéramos de tiempo, le hablé de todo lo que había en la universidad. Le señalé el estacionamiento, las oficinas de matrícula, las facultades, la escuela de cada una de ellas, los laboratorios, las bibliotecas y los aularios, en donde se dictan los cursos generales, mientras caminábamos hasta llegar a la facultad de ella, que, me había dicho, era la de Derecho. Habían pocas personas en la universidad, la mayoría de ellas haciendo trámites, llevando documentos de aquí para allá, y otros, muy pocos, en grupo y conversando, a vísperas de un nuevo ciclo. 
—Mi facultad, la de Contabilidad, queda más abajo —le dije—, cerca al anfiteatro, y ella miraba, perdida y también nerviosa, como me dijo que se sentía al ser su primer año en la universidad. Al llegar a su facultad, le dije en dónde tenía que dejar sus papeles. La esperé afuera mientras revisaba mi celular para preguntarle a un amigo si ya había atención en la oficina de matrículas, motivo por el cual había ido. Cuando supe que no, deliberé quedarme un rato más. Ella salió a los diez minutos y me dijo, con una sonrisa y con un portafolio bajo el brazo, que tenía una conferencia de presentación de carrera en media hora. 
—¡Claro! Antes de empezar las clases hacen eso, te va a gustar —repliqué. 
—Sí, pero ahora tengo esperar —me dijo. 
—Te acompaño —añadí de inmediato—, aún no llega la secretaria que me tiene que atender —continué, buscando una excusa para seguir conversando con ella. 
—No te preocupes —me dijo—, ya me has ayudado mucho y te lo agradezco. 
—No, no me agradezcas —le dije—, además, aún no has visto la cafetería —añadí, con una sonrisa. 
—Bueno, está bien, un café me haría bien —me dijo, sonriendo un poco. 
Mientras íbamos caminando hacia la cafetería, resolví contarle algunas anécdotas de mi primer ciclo en la universidad, para que al empezar las clases se familiarizara con los pormenores que implican ser un cachimbo. 
—El primer día de clases me perdí —le dije—, me metí a otro salón y escuché una clase de otra carrera. Empezó a reír y yo también al recordarlo. Todos llegan con su horario impreso en las manos —continué—, buscando el aula correcta para no pasar roche en su primer día. Pero algunos, como yo, no tenemos la misma suerte.
—Ay, espero que eso no me pase a mí —me dijo. 
—Bueno, para eso estoy aquí —repuse, sonriendo. 
—Y gracias por eso —continuó, de nuevo, con una sonrisa, haciendo un gesto de alivio. 
Algo que había notado y que me pareció extraño, fue que en ningún momento se distrajo con su celular, y se lo dije, como algo que usualmente pasa en estos tiempos y por lo cual es difícil mantener una conversación a causa de dicho artefacto. 
—Me lo robaron la semana pasada —me dijo, con un gesto triste—. Pero ahora disfruto más de las actividades que me gustan, entre ellas las de leer —añadió. 
Hablaba moviendo las manos de un lado a otro, mirando con nervios y entusiasmo los pasillos de su nueva facultad. 
—Cuando le conté a mi papá que me habían robado —continuó—, me dijo que lea algo por mientras, señalando la biblioteca que tenemos en casa, y así fue cómo empecé a leer ese libro. 
—Cuando empiecen las clases tendrás que leer más —le dije. 
—¡Lo sé! Y aunque me gusta, no me siento física y ni psicológicamente lista para empezar —exclamó, y ambos reímos por la ocurrencia. 
Ya en la cafetería, conversamos tanto y de todo que el tiempo pasó sin darnos cuenta. 
—¿Qué hora es? —preguntó. 
—Ya van a ser las 4:30 —le dije—. Mejor ya vamos a tu facultad —sugerí. Cogió su portafolio que había dejado en la mesa en la cual habíamos estado conversando y su morral, para dirigirnos al auditorio donde se daría la conferencia de presentación de su carrera. 
—Por cierto, ¿en qué ciclos vas? —me preguntó, al salir de la cafetería. 
—Paso al 5to ciclo —le dije, resolviendo su duda. 
—Vaya, ya tienes tiempo aquí, entonces —replicó. 
—Podría decirse, es que el tiempo pasa rápido, verás que en un abrir y cerrar de ojos empiezan las clases, llegan los parciales, luego los finales y terminó, para luego empezar otro ciclo. Por eso, aprovecha bien el tiempo —sugerí—. Conocerás a muchas personas y de todo tipo. Algunos de ellos solo pensarán en estudiar, que es lo que se viene a hacer aquí, pero otros pensarán que es solo un juego y vendrán a hacer solo vida social. Escoge bien tus grupos de estudio, no todos aportan al final. No faltes, repasa constantemente tus clases para que en los exámenes no tengas problemas, y creo que ya empiezo a sonar como un padre de familia dando estos consejos, y echó a reír. 
—Casi te digo lo mismo —me dijo, riendo—. Mentira, es broma. Gracias por los consejos, los tendré en cuenta —añadió, mirándome y guiñando un ojo. 
Al llegar, había un grupo de chicas y chicos haciendo cola para ingresar al auditorio, todos ellos nuevos estudiantes, muy jóvenes, como Abril. 
—Bueno, nos estamos viendo cuando empiecen las clases —le dije, mientras ella miraba la larga cola de sus futuros compañeros. Volteó a verme y se dio cuenta de que me estaba despidiendo. 
—¿Ya te vas? —preguntó. 
—Sí, un amigo me está esperando en la oficina de matrículas, además, en un rato empieza tu conferencia —le dije. 
—Cierto… Bueno, gracias por el ‘tour’, ahora ya no me voy a perder —agradeció. 
—Descuida, también disfruté rondar la universidad, pues aunque no lo creas, pocas veces lo hago —comenté. 
—Estoy segura que nos encontraremos cuando empiecen las clases —me dijo, de pronto, con una mirada seria. 
—Espero que sí —respondí, y recordé que no tenía cómo comunicarme con ella debido al robo de su celular, entonces solo atiné a sonreír al despedirme, con el mismo tacto con el que empecé a hablar con ella, dejando al azar el próximo encuentro.

lunes, 30 de enero de 2017

Carta documento

Trataré de ser fiel a los hechos sobre cómo llegó a mí el objeto en cuestión, y de contar, en su totalidad, lo poco o mucho que descubrí en torno a ello. 
Hace un par de semanas, desconozco la fecha exacta, llegó un sujeto cargando en su morral distintas cosas que de seguro irían a parar en algún basurero. Entre todo el revuelto se encontraba el libro "Freud y los orígenes del Sexo" Volumen VI del Dr. J. Gomez Nerea, que es el seudónimo del poeta y narrador peruano Alberto Hidalgo Lobato (1897-1976). El libro fue a parar a mis manos gracias a mi padrino, quien, al observar las cosas que el sujeto traía, se lo pidió junto a otros objetos. Él, a sabiendas de mi afán por la lectura, me lo entregó a mí, pues el libro venía con una peculiaridad que descubrió luego.
Por lo que he indagado, el libro forma parte de una colección llamada "Freud al alcance de todos", y fue publicado en 1946, por la editorial Tor, en Buenos Aires. Dudo si la edición que tengo es de ese mismo año o posterior a ello, el libro no lo especifica. Sin embargo, después de indagar más, he descubierto que el empastado del libro es anacrónico, pues, en la parte inferior del lomo tiene marcado en él las iniciales de A.O.D, intuyo que las del dueño, y en las primeras páginas dice lo mismo, pero escrito con lápiz. Además, el título que lleva puesto en medio del lomo "Orígenes del sexo", es incorrecto. Lo mismo sucede con el nombre, en la parte superior, que tiene escrito Freud como si fuera el autor del libro, cuando en realidad es solo una interpretación resumida de la obra de él por el escritor ya antes mencionado. 
Sin embargo, no creo que el libro sea una pieza de verdadero valor, más allá del tiempo que tenga y de la persona que lo haya poseído, que es lo que me incumbe ahora debido a lo que voy a contar. Pues, lo que me llevó a hacer todas estas averiguaciones fue para, exclusivamente, encontrar una conexión y relacionarlo, sin mucho éxito, con la hoja que hallé adentro. Una carta documento que data del año de 1932, donde se explica el caso legal de la muerte de una mujer que sufría de insania mental.

A continuación agregaré la transcripción del documento. La versión que presento es real, tal y como está escrito, por lo que habrán algunos errores ortográficos propios del autor de dicha carta. Lo que está entre paréntesis se encuentra escrito en medio de dos oraciones, debido a un error usual de tipeo en las máquinas de escribir de aquellos años. Lo colocaré en comillas para discernir de los párrafos de opinión.

"Señores Vocales.-
J. Enrique Osorio, en el procedimiento no contencioso, para que se declarara la interdicción por incapacidad mental de la que fué mi prima Jesús Elvira Osorio solicitada por don Raul Medina, a Uds. digo:
Por apelación concedida por el Juez inferior, ha venido a conocimiento del Tribunal Superior, la apelación que he interpuesto sobre el auto expedido por el Dr. Suarez Polar con fecha cuatro de febrero de mil novecientos treintidos, que desestima _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ la solicitud que formulé para que se declarara por terminado el procedimiento de interdicción seguido contra mi prima Jesús Elvira Osorio, en virtud de haber fallecido el día treinta de enero del presente año, (repitiendo la ilegal solicitud de la parte contraria) declara sin fundamentos legal alguno, que el procedimiento por interdicción debe continuarse legalmente hasta ponerle fin con la sentencia respectiva.
Fundo mi apelación en las siguientes razones:
1.- En que la continuación del referido procedimiento no contencioso, conduciría a la anomalía de declararse la interdicción de un muerto.-
2.- En que la esencia jurídica del procedimiento no contencioso, para declarar a una persona en estado de insanía mental, cuando no hai oposición, constituye una diligencia no contenciosa, i no un juicio, que tiende exclusivamente a proteger los intereses o bienes del que pudiera declarársele incapaz; es decir: tiende a amparar los derechos del incapaz; de manera que desaparecida o muerta la persona cuya interdicción se pide, cesa automáticamente todo procedimiento, pues la finalidad de estas investigaciones, la constituya la persona que se trata de proteger, i de ninguna manera sirven las disposiciones mencionadas en el Títilo quince del Código de Procedimiento Civiles para que se declare o solamente se compruebe la locura de la persona interdicta.-
Deliberadamente se ha confundido la finalidad de amparar a un insano, con el medio que sirve para declararlo tal; i en el fondo, desde el primer momento que se inició este procedimiento, se descubre que sólo se ha tratado de tergiversar la naturaleza del procedimiento, para convertirlo en un prodimiento sui-géneris, que sólo sirva para declarar la locura de una persona, lo cual jurídica, legalmente es inadmisible, pues para ello existe acciones distintas, no de una sumaria investigación, sino de un procedimiento ordinario en que se discutan ampliamente las razones científicas, la realidad de los hechos i la multitud de causas que pudieran originar la comprobación de la locura de una persona."

Esto es todo lo que he logrado averiguar, pero aún ignoro muchas cosas al respecto. Me quedo con preguntas que solo la literatura, gracias a las libertades que otorga, puede responder. Cuando la ficción se combina con la realidad, surgen relatos que ponen a prueba al lector. Y es que, siendo breve ¿Qué historias guarda un documento como este? ¿Cómo fue que llegó a parar en aquel libro? ¿Qué habrá pasado después con la familia? ¿Qué llevó a la muerte a Jesús Elvira Osorio? 
Escribir y difundir este documento, sobre todo cuando se habla sobre la muerte de una persona, no me complace. Debido a ello, he esperado el día de hoy, 30 de enero, fecha de su fallecimiento, para darlo a conocer. Y por el hecho de hacerlo, lo más prudente sería, desde mi punto de vista, honrar la memoria de una persona que, ciertamente, no conozco, pero que su historia ha llegado, producto de la realidad y también, un poco, de la imaginación, para mi asombro, y tal vez, espero, para el asombro de muchos, para ser contada y compartida.
Que en paz descanse J.E.O.


Nota: La declaración de interdicción es el proceso por el cual se prohíbe realizar actos previstos por ley, debido a problemas en el desenvolvimiento de las facultades de la persona, por minoría de edad, o en este caso, por incapacidad mental.

viernes, 16 de mayo de 2014

La estación

La conocí en una estación del tren en las fueras de la ciudad, se veía distraída observando a cada momento a las personas que entraban y salían perturbando su lectura de un libro cuyo nombre no recuerdo ahora. Tenía en el brazo una cicatriz de cera con forma de lágrima de fuego, opté por no llenarme de curiosidad pero era inevitable. De alguna forma, me llamó la atención de que no lo disimulaba, sino que se veía extravagante con los tatuajes de alas de ángel que llevaba en la parte lateral de cada brazo. 
Intenté distraerme mirando el reloj para aparentar que se me hacía tarde, pero su presencia era muy llamativa. Se levantó del asiento de la estación y recogió su zurrón el cual parecía estar muy pesado. El tren llegó y la gente empezó a entrar y a tomar asiento, y debido a que no habían muchas personas por lo tarde que era, ella se encontraba a mi lado, tratando de retomar su lectura. No tenía el valor suficiente para hablarle, se veía muy concentrada en los textos que descansaban en sus manos. Pero de un momento a otro guardó todas sus cosas. 
Intenté recordar si la había visto antes, usualmente mi retorno era por esas altas horas, aunque casi siempre llegaba un poco más tarde. Ya muy cerca a mi destino, seguía con mil idas y venidas sobre tan extraña chica que a mi parecer, no tenía nada de extraña, sino algo peculiar que me hacía querer saber sobre ella. 
Entre la multitud caminábamos juntos pero todavía siendo extraños. Fue entonces que, a punto de salir de la estación para no verla jamás, volteó, me miró y me dijo, como afirmando, casi hablando a la nada: «Siempre llegas tarde a la estación, cansado, preocupado». Al parecer, se había percatado de mi presencia mucho antes de que yo advierta la de ella. No supe qué decir; no pensé que me hablaría y diría eso. Empecé a recordar la historia de un libro cuyo tema era la conexión y la energía de pensamientos, y era la primera vez que experimenté algo como eso. 
Le respondí sin pensar, con voz temblorosa, nervioso y un poco desconcertado: «¿Disculpa? Ah, sí, no me había dado cuenta». Me dijo: «Descuida, todos viven así hoy en día, más bien, perdón si te asuste». Estaba muy tranquila, hasta parecía causarle un poco de gracia mi reacción por su inesperada conversación conmigo. «No te preocupes, así es la vida en la ciudad», contesté, ya más suelto. No le iba a decir que estuve mirándola desde que llegué a la estación, aunque lo más probable es que ya se hubiera dado cuenta. Le pregunté sobre a qué se refería con que las personas viven así ahora. Me dijo que como terminaba temprano sus actividades, llegaba primero a la estación del tren, y veía a casi todas las personas llegar tarde, con un ademán de molestia, de incertidumbre, como a mí en algunos días. No solo era por tal vez perder el tren, sino por los problemas que viven y alteran su vida durante su jornada. 
Me dijo que estudiaba psicología y que ya estaba a punto de terminar su carrera. Me comentó que siempre notaba eso en las personas, con sus gestos, su forma de caminar, de mirar a todas partes, en su manera de quejarse y mirar la hora a cada segundo. Me sorprendió mucho, no lo había visto de esa forma. 
Se llamaba Anel, cuyo nombre no olvidaría jamás. Conversando fuimos caminando por el mismo rumbo sin prisa. Le conté muy poco sobre mí, pues era como si la conociera desde siempre y yo solo quería seguir escuchándola. Prosiguió contándome sobre las continuas apreciaciones que tenía y sobre las conductas de las personas que advertía en su vida diaria. Sus reflexiones me parecían increíbles, su filosofía de vida era encontrarle solución a todo a base de métodos netamente humanos. Tenía respuesta para todo y alguna que otra acotación cuando yo comentaba algo, era muy curioso. 
El tiempo me dejó de importar en todo ese lapso que estuvimos hablando, nunca había tenido una conversación de tal magnitud con una desconocida, que al parecer me conocía mucho con solo haberme observado algunas veces en la estación. Notó mi interés por su cicatriz en el brazo, y aunque no le comenté nada me lo hizo saber: «Vi cómo me mirabas el brazo en pleno viaje, es normal, muchos lo hacen». Empezó a contarme la historia de cómo fue que le sucedió tal hecho. Recién había cumplido diez años, unas semanas después de haber recibido como regalo la llegada de su padre del extranjero. Recuerda que ese día vio salir humo de la habitación de un primo que había venido de visita por unos días. Según ella, él era muy liberal, había viajado por muchos países a darse la buena vida a sus tan solo veinte años. Y ese día salió un momento como solía hacerlo por las noches, pero olvidó apagar el cigarrillo que dejó en el buró al lado de su cama. Fue una noche en la que ella se encontraba sola con su hermana menor cuando el siniestro empezó a crecer. El fuego se expandió por toda la casa, no supo qué hacer más que abrazar a su pequeña hermana para que las llamas no la acorralen. Los vecinos empezaron a entrar para sacarlas de ahí, pero fue demasiado tarde, casi toda la parte de su brazo derecho había sido afectado por el feroz siniestro, pero felizmente no paso a mayores.
Ya muchos años después de aquel accidente, me contó que le alegra ver a su hermana, ya más grande, linda como siempre, quien ahora la considera a ella como su heroína preferida. 
Me conmovió mucho su relato, sobre todo por cómo llevaba su vida después de eso, tratando de ayudar a las personas con palabras y comprensión. Y como todas las personas que se ven un día, al azar, la despedida era inminente. Ella se fue y yo también, con un 'mucho gusto' por habernos conocido. Luego, me puse a pensar sobre las historias que las personas llevan consigo en cada esquina, en cada calle, en cada avenida, en cada estación. Fue un día para no olvidar, y tal vez mañana la vea de nuevo, ahí sentada como hoy en el mismo lugar, pero esta vez procuraré ya no llegar tarde y tampoco preocupado.