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miércoles, 20 de marzo de 2019

El taco

Solía ir con Rubén, un amigo del colegio, al taco, un billar de mala muerte en el segundo piso de la calle Riojas. Allí se juntaban vagos, colegiales, universitarios y gente del barrio para fumar, tomar y timbear en esas mesas maltratadas por los años y en la cual nunca faltaban las peleas que, cada fin de semana, solían darse debido al exceso de alcohol y a la ambición por el dinero.
Había un tipo al que llamaban Ronquero, debido a su voz ronca por el cigarro y a la chata de ron que siempre llevaba consigo. Era alto, delgado, moreno y de cabello largo. Recuerdo que uno de esos días, cuando nos tiramos la pera del colegio para ir al taco, pues en las mañanas no había mucha gente, nos vio entrar con nuestras mochilas y, amablemente, al encontrarse solo, nos enseñó a jugar. Hablaba del taco como si fuera otra extremidad de su cuerpo y se movía por la mesa con una destreza y elegancia que parecía bailar con ella mientras sus dedos cambiaban de posición, y miraba con una total concentración las bolas antes de encajarlas en cada tronera. «Así, la concentración es importante», decía, y tomaba un sorbo de su chata de ron. 
Rubén me contó, días después, enterado por unos amigos del barrio, que el padre de Ronquero había muerto cuando él era un niño, y que su madre, quien vivía en Chile, le mandaba dinero para sus gastos y estudios. Sin embargo, a él solo le importaba el billar. «Ya lleva más de cinco años jugando el taco», me decía Rubén viéndolo apuntar a una de las bolas. «No sé por qué nunca ha jugado de manera profesional», siguió, y se escuchó que embocó tres bolas en un solo tiro. «Lo mismo se preguntan todos», añadió el dueño del billar, un gordo desaliñado de bigotes gruesos pero bonachón. Nos contó un poco más de la vida de Ronquero al escucharnos cuchichear sobre él sentados en una banca esperando una mesa libre para jugar. «Ha ganado todos los torneos que hacemos aquí, pero cuando le decimos que vaya a otros, no lo hace, no le interesa». Mientras el dueño del taco hablaba, Ronquero seguía embocando las bolas, fumaba y recibía el dinero de la apuesta ganada. «Nadie lo entiende», acotó. «Lo tiene todo para llegar lejos, pero simplemente no le importa», dijo y se fue a atender a un cliente. Rubén y yo nos quedamos viéndolo, estupefactos, deseando algún día jugar como él.
Desde que conocimos a Ronquero, íbamos todas las tardes y no nos perdíamos ninguno de sus juegos, que, para nosotros, eran más que un espectáculo. Le ganaba a todos los del barrio, incluso a los más experimentados, quienes, asombrados por su talento, llegaron a tratarlo con respeto, aunque con cierta envidia también. Rubén y yo empezamos a practicar casi a diario, el colegio ya ni nos importaba. Con el tiempo logramos aprender algunas mañas, desde la posición de los dedos para coger el taco, hasta medir, con una total concentración, como decía Ronquero, la distancia entre las bolas y los troneros. 
Con el tiempo, la gente del taco ya nos conocía, éramos los chibolos de allí. Después de varias semanas practicando, decidimos jugar apostando el dinero de nuestros recreos. Empezamos con algunos universitarios, que, cada tarde, llegaban saliendo de estudiar para intentar ganarse algunas monedas. Como aún éramos escolares, creían que seríamos fácil de ganar, pero se llevaron una sorpresa al ver que Rubén y yo, cada uno en su juego, embocábamos las bolas con una facilidad que ellos, a pesar de su experiencia, desconocían.
Así fue como logramos ganar unos cuantos soles extras gracias a los consejos de Ronquero. Al día siguiente, al verlo en la calle camino al taco, con cigarrillo en mano, nos acercamos a él para contarle, emocionados y agradecidos por habernos enseñado algunas cosas. «Me alegro, chatos», nos decía. «Pero tranquilos, solo tómenlo como un juego», nos advirtió, de modo paternal. No lo entendimos en ese momento, pero asentimos con la cabeza.
Las semanas siguientes logramos ganarle unas cuantas veces más a los universitarios, y en los recreos del colegio Rubén ya hablaba de comprarse un taco propio. «Necesito uno como el de Ronquero, hecho de fresno», decía. «Para eso tendrás que ganarle a muchos universitarios», dije, riendo «Ya sé que es caro, pero voy a ahorrar». «Bueno», dije. «¿Acaso no quieres jugar como Ronquero?», me preguntó. «Claro que sí», respondí. «Entonces hay que practicar mucho más», agregó Rubén.
Un fin de semana fuimos temprano, pero nos dimos con la sorpresa de que el taco estaba cerrado. El dueño del billar salió por la ventana y nos dijo que abriría más tarde, que están supervisando varios locales en la cuadra y necesitaba limpiar el desastre de ayer. «Los viernes por la noche siempre se llena de gente de mala muerte», nos dijo. «Unos fumones se pelearon y rompieron algunos vasos y botellas», acotó, furioso. Nosotros nos ofrecimos en ayudarle a limpiar sin cobrarle nada, pues solo queríamos practicar. Nos miró un momento, pensando, y nos hizo pasar al ver lo mucho que insistíamos. «Solo no se lo comenten a nadie», nos dijo, y empezamos a limpiar todo el desastre lo más rápido posible.
Mientras Rubén echaba agua al suelo para trapear, yo pasaba trapo a las mesas, recogía las botellas rotas y los vasos. Estuvimos limpiando cerca de dos horas y, al terminar, le preguntamos si podíamos jugar en una de las mesas. El dueño revisó el salón y accedió sin problemas.
Rubén intentaba embocar tres bolas en un solo tiro, como solía hacer Ronquero, pero no lograba darle con la fuerza que él tenía. Yo intentaba poner en posición algunas bolas mientras embocaba otras, de la misma forma que hacía Ronquero para no perder su turno y ganar rápido. Estuvimos jugando varias horas mientras la gente llegaba después de que el dueño abriera el local. Decidimos parar un rato para comprar unas gaseosas y fue entonces que vimos llegar a unos sujetos que no eran del lugar. Escogieron una mesa y, haciendo alboroto, empezaron a jugar. Uno de ellos, de cabellos parados y aretes, no dejaba de burlarse cada vez que embocaba una bola. «Así se juega, huevonasos», gritaba. Tenía un estilo de juego particular. Colocaba las bolas de sus contrincantes a su favor y las embocaba con una fuerza que el sonido del impacto retumbaba en todo el local. Ganó varias veces seguidas y se reía sin parar cada vez que cobraba el dinero de sus rivales. «No tiene ningún respeto», dijo Rubén al escucharlo insultar a sus rivales. «No puedes humillar así a la gente en el billar», siguió, ya un poco molesto, y lo empezó a mirar con rostro desafiante. El tipo seguía riéndose y al voltear, advirtió el gesto en la cara de Rubén y se acercó a nuestra mesa. «¿Tienes algún problema conmigo, chibolo?», dijo, desafiante. Rubén y yo nos quedamos fríos, sin saber qué decir. «No, señor», dijo Rubén un momento después, intimidado, y el tipo se le acercó un poco más y preguntó: «¿Y entonces por qué chucha me miras así?», colocando la punta del taco en el pecho de Rubén, que él, asustado, siguió con la mirada. Entonces, cuando vi que empezó a poner fuerza al bastión como para empujarlo, se apareció Ronquero y cogió la puntera con las manos. «Deja en paz a los niños», dijo, muy tranquilo. El tipo guardó su taco y preguntó: «¿Y quién carajo eres tú?». «Nadie», dijo Ronquero, sobrio. Y agregó de inmediato: «¿Mejor por qué no jugamos una ronda?», abriendo ligeramente los brazos. «Para eso estamos acá, ¿no?», continuó. El tipo lo miró desconfiado, pero después de unos segundos aceptó el reto y, golpeando el taco en la mesa, preguntó: «¿Cuánto apuestas?». «Lo que tú propongas», respondió Ronquero. «Empecemos con cincuenta soles, ya que te crees muy valiente», dijo, seguro de sí. Y Ronquero aceptó, dándole la mano. El sujeto lo miró extrañado por su comportamiento pero aceptó apretando fuertemente su mano. Rubén y yo lo miramos y nos hizo un gesto tapándose la boca con un dedo para que no digamos nada. Entendimos y nos quedamos callados, esperando que empezara el juego.
El sujeto se acercó a sus amigos y les dijo algo, a la vez que frotaba con tiza la punta de su taco. Por su parte, Ronquero acomodaba las bolas dentro del triángulo, alineándolas en el punto final de la banda larga. El sujeto empezó a petición de Ronquero y rompió el triángulo con un fuerte golpe. Embocó dos bolas en su primer tiro. Se acomodó en una esquina y volvió a lanzar. Embocó una y acomodó un par. Al tercer tiro, por cuestión de milímetros, no logró embocar ninguna. Le tocaba jugar a Ronquero. Se acomodó como siempre lo hacía y logró embocar dos en un tiro. Cogió la tiza y empezó a frotarla en la punta del taco. Se sentó en la mesa y, con los brazos detrás de su espalda, embocó con fuerza dos bolas más. El sujeto, entonces, lo miró preocupado. Ronquero siguió jugando y embocó una bola más, pero las que restaban quedaron dispersas y con poca opción de embocarlas. Ronquero apagó su cigarro, miró concentrado la mesa, midió las distancias y se acomodó en el lado derecho de la mesa para empujar una e intentar embocar otra. Golpeó con fuerza, las bolas rebotaron en toda la mesa, pero no entró ninguna, y un gesto de molestia se pudo relucir en su rostro. El sujeto lanzó una carcajada junto a sus amigos y cogió su taco con violencia. Sin pensarlo embocó una e inmediatamente otra. Volvió a acomodarse en una esquina y, echando la mitad de su cuerpo en la mesa, embocó dos más. Ronquero miraba el juego tranquilo, tomando ron de su botella pequeña, a pesar de que ya llevaba dos bolas de desventaja. El sujeto, confiado, quiso embocar las dos bolas que faltaban más la número 8, para así acabar el juego humillándolo. Se subió a un lado de la mesa, midió la distancia, jaló hacia atrás el taco y golpeó la bola blanca con fuerza. Las bolas empezaron a rodar con velocidad, una detrás de otra, sin embargo, no le dio con la fuerza suficiente y quedaron al filo de las troneras. «¡Mierda!», gritó el sujeto. Rubén no pudo con su emoción sabiendo que Ronquero acabaría con el juego y soltó un: «¡Eso!», que sonó fuerte en la sala. El sujeto, al escucharlo, se volvió hacia él furioso y le gritó: «¡Qué celebras, chibolo de mierda!», y lo cogió del cuello. Rubén intentó zafarse y yo traté de ayudarlo, pero uno de sus amigos me jaló y me tumbó al suelo. Ronquero se abalanzó sobre el sujeto que inmediatamente soltó a Rubén y empezaron a agarrarse a golpes. Roberto, un chico que siempre practicaba con Ronquero, se metió para ayudarlo y tumbó al tipo que me tiró al suelo. La gente, entre el humo y la cerveza, empezó a separarlos, pero no evitó que el sujeto golpeara a Ronquero con el taco en la cabeza, dejándolo aturdido. Este se levantó y trató de hacer lo mismo, pero el sujeto había ido con tres amigos y estos no se lo permitieron. La cabeza de Ronquero empezó a sangrar y a Roberto lo agarraron a patadas. Rubén y yo no sabíamos qué hacer, mirábamos asustados todo lo que sucedía. Botellas y vasos empezaron a volar por todo el local y nosotros optamos por salir antes de que nos pasara algo. En eso, el dueño del bar, con dos señores gordos como él, agarraron a los sujetos y empezaron a golpearlos hasta sacarlos del local. «¡Viejos de mierda!», gritaban. «¡Vamos a volver, conchatumare!», siguieron balbuceando todo tipo de insultos.
Al día siguiente, al volver al billar, no pudimos encontrar a Ronquero. El dueño nos dijo que no había venido todo el día. Vimos llegar a Roberto, su amigo, hablamos un rato con él, agradeciéndole por lo de ayer y le preguntamos en dónde vivía Ronquero. Fuimos a buscarlo, tocamos la puerta y al rato salió una viejita. Le preguntamos por él y nos dijo que se encontraba descansando. Al escuchar que habían llamado a la puerta, le preguntó a su abuela quién había venido. Ella le dijo que dos chicos y él le dijo que nos haga pasar. Su abuela nos acompañó a su habitación y lo encontramos echado en su cama fumando y con un parche en la cabeza. «Hola, Ronquero», dijo Rubén, con voz trémula. «Perdón por lo de ayer, todo ha sido mi culpa», siguió, lamentándose. «Tranquilo, chato, no pasa nada. Además, no es la primera vez que lidio con gente así», replicó. «Sí, pero…», Rubén intentó decir algo más. «Ese sujeto era un abusivo», lo interrumpió Ronquero. «No pasa nada, chato», agregó, para calmarlo, mientras palmeaba su espalda. «¿Cómo te encuentras?», pregunté yo. «Mejor, pero sigo un poco adolorido. Por cierto, ¿cómo llegaron hasta aquí?», preguntó. «Fuimos a buscarte al billar y no estabas. Roberto fue quien nos dijo en dónde vivías», respondí. «¿Y cómo se encuentra él?», preguntó. «Bien, bueno, algo adolorido también, solo nos dijo eso». «Puedes contar con nosotros para lo que quieras, Ronquero», dijo Rubén. «Descuiden, chatos, todo está bien, no se preocupen, pero ahora quisiera descansar un rato». Le dimos la mano y salimos de su habitación. Su abuela nos agradeció por visitarlo y nos despedimos de ella también.
Rubén aún se sentía culpable por lo que había pasado. «Vamos, ya pasó, Ronquero está bien», le dije, dándole palmos en el hombro. Caminamos callados hasta su casa. Ya no quiso regresar al billar. «No es un sitio para nosotros», me dijo en su puerta. «Lo de ayer fue peligroso», agregó, pensativo. «Ya, olvídalo, siempre supimos que ese lugar era así», dije. «Sí, pero no pensé que tanto», respondió. «Nos vemos en el colegio», le dije, dándole la mano. Y nos despedimos. La siguiente semana, cuando fui a buscarlo para ir al billar, me dijo que no iría por un tiempo, que había descuidado mucho el colegio y que su madre se había enterado por los vecinos lo que pasó y que no quería verlo metido allí. Y fue allí que yo también dejé de ir. 
A los meses me enteré que Ronquero había viajado a Chile a vivir con su madre, pues su abuela había fallecido y ya no tenía con quién quedarse. Nunca pudimos despedirnos de él, y por mucho tiempo no supimos nada de su vida.
Años después, mientras cambiaba de canal en la televisión en vez de estudiar para mis exámenes finales, lo vi jugando billar profesionalmente en un canal deportivo. Se lo comenté a Rubén un día que nos vimos y se alegró mucho. «Siempre lo tuvo», dijo, mientras intentaba embocar tres bolas en un tiro como lo hacía Ronquero.

lunes, 22 de enero de 2018

Siglo XXI

El óxido del metal desprendía el color amarillo con el que años atrás fue inaugurado. El negro rojizo empezaba a mostrarse y nos pintaba la palma de las manos, haciéndonos dudar. «Trepa», me dijo Alcántara al borde de la calle, precisamente al frente de uno de los postes que sujetaban las rejas que rodeaban el perímetro. La puerta principal, la única en ese entonces, se encontraba cerrada con unas cadenas enormes debido a la hora. «No hay otra forma», añadió Alcántara. Miré lo alto de aquel poste, las rejas, la arena, el pasto, el pavimento, todo el paraje que se encontraba al otro lado si lográbamos cruzar. 
Cada poste tenía a los lados como un pasamanos por cada metro y era posible trepar, en teoría. Pero teníamos miedo, principalmente por la altura. Algunos lo habían intentado con el mayor entusiasmo, sin embargo, habían sufrido la burla y el golpe de caer desde lo alto hasta el pavimento. Yo lo había visto. Cornejo, un amigo que vivía a la vuelta de mi casa, de nuestra misma edad, lo intentó un domingo por la noche, en verano. Empezó a trepar a vista y paciencia de todos, y cuando solo le faltaba un metro más para dar la vuelta y descender, un mal paso acabó con su objetivo y resbaló en el último peldaño. Todos vimos cómo sus manos intentaron cogerse de las rejas, pero el peso de su cuerpo le ganó y terminó cayendo al pavimento, adolorido y con el brazo magullado. La única forma de lograrlo, sin terminar como Cornejo, era esperar a que la naturaleza haga lo suyo y crecer, pero eso implicaba tiempo y uno no podía esperar tanto.
«Primero tú», le dije, retrocediendo y empujándolo por la espalda. Alcántara me miró y luego dirigió su mirada a lo alto del poste. También dudaba, pensé. «De noche no hay nadie, tenemos todo para nosotros», me dijo, tratando de animarme para que yo vaya primero. «Ya sé», le dije, nervioso. Cerré los ojos, tomé aire y luego miré arriba, a nuestro objetivo. «Trepemos juntos», sugerí. Me miró unos segundos y asintió con la cabeza. 
Elegimos los postes que se veían menos oxidados, que resistieran más, pensando evitar, ingenuamente, una posible caída con todo y reja. Cada uno se paró al frente de un poste, levantó el muslo derecho y colocó la pierna al filo del muro, cogió con su mano izquierda el metal y se impulsó para trepar el primer peldaño agarrándose con la mano derecha. Inmediatamente volteamos a vernos mientras seguíamos sujetados del poste para ver si estábamos sincronizados, para ver si cumplíamos nuestra palabra. Subimos el segundo peldaño intentando estar cada vez más lejos del suelo. «No mires abajo», le dije a Alcántara y este volvió de inmediato la cabeza y se sujetó más fuerte. Fuimos por el tercer peldaño. Pierna derecha, brazo izquierdo, pierna izquierda, brazo derecho. Faltaban unos cuantos más pero la subida parecía ser infinita, y la tarde noche se hacía más noche y los postes de luz empezaban a prenderse en toda la calle. 
De pronto llegó un grupo de jóvenes, mayores que nosotros, y treparon de lo más rápido y sin miedo, aventaron el balón hacia el campo y empezaron a jugar. Eso nos levantó el ánimo, pero al mismo tiempo nos intimidó: si nos caíamos nos verían y se reirían de nosotros, pero si lo lográbamos, todo lo contrario, nos invitarían a jugar con ellos. Alcántara empezó a trepar sin esperarme y yo no me quería quedar atrás, por lo que me moví más rápido. A pesar del miedo, ya no mirábamos abajo, lo único que nos importaba era llegar al otro lado. Después de trepar los peldaños que faltaban, con un esfuerzo irracional, llevados por el instinto y la adrenalina, llegamos a la cima. Nos quedamos sentados en el filo, absortos, mirando el horizonte. El cielo había perdido su forma, grumos grises se acercaban, confinaban al exilio los pocos rayos de luz que dejó la tarde. Y en el norte un mar de arena, casas a medio construir, pistas y veredas incompletas. Pero del otro lado, al sur, tres grandes campos de fútbol, una grada inmensa al centro, bancos en lugares específicos, una pista de correr rodeada de arbustos y árboles, y dentro de ella todo tipo de máquinas para ejercitarse, trepar, subir y jugar. En una de las esquinas había una rueda giratoria de metal, columpios y una improvisada casa de árbol. Al otro extremo, dos piscinas sin agua pero llenas de ramas e insectos.
Todo para nosotros, pensábamos, a excepción del campo del medio que ya había sido cogido por los chicos que llegaron. Sin embargo, más allá de nuestra hazaña, había algo en el complejo deportivo Siglo XXI a horas de la noche que lo hacía distinto. Era como un pequeño pueblo fantasma que alguna vez albergó gente y alegría, con entradas secretas y caminos no explorados. Y queríamos experimentar aquello, porque solo los grandes podían acceder a esas horas.
Empezamos a bajar del poste, despacio, cogiéndonos de los peldaños, y descendíamos con la emoción de saber que era la primera vez que entrábamos a esas horas como prófugos, sin la supervisión del señor de bigote que cuidaba la entrada, regaba el pasto y recorría el área para descubrir a los intrusos como nosotros. Pero todo ello no solo implicaba entrar allí de noche, sino algo más importante: dejar de ser niños para convertirnos en grandes, para empezar a tener un lugar en común, un espacio, un escape, una abertura de posibilidades en medio de la niñez y la adolescencia.

jueves, 15 de junio de 2017

El balón

Los primeros minutos de la mañana, antes de empezar la formación, lo aprovechábamos jugando fútbol en el campo del medio con una botella de plástico; sin embargo, ese día nadie llevó una. 
Sabíamos que en cualquier momento bajaría de su oficina el Director del colegio —un oficial del ejército peruano que vestía un traje con varias distinciones pegadas a la altura del hombro— junto a los docentes y los auxiliares para realizar la rutina de la formación que, después de tantos años, nos parecía absurda. “¡Firmes! ¡Descanso! ¡Atención!”, eran las órdenes que recibíamos por parte del auxiliar para alinearnos y estar atentos, como dictaba la última frase.
Luego de que izaran la bandera, empezaba a oírse el sonido de las trompetas a través de los parlantes para cantar el himno nacional, colocando la mano en el pecho, a la altura del corazón —acto de solidaridad creado por futbolistas peruanos en el mundial de México 70’ en memoria de las víctimas por una tragedia ocurrida en aquel entonces—, para luego gritar: “¡Viva el Perú! ¡Viva!”, demostrando así lo patriotas que éramos. Acto seguido, sonaba el tedioso himno del colegio que, me temo, ya no recuerdo bien la letra, y, antes de escuchar las palabras del Director, nos persignábamos para rezar un padre nuestro y un ave maría. El ritual se repetía todas las mañanas, de lunes a viernes, de la misma manera, o tal vez en distinto orden, para al final gritar tres veces el lema del colegio: “Trabajo, amor y disciplina”, y pasar a retirarnos a nuestros respectivos salones.
Era otoño, aunque no podría precisarlo; vestíamos camisas blancas, pantalones grises y llevábamos las chompas amarradas a la cadera por si algún viento fuerte llegaba. Los primeros en llegar temprano elegían a los integrantes de su equipo señalando a los que estuvieran ahí sin importar qué tan buenos o malos fueran, con el único afán de aprovechar el tiempo y divertirnos. Roberto nos dijo que buscáramos una botella de plástico para usarla de balón, pues ese día no nos tocaba Educación Física y no contábamos con uno. Nos apresuramos porque solo nos quedaba diez minutos antes iniciar la formación. Fuimos al quiosco, una pequeña tienda que quedaba al lado de la puerta principal, pero estaba cerrado, buscamos en los almacenes de limpieza pero ya se habían llevado todo. Entonces, al no encontrar una botella, vimos, cerca de donde construían nuevos salones, un grumo de yeso o de cemento, mezclado con trozos de botellas de plástico, piedras, periódicos y bolsas. Al ser lo único en tener forma esférica, aunque era casi como un puño, decidimos usarlo para empezar el partido. No pesaba mucho, pero sí más que un balón normal, y al patearla, debido al grueso de la punta de nuestros zapatos escolares, no nos hacía daño.
El juego inició sin problemas. Corríamos detrás de ese balón improvisado dándonos empujones y golpeándonos, con la intención de clavarlo en el arco contrario —que en este caso era cualquiera— a pesar de que, debido a su forma, de dimensiones inexactas, solo iba arrastrado por los suelos. Fue entonces que el objeto llegó al arco en cámara lenta tras un mal tiro, y el portero, al ver que venían varios a su área, lo cogió con las manos para gritar: "¡Salimos!", lanzando ese balón hecho de yeso y de otras cosas más por los aires. Parecía un meteorito dando vueltas y serpenteando los trozos de papel periódico y de bolsas que tenía incrustado. Debido al peso y a la forma extraña que tenía, descendió con rapidez e impactó en la cabeza de Juan, empujándolo de cara al suelo y rompiendo sus lentes al instante. Todos corrimos a verlo sorprendidos por el fuerte golpe. De su cabeza empezó a brotar chorros de sangre, que se cogía con la mano izquierda mientras que con la derecha buscaba sus lentes, o lo que quedaba de ellos. Lo ayudamos a levantarlo y a recoger los restos de los cristales y las varillas que se encontraban partidas en dos. Él lloraba de dolor y nosotros no sabíamos qué hacer, pues al igual que Juan, estábamos muy asustados, aunque él, sin duda, había llevado la peor parte. Tuvimos suerte, pudo caerle a cualquiera de nosotros, pensé en ese momento y años después, como ahora. 
Después de unos minutos, llegó la auxiliar Irene, avisada por Felipe, quien, debido al susto, no supo explicarle lo que había pasado. Apresuró el paso al vernos a todos reunidos en medio del campo rodeando a Juan, quien seguía derramando sangre por la cabeza. Cuando vio la escena gritó, llena de pánico: “¡¿Qué ha pasado?!”. Lo cogió de la mano y se lo llevó de inmediato al tópico, pues Juan no dejaba de tocarse la cabeza con llantos y lágrimas en los ojos. Días después, Juan apareció en el salón con la cabeza parchada, con lentes nuevos y listo para volver a jugar, sin saber nada de lo que había pasado luego.
Lo último que recuerdo de ese día fue vernos a todos los involucrados del partido en la sala de dirección, parados y pegados al filo de la pared, esperando una sanción o una papeleta, que era lo peor que podía pasarnos. Nos mirábamos las caras, asustados, sin saber qué pasaría con nosotros. Nunca habíamos estado en esa oficina que, se decía, nada bueno podía pasar. Y aunque estábamos juntos y podíamos compartir el miedo, así como el castigo, no iba a ser lo mismo con los golpes en la casa.
Al cabo de unos minutos, el Director entró y cerró la puerta. Con un gesto serio y sin mirarnos a la cara, se sentó en su oficina, acomodó algunas de sus cosas y nos preguntó, sin más, qué había pasado, cómo es que uno de nosotros había terminado con la cabeza rota en un partidito de fútbol. Todos tragamos saliva, nadie habló. Solo se oía el sonido del ventilador en el techo y nuestra respiración cada vez más agitada. Éramos solo unos niños pavos de cuarto de primaria que lo único que queríamos era jugar fútbol. No nos atrevíamos a explicar lo que había pasado por miedo a ser expulsados, pues la culpa era de todos por jugar con un objeto como ese. Y mientras que la oficina del Director se llenaba de silencio y de miedo, nos miraba a cada uno esperando una respuesta, como un león acechando a su presa. 
—¿No van a decir nada? —preguntó el Director. 
Yo sentía ganas de decir algo, pero la voz no me salía, y solo me imaginaba haciéndolo sin temor a las consecuencias. Pero la realidad era distinta y no me hubiera atrevido, ni siquiera los más avispados del salón, como Roberto o José, ni el zambo Benji, que era el más achorado de nosotros. 
—Bueno, ya que no quieren hablar, tendré que llamar a sus padres —dijo el Director, amenazándonos. 
Pero de pronto, salvándonos del interrogatorio y, tal vez, de una posible papeleta, uno de nosotros dio un paso adelante y habló, nervioso, como si tartamudeara, diciendo que el golpe fue por el balón con el que habíamos jugado, que alguien lo lanzó por los aires y terminó impactando en la cabeza de Juan. Todos lo miramos atónitos, pues había sido el mismo arquero, Rafael, quien confesó el hecho, tal vez movido por la conciencia, pero sin intención de declararse culpable. Ante tal afirmación y para nuestro asombro, el Director no preguntó quién fue y solo nos dijo que nos retiráramos, pero que antes le dijéramos con qué clase de balón habíamos jugado.