lunes, 31 de octubre de 2016

Vacío

Qué lamentable es cuando ya no hay pasado, cuando ya no queda registro alguno de los hechos, de las fraternidades, de los amores, de la vida, piensas. Buscas, desesperado, el informe anacrónico que, contra todo pronóstico, en un tiempo de vulnerabilidad absoluta, crees haber olvidado. Dudas si lo que sucedió fue cierto, si lo que pasó fue solo un arranque de histeria colectiva por los ratos que, más amargos que buenos, pasaste creyendo haber vivido lo contrario. No asimilas como ayer, no vives, no te ves como antes. Y empiezas a recrear con la memoria imágenes burdas, intentas colocar todo en su sitio, pero ya nada encaja, ya nada tiene la misma forma. Y enloqueces, te miras al espejo y ya no eres tú, sino una sombra que se bifurca y se pierde entre las grietas, y que regresa con más fuerza y se envuelve en la persona que eras para ya no verla más. Reniegas, gritas, golpeas todo a tu paso, vives ofuscado de la vida, del mundo, de los hombres que ya no hacen más que preocuparse por ellos mismos. Y te sientes como ellos, haciéndole caso a la voz que solo tú escuchas, y tu ego se ríe de ti, te proyecta como una caricatura y vuelve a reírse. Y corres viendo cómo los caminos se deshacen a tu paso, y entiendes que la dicha es solo un estado, fijo, único, y que se vale por sí sola. Y al otro lado de la calle, la muerte, la tragedia, el triunfo del pecado subiendo un peldaño más, mientras todos aplauden eufóricos sin saber por qué. 
Qué inmundo está el sistema, la gente, la sociedad, piensas. Crees que puedes hacer un cambio. Te vistes de gala y te la das de moralista. Redactas un discurso cursi, barato, lleno de clichés esperanzadores con la intención de ser aceptado, bienvenido, en esta guerra llamada vida y que la muerte va ganando. Tal vez compleja, ardua, cínica, bella para los más optimistas. Y lo eres, quieres creer que lo eres, y te abates, te cansas y dejar de serlo. Y entonces encuentras un motivo, una creencia, una misión, pero te enamoras y pierdes el juicio, el sentido, la cordura, la tan cuestionada razón. Te detienes, te juzgas, te juzgan, te ven y te ignoran. Y haces lo mismo, lo entiendes, crees que lo entiendes y perfeccionas ese arte, de ser distante y caprichoso, para no caer en el juego de vivir sin sentir emociones. Porque eres fuerte, tan fuerte que los demás te parecen débiles, ingenuos, vanos, simples espectadores. Y la soberbia te consume, tus actos se vuelven frívolos, ajenos, egoístas como el instinto del hombre.
Qué fútil es la gente viviendo de apariencias, aprobando lo intolerable, imponiendo sus ideas, piensas. Desde los orígenes del tiempo la historia se repite. Gentes gritándose entre ellas, guiadas por un Dios que afirman es el único, tildando a los demás como paganos, herejes, por haber caído, por una suerte de geografía, en un lugar que reza distinto, que piensa distinto. No los entiendes, tampoco pretendes hacerlo. Qué más da, el daño ya está hecho. La espada brota sangre, el arma ha sido usada por defender los campos, la imaginación, la fe, en última instancia, para excusar sus actos. No buscas respuestas, hay veces que es mejor dejar que sigan así, extraviadas, furtivas, como algunos libros, desdichados ellos, pero más nosotros, en las estanterías. Y todos los hombres que han desfilado en la historia, en todos los tiempos, no hemos sido dignos, capaces, y tampoco hemos estado cerca.
Qué trágico es cuando descubres que al final, piensas, lo único que queda es eso: vacío, silencio.