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miércoles, 17 de julio de 2019

Fiesta

Miré la hora en el celular esperando acertar: cuatro y treinta. «Carajo», dije, no era tan tarde como creía; pero me sentía cansado, abrumado y sobre todo, fastidiado. Rebecca se había ido de la fiesta sin dirigirme la palabra y yo me encontraba en la sala tomando con un grupo de chicos y chicas que, a simple vista, ni siquiera conocía. Había un par de extranjeros que hacían pasos de baile extraños, tratando de enseñarle a una de las chicas a moverse de la misma forma, pero no lo lograron. «Necesitas más práctica, cariño», dijo uno. En ese momento Mariano se me acercó y me ofreció un pucho. «Para que despiertes, hermano», me dijo. Le hice un gesto de negación y se alejó. Me encontraba cómodo con mi botella de ron. No necesitaba más, pero la verdad, moría por irme. No quería pensar y por más que tomaba, la imagen de Rebecca mirando su celular ignorándome, mandando a su mejor amiga, Patricia, para que me diga que se iba, que no quería ni verme, me había dejado aturdido. Bueno, es cierto que la cagué, pero hay una explicación para eso.
Mi amigo Sandro, quien para ese entonces se había quedado dormido en el baño, según un amigo suyo que lo tuvo que cargar hasta la habitación, invitó a Dayana, mi ex enamorada. No le dije nada, ya que había terminado en buenos términos con ella y me daba igual si venía o no. Era una conocida más, le dije, sin roches. Pero el verdadero tema era Rebecca. Preferí no decirle nada: primer error. Y si me preguntaba algo, le diría la verdad, que Sandro la había invitado: segundo error.
Llegado las doce, vi entrar a Dayana con su amiga Jimena y las saludé amistosamente. «¿Y tu novio?», le pregunté a Dayana, como bromeando. «Idiota», me dijo. Se quedó pensando unos segundos y agregó: «Hoy lo encuentro», y reímos juntos. «Pidan lo que gusten, chicas», agregué, mientras entraban a la sala. Rebecca, en cambio, se demoró en llegar, para variar, pero esta vez fue porque Patricia se había peleado con su enamorado. «El estúpido de Luis tenía un partido de fútbol temprano y adivina qué eligió», me dijo Rebecca cuando la vi llegar con Patricia, quien me saludó casi sin verme. «No se le nota lo enojada», le respondí.
Entramos y el protocolo de siempre: un trago por aquí, otro por allá, para ti, mi amor; Patricia, toma, mañana vamos a ver el partido de Luis, no te preocupes. «Cállate, idiota», me respondió con sorna. Sin duda, esa noche fui el real idiota. Las dejé conversando y fui al pateo donde se encontraban mis amigos, pero solo encontré algunos pues la mayoría se había ido al techo a fumar su hierbita. Las consecuencias de vivir en un barrio de San Juan de Miraflores, pensé. Pero estaba Pedro, mi pataza del colegio, y me invitó de su chela. «Salud, pues, hermano», me dijo. Le devolví el gesto. «Seguro ahora bajan esos pendejos», me dijo. «Sí, no cambian», le dije. Seguimos hablando un rato y luego me acerqué a Rebecca. «¿Todo bien, amor?», le pregunté. «Sí», me dijo. «Vamos a bailar», y fuimos de la mano al centro de la sala. «Amor, me preocupa Patricia», me dijo, en pleno baile. «No es la primera vez que Luis la deja de lado», añadió. «Para algunos hombres no hay nada más importante que el fútbol», le dije. «Porque después está su equipo de fútbol, su madre, y claro, al final pero no menos importante, la enamorada», agregué, y me dio un golpe, la besé y ambos reímos.
Volvimos con Patricia, que se encontraba hablando con Mariano. Tomamos un par de shots y escuché que alguien me llamaba. Volteé y era Pedro, quien ya se encontraba con los chicos de la promoción. Volví con ellos, conversamos un rato y de pronto Óscar, otro amigo, se me acercó y me dijo: «Huevón, no sabía que conocías a Dayana». Y ella apareció a su lado. «Yo no sabía que tú lo conocías, nosotros estuvimos juntos hace años», le dijo. «Ah, vaya, se lo tenían guardadito», dijo Óscar. «Él se mudó a mi residencia hace poco, y en una reu lo conocí, no sabía que ustedes eran promoción», dijo Dayana. «El mundo es muy pequeño», respondí, mirando a los lados, sabiendo que esa situación podría traerme problemas. Repito, no tenía ningún problema con que Dayana haya venido, pero tampoco quería verme cerca a ella. «Ya vengo», les dije, y regresé donde Rebecca. «Amor, dónde estabas, Mariano dice que más tarde vienen sus amigos de intercambio», me dijo. «Ah, ¿sí?», dije, mirando fijamente a Mariano, porque no me había dicho nada. «Sí, hermano, esa gente es la cagada, ya los conocerás», respondió, y se fue. Rebecca se me acercó y estuvimos abrazados por un momento, viendo cómo la gente se divertía. Al rato, al ver nuestras copas vacías, fuimos a la mesa a preparar unos tragos. Le serví uno de sus tragos favoritos, un chilcano de Maracuyá. Brindamos y bebimos. De pronto, se acercó Dayana con Jimena. Yo me quedé helado. «¿Podemos?», preguntó Jimena, yo moví la cabeza afirmando, y se sirvieron dos vasos. Rebecca me tenía abrazado de la cadera. No dijo ni una palabra pero sentí la presión de sus manos. Y se fueron. Rebeca volteó y me miró con los ojos bien abiertos. «¿Qué hace ella aquí?», preguntó, con un tono de voz que ya conocía bien. «Alguien la habrá invitado», dije, nervioso. «¿Quién?», volvió a preguntar, asediándome. «No lo sé, no lo sé», dije. «Tal vez Mariano o Sandro», agregué. «Entonces sí sabías», repitió. «O sea, sí, pero no me acordaba, tal vez lo mencionó, pero no le tomé importancia», dije, demostrando, una vez más, mi nerviosismo. No me culpen, tenía muchas cosas en la cabeza y no pude lidiar con la situación. «Ya, Mateo, sabes, me tengo que ir», dijo. «Carajo», pensé. Me agarró frío y lo primero que hice fue sostenerle la mano. Ella me la soltó. Entonces, me acerqué y traté de darle un beso, que esquivó sutilmente. Y se fue donde Patricia. «La cagué», pensé, o lo dije, no lo supe en ese momento pues la bulla empezó a sonar más fuerte y la gente parecía entrar al clímax de la noche. Yo, en cambio, había metido la pata. Pude haber hecho algo al respecto, pero, sinceramente, o estúpidamente, no le tome importancia. Hasta que pasó.
Mariano se me acercó, sin saber lo que había sucedido, y me dijo que sus amigos de intercambio habían llegado. Por lo distraído que estaba, solo le hice un gesto mientras trataba de buscar a Rebeca con la mirada, y vi que un grupo de desconocidos entraban y saludaban a Mariano. Fui a la mesa y me serví un vaso de ron. Me apoyé a un lado mientras tomaba y pensaba qué hacer. Óscar fue a la mesa a servirse un trago y me vio a un lado, y no sé qué cara habré tenido para que me preguntara si pasaba algo. Le conté, en pocas palabras, lo de Dayana y Rebecca, y solo atinó a decirme: «Hermano, estás jodido», con su típica vocecita burlona. «Gracias, no me había dado cuenta», le dije, y empezó a reír. «Bueno, hablaré con Dayana entonces», me dijo. «No es necesario, ella no es el problema. Yo sí», le dije. Me dio unos palmos en la espalda, cogió su trago y me dijo: «Cualquier cosa estaré con la promo», y se fue.
Al otro lado de la sala vi a Rebecca con Patricia y otras chicas que no conocía. No quise perderla de vista, por si se iba, como me había dicho. Hasta que vi que cogió sus cosas del mueble donde las había dejado. Entonces, no lo pensé y fui a hablarle, pero en el camino me interrumpió Patricia, y fue ahí que me dijo: «Ni te acerques, por ahora no quiere verte ni hablar contigo». Yo la escuchaba aturdido y miraba por encima de ella a Rebecca, quien estaba concentrada escribiendo en su celular. «Nuestro taxi ya está cerca, y mejor, yo tampoco tengo ganas de estar aquí», siguió, y la miré. «Así que mejor déjala en paz, Mateo», añadió. «Vamos, Patricia, déjame hablar con ella», le dije. «No, lo siento, ya sabes cómo se pone, en serio, es mejor así, por ahora», me dijo. «Además, te lo mereces, por idiota, cómo se te ocurre...», añadió, y se fue. No pude decir nada contra ello.
Vi que salieron y se subieron al taxi. Rebeca ni siquiera volteó a verme. En ese momento supe que la había cagado bien. Ofuscado, tenso, regresé a la mesa y abrí una botella de ron. Y heme aquí. En verdad, ya quiero que todo acabe, nada salió como lo había planeado. Envidio cómo la gente se divierte, bebe y baila sin preocupaciones. Saben, quisiera irme, lamentablemente, es mi casa.

viernes, 10 de mayo de 2019

Departir

Desde un rincón de la habitación se podía ver el fuego del encendedor de Ricardo. Azul, amarillo, naranja, azul de nuevo. Y lo apagaba. No dejaba de jugar con él haciendo sonar la tapa metálica cada vez que lo abría. Una y otra vez. «Ya basta», le dijo Luis un rato después. Ricardo se volvió hacia él, frunció el ceño y lo guardó en su bolsillo. Luis había traído algo especial para la reunión. «De catálogo», dijo, y volteó a ver a Hernández, el dueño de la casa, cuyos padres habían viajado a Colombia y por lo tanto tendría la libertad de hacer lo que quisiera, al menos ese fin de semana. 
Yo había ido con César y Nicólas. Nos habíamos encontrado en la estación Ayacucho a las nueve de la noche para empezar con las previas. Al llegar, Hernández abrió la puerta de su cochera, miró a ambos lados y nos hizo pasar. Ricardo y Luis ya se encontraban allí. 
La habitación se había llenado de humo. Hernández fumaba y se echaba en su mueble, abriendo los brazos y las piernas. «Esto es vida», decía. «Esto es vida, carajo», repitió, y se lo entregaba a Luis, quien probaba un poco para luego dárselo a Ricardo. Luego pasó por Nicolás, de ahí por César y al final por mí. Hernández preguntó la hora. «Son las once», dijo Ricardo. «Mierda, la gente ya debe estar viniendo», respondió Hernández, y fuimos a la sala.
Abrimos unas latas cervezas, pusimos la música, y Hernández se encargó de compartir lo que poco que quedaba de su porro. Al cabo de un rato sonó el timbre. Nicolás me codeó. «Mira quién llegó», me dijo, y vi entrar a Adriana, Jimena y Camila. Pero él lo decía por Jimena. No la había visto desde la fiesta de fin de finales. Me levanté con los chicos, me saludó con una sonrisa, al igual que sus amigas, y se sentaron al frente de nosotros. Un momento después, Luis me hizo un gesto señalando la cocina. Lo seguí. Abrió la nevera y sacó el hielo. Mientras preparaba el ron, me preguntó por Jimena. «¿Sigues en algo con ella?», dijo, de pronto. «No», respondí, un poco desconfiado. «Mira, es que he estado hablando con ella estos días, yo la invité a la reunión de hoy», me dijo. Me sorprendió su sinceridad. Él sabía lo que había pasado ese día en la fiesta, pero seguro también sabía que después de eso ella y yo no habíamos hablado. «Quería que lo sepas para que no hayan malentendidos», me dijo, y me sirvió un vaso. «¿Falta ron?», agregó. «Está bien, no te preocupes», respondí. «Y sí, le falta un poco», añadí, y salí de la cocina.
César hablaba con Adriana y Camila, al parecer habían llevado clases juntos cuando al llegar escuché lo mucho que habían sufrido con el curso de Finanzas. «El profesor no tenía piedad en los exámenes», oí decir a Camila. «Recuerdo que el día del final no dormí nada», replicó César. Me uní a la conversación contando también mi experiencia en ese curso. 
Un rato después volteé a ver a Jimena. Se encontraba sentada en el mueble mirando el celular. Luis llegó con una jarra de ron y le sirvió un poco. Ella bebió, lo miró, y luego volteó a verme. No presté atención, tampoco me incomodaba. Lo que había pasado esa noche no debió pasar, y tal vez por eso no lo hablamos y todo quedó como una resaca más entre amigos. Entre amigos que dejaron de hablarse.
Camila me despertó del trance, levantando su vaso y diciendo salud, junto a César y Adriana. Chocamos los vasos y bebimos, celebrando, nuevamente, el fin de otro ciclo en la universidad. 
Hernández no dejaba de sacar botellas del bar de sus padres, haciendo que todos beban un poco, y como un loco gritaba las canciones que sonaban en el parlante. Solo nosotros sabíamos el por qué de su estado. Nicolás y Ricardo se encontraban con unos amigos de la selección de fútbol, quienes habían llegado con un grupo de amigas de la facultad. Mientras yo hablaba con Camila, veía a Luis bailar con Jimena. Ella me miraba de reojo y luego se acercaba a Luis, y yo volvía a mirar a Camila. «¿Y qué planes estas vacaciones?», me preguntaba. Yo le contaba mis futuras actividades, así como ella. Al voltear, vimos a Adriana bailar con César. Y entonces Camila me confesó un secreto. «A Adriana le gusta tu amigo», me dijo. «¿En serio?», pregunté, sorprendido, y volteé a verlos. «Sí, por eso quiso venir», me dijo. «No le vayas a decir nada, ah», añadió. Yo reí. «No te preocupes», le dije. Camila era linda, pero sobre todo, muy alegre y divertida. Habíamos hablado muy poco en la facultad, pero siempre con simpatía las veces que nos encontrábamos, como ahora. Tenía el rostro limpio y los ojos tímidos, y cuando sonreía era inevitable sonreír también. La conversación se había tornado curiosa. Me dijo que el día de la fiesta de fin de finales me había visto con César cerca de su casa. «¿En el grifo?», le pregunté. «», respondió ella. «Yo estaba con Jimena…», dijo, y se quedó callada. «Ah, Jimena, sí», respondí. «Descuida, yo sé lo que pasó», me dijo. «Nos viste», dije. «Algo así…», respondió. «No debió pasar, éramos amigos y después de eso dejamos de hablarnos», le dije, sincerándome. «También me pasó con un amigo que conocía desde el primer ciclo», dijo. «Pensé que hablaríamos de eso, pero luego me enteré que... ¡tenía enamorada!», añadió. «¿Y tú no lo sabías?», pregunté. «¡No!, y eso es lo que más me jode: que nunca me contó nada», respondió. «Entonces no era tu amigo», le dije. «Parece que no», respondió.
Nicolás se acercó y me llamó. Le dije a Camila que volvería en un momento. En el pasadizo me dijo que había visto cómo Luis intentaba besar a Jimena. «¿Y?», le pregunté. «Pensé que tú y Jimena tenían algo», me dijo, confundido. «No», le dije. «Creo que ellos están saliendo o algo parecido», añadí. «Bueno», dijo Nicolás. «Igual, me avisas si haces algo», siguió. «¿Algo como qué?», le pregunté. «No sé, algo como agarrarlo a golpes, nunca me cayó bien ese fumón», dijo. Solté una carcajada. «Tranquilo, no pasa nada», le dije palmeando sus hombros, y regresé a la sala.
Camila se encontraba hablando con una amiga que llegó con el grupo de chicos que jugaban fútbol. Se fue al verme llegar donde Camila, saludándome y riendo un poco. «¿Qué fue tan gracioso?», le pregunté. «Nada, nada, mi amiga está loca», respondió Camila. Me serví un poco de ron y a ella también. «¿Y no te gusta bailar?», me preguntó, un momento después. «Claro que sí», le dije. «Entonces, vamos», respondió, y me agarró de la mano llevándome al centro de la sala en donde se encontraban todos bailando. Yo intentaba seguir el ritmo de ella, porque le había dicho que me gustaba bailar, mas no que sabía hacerlo. De pronto alguien cambió la música a mitad de canción, la gente protestó, pero a mí me salvó de hacer el ridículo. Nos sentamos. Camila empezó a bromear con mis pasos, reía y reía y a mí me causaba más risa. Fue entonces que al voltear vi a Jimena mirándome, mientras Luis preparaba más ron. Me miraba indignada, como si dijera que qué hacía hablando con su mejor amiga. No quise pensar eso, pero Camila lo advirtió al voltear y yo me di cuenta. Como quien cambia de tema, me dijo que tenía que hacer una llamada y que tenía que salir debido a la bulla. La acompañé y salimos. Ella llamó a alguien, habló unos segundos y luego colgó. «¿Todo bien?», le pregunté. Asintió con la cabeza y se acomodó el cabello. «Necesitaba un poco de aire», me dijo. «Yo también, estoy allí desde temprano con los chicos», acote.
Al cabo de un rato decidimos entrar. Abrimos la puerta y en el pasadizo nos encontramos con Jimena. Los tres nos quedamos mirando. Yo pasé de frente y Camila quiso hacer lo mismo, pero Jimena la cogió del brazo y le hizo un gesto de duda. Camila no entendió y siguió detrás de mí. Luis llegó y se quedó con Jimena. Le preguntó algo que no llegamos a oír. Nos sentamos donde estábamos y nos quedamos callados. Camila, de pronto, me dijo que parece que Jimena se encontraba incómoda por verme conmigo. Le dije que no había por qué. Ella asintió, callada, pero intentó no perder la sonrisa. Yo le sonreí, y la saqué a bailar. Bailamos por un buen rato, o al menos eso yo intentaba. 
Hernández paró la música, levantó con la mano una botella de pisco y gritó que era hora de ir a la azotea. «¡Síganme los buenos!», dijo, y algunos empezaron a subir detrás de él. Camila me miró, me hizo un gesto para subir y fuimos detrás de todos.
Estábamos en el cuarto piso. Había un patio enorme, con luces y bancas a los costados, y al frente, un parque en forma de triángulo. Me senté con Camila con vista al parque. Ya era de madrugada, no había gente en la calle, y empezamos a contar a los pocos que pasaban, y apostamos que el que perdía, se bebía un shot de pisco. Tomé cerca de cuatro shots, mi vista no era la misma ya hace un buen tiempo y Camila parecía ver a lo lejos a varias parejas sentadas en los bordes del parque. «No me gusta este juego», le dije, aturdido, y ella no dejaba de reír. 
Fuimos a la cocina en busca de agua. El pisco había causado en mí sensaciones que, combinado con lo que había traído Luis, no podía controlar. «Toma», me dijo Camila. Y bebí y bebí. Ella hizo lo mismo, y nos sentamos un momento. «Gracias», le dije. «Me salvaste, ah», añadí enseguida. «Fue gracioso ganarte, así que te debía al menos eso», me dijo.
De pronto, al mirar por la escalera, vimos a César besándose con Adriana. Camila se rió. «Se le hizo a mi amiga», dijo. Yo reí junto a ella. Había menos gente en la azotea. La mayoría había bajado debido al frío. Camila se apoyó a mi lado y yo hice lo mismo. Me miró sonriendo, sin saber qué decir. Yo cerré los ojos y sentí sus labios en los míos. Luego, sus manos cogieron mis mejillas. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo no pensaba en nada, y todavía me cuesta recordar lo que pasó después. Según César, Jimena subió con Luis buscando a sus amigas para irse, y cuando me vio besándome con Camila, no dijo nada y se fue, dejándolas a su suerte. Adriana había ido al baño y César no le dijo nada a Jimena, por eso cuando Adriana salió, recién le dijo lo que había pasado. Después de eso, me dijo que acompañamos a las chicas a esperar su taxi, y que luego volvimos a casa. Ya no había casi nadie y nos dormimos en la sala hasta que amaneció. «Y así fue», me dijo, echando un poco del ron que quedaba a su café. Yo miré la hora en mi celular: las diez de la mañana. Tenía algunos mensajes de Camila diciéndome que habían llegado bien. Le dije a César que era hora de irnos. Buscó a Hernández en su habitación. No lo encontró. Se había quedado dormido en la hamaca de la azotea. Prefirió no despertarlo y salimos. «Oye, Hernán», me dijo César. «¿Y ahora qué vas a hacer?», me preguntó. «¿Sobre qué?», le dije. «Sobre tú y Camila», respondió. Me quedé pensando. «No lo sé», le dije. «Aún no hablamos», añadí. César rió. «Pues hablen, departan, conversen», me dijo, y levantó la mano para parar un taxi.

miércoles, 20 de marzo de 2019

El taco

Solía ir con Rubén, un amigo del colegio, al taco, un billar de mala muerte en el segundo piso de la calle Riojas. Allí se juntaban vagos, colegiales, universitarios y gente del barrio para fumar, tomar y timbear en esas mesas maltratadas por los años y en la cual nunca faltaban las peleas que, cada fin de semana, solían darse debido al exceso de alcohol y a la ambición por el dinero.
Había un tipo al que llamaban Ronquero, debido a su voz ronca por el cigarro y a la chata de ron que siempre llevaba consigo. Era alto, delgado, moreno y de cabello largo. Recuerdo que uno de esos días, cuando nos tiramos la pera del colegio para ir al taco, pues en las mañanas no había mucha gente, nos vio entrar con nuestras mochilas y, amablemente, al encontrarse solo, nos enseñó a jugar. Hablaba del taco como si fuera otra extremidad de su cuerpo y se movía por la mesa con una destreza y elegancia que parecía bailar con ella mientras sus dedos cambiaban de posición, y miraba con una total concentración las bolas antes de encajarlas en cada tronera. «Así, la concentración es importante», decía, y tomaba un sorbo de su chata de ron. 
Rubén me contó, días después, enterado por unos amigos del barrio, que el padre de Ronquero había muerto cuando él era un niño, y que su madre, quien vivía en Chile, le mandaba dinero para sus gastos y estudios. Sin embargo, a él solo le importaba el billar. «Ya lleva más de cinco años jugando el taco», me decía Rubén viéndolo apuntar a una de las bolas. «No sé por qué nunca ha jugado de manera profesional», siguió, y se escuchó que embocó tres bolas en un solo tiro. «Lo mismo se preguntan todos», añadió el dueño del billar, un gordo desaliñado de bigotes gruesos pero bonachón. Nos contó un poco más de la vida de Ronquero al escucharnos cuchichear sobre él sentados en una banca esperando una mesa libre para jugar. «Ha ganado todos los torneos que hacemos aquí, pero cuando le decimos que vaya a otros, no lo hace, no le interesa». Mientras el dueño del taco hablaba, Ronquero seguía embocando las bolas, fumaba y recibía el dinero de la apuesta ganada. «Nadie lo entiende», acotó. «Lo tiene todo para llegar lejos, pero simplemente no le importa», dijo y se fue a atender a un cliente. Rubén y yo nos quedamos viéndolo, estupefactos, deseando algún día jugar como él.
Desde que conocimos a Ronquero, íbamos todas las tardes y no nos perdíamos ninguno de sus juegos, que, para nosotros, eran más que un espectáculo. Le ganaba a todos los del barrio, incluso a los más experimentados, quienes, asombrados por su talento, llegaron a tratarlo con respeto, aunque con cierta envidia también. Rubén y yo empezamos a practicar casi a diario, el colegio ya ni nos importaba. Con el tiempo logramos aprender algunas mañas, desde la posición de los dedos para coger el taco, hasta medir, con una total concentración, como decía Ronquero, la distancia entre las bolas y los troneros. 
Con el tiempo, la gente del taco ya nos conocía, éramos los chibolos de allí. Después de varias semanas practicando, decidimos jugar apostando el dinero de nuestros recreos. Empezamos con algunos universitarios, que, cada tarde, llegaban saliendo de estudiar para intentar ganarse algunas monedas. Como aún éramos escolares, creían que seríamos fácil de ganar, pero se llevaron una sorpresa al ver que Rubén y yo, cada uno en su juego, embocábamos las bolas con una facilidad que ellos, a pesar de su experiencia, desconocían.
Así fue como logramos ganar unos cuantos soles extras gracias a los consejos de Ronquero. Al día siguiente, al verlo en la calle camino al taco, con cigarrillo en mano, nos acercamos a él para contarle, emocionados y agradecidos por habernos enseñado algunas cosas. «Me alegro, chatos», nos decía. «Pero tranquilos, solo tómenlo como un juego», nos advirtió, de modo paternal. No lo entendimos en ese momento, pero asentimos con la cabeza.
Las semanas siguientes logramos ganarle unas cuantas veces más a los universitarios, y en los recreos del colegio Rubén ya hablaba de comprarse un taco propio. «Necesito uno como el de Ronquero, hecho de fresno», decía. «Para eso tendrás que ganarle a muchos universitarios», dije, riendo «Ya sé que es caro, pero voy a ahorrar». «Bueno», dije. «¿Acaso no quieres jugar como Ronquero?», me preguntó. «Claro que sí», respondí. «Entonces hay que practicar mucho más», agregó Rubén.
Un fin de semana fuimos temprano, pero nos dimos con la sorpresa de que el taco estaba cerrado. El dueño del billar salió por la ventana y nos dijo que abriría más tarde, que están supervisando varios locales en la cuadra y necesitaba limpiar el desastre de ayer. «Los viernes por la noche siempre se llena de gente de mala muerte», nos dijo. «Unos fumones se pelearon y rompieron algunos vasos y botellas», acotó, furioso. Nosotros nos ofrecimos en ayudarle a limpiar sin cobrarle nada, pues solo queríamos practicar. Nos miró un momento, pensando, y nos hizo pasar al ver lo mucho que insistíamos. «Solo no se lo comenten a nadie», nos dijo, y empezamos a limpiar todo el desastre lo más rápido posible.
Mientras Rubén echaba agua al suelo para trapear, yo pasaba trapo a las mesas, recogía las botellas rotas y los vasos. Estuvimos limpiando cerca de dos horas y, al terminar, le preguntamos si podíamos jugar en una de las mesas. El dueño revisó el salón y accedió sin problemas.
Rubén intentaba embocar tres bolas en un solo tiro, como solía hacer Ronquero, pero no lograba darle con la fuerza que él tenía. Yo intentaba poner en posición algunas bolas mientras embocaba otras, de la misma forma que hacía Ronquero para no perder su turno y ganar rápido. Estuvimos jugando varias horas mientras la gente llegaba después de que el dueño abriera el local. Decidimos parar un rato para comprar unas gaseosas y fue entonces que vimos llegar a unos sujetos que no eran del lugar. Escogieron una mesa y, haciendo alboroto, empezaron a jugar. Uno de ellos, de cabellos parados y aretes, no dejaba de burlarse cada vez que embocaba una bola. «Así se juega, huevonasos», gritaba. Tenía un estilo de juego particular. Colocaba las bolas de sus contrincantes a su favor y las embocaba con una fuerza que el sonido del impacto retumbaba en todo el local. Ganó varias veces seguidas y se reía sin parar cada vez que cobraba el dinero de sus rivales. «No tiene ningún respeto», dijo Rubén al escucharlo insultar a sus rivales. «No puedes humillar así a la gente en el billar», siguió, ya un poco molesto, y lo empezó a mirar con rostro desafiante. El tipo seguía riéndose y al voltear, advirtió el gesto en la cara de Rubén y se acercó a nuestra mesa. «¿Tienes algún problema conmigo, chibolo?», dijo, desafiante. Rubén y yo nos quedamos fríos, sin saber qué decir. «No, señor», dijo Rubén un momento después, intimidado, y el tipo se le acercó un poco más y preguntó: «¿Y entonces por qué chucha me miras así?», colocando la punta del taco en el pecho de Rubén, que él, asustado, siguió con la mirada. Entonces, cuando vi que empezó a poner fuerza al bastión como para empujarlo, se apareció Ronquero y cogió la puntera con las manos. «Deja en paz a los niños», dijo, muy tranquilo. El tipo guardó su taco y preguntó: «¿Y quién carajo eres tú?». «Nadie», dijo Ronquero, sobrio. Y agregó de inmediato: «¿Mejor por qué no jugamos una ronda?», abriendo ligeramente los brazos. «Para eso estamos acá, ¿no?», continuó. El tipo lo miró desconfiado, pero después de unos segundos aceptó el reto y, golpeando el taco en la mesa, preguntó: «¿Cuánto apuestas?». «Lo que tú propongas», respondió Ronquero. «Empecemos con cincuenta soles, ya que te crees muy valiente», dijo, seguro de sí. Y Ronquero aceptó, dándole la mano. El sujeto lo miró extrañado por su comportamiento pero aceptó apretando fuertemente su mano. Rubén y yo lo miramos y nos hizo un gesto tapándose la boca con un dedo para que no digamos nada. Entendimos y nos quedamos callados, esperando que empezara el juego.
El sujeto se acercó a sus amigos y les dijo algo, a la vez que frotaba con tiza la punta de su taco. Por su parte, Ronquero acomodaba las bolas dentro del triángulo, alineándolas en el punto final de la banda larga. El sujeto empezó a petición de Ronquero y rompió el triángulo con un fuerte golpe. Embocó dos bolas en su primer tiro. Se acomodó en una esquina y volvió a lanzar. Embocó una y acomodó un par. Al tercer tiro, por cuestión de milímetros, no logró embocar ninguna. Le tocaba jugar a Ronquero. Se acomodó como siempre lo hacía y logró embocar dos en un tiro. Cogió la tiza y empezó a frotarla en la punta del taco. Se sentó en la mesa y, con los brazos detrás de su espalda, embocó con fuerza dos bolas más. El sujeto, entonces, lo miró preocupado. Ronquero siguió jugando y embocó una bola más, pero las que restaban quedaron dispersas y con poca opción de embocarlas. Ronquero apagó su cigarro, miró concentrado la mesa, midió las distancias y se acomodó en el lado derecho de la mesa para empujar una e intentar embocar otra. Golpeó con fuerza, las bolas rebotaron en toda la mesa, pero no entró ninguna, y un gesto de molestia se pudo relucir en su rostro. El sujeto lanzó una carcajada junto a sus amigos y cogió su taco con violencia. Sin pensarlo embocó una e inmediatamente otra. Volvió a acomodarse en una esquina y, echando la mitad de su cuerpo en la mesa, embocó dos más. Ronquero miraba el juego tranquilo, tomando ron de su botella pequeña, a pesar de que ya llevaba dos bolas de desventaja. El sujeto, confiado, quiso embocar las dos bolas que faltaban más la número 8, para así acabar el juego humillándolo. Se subió a un lado de la mesa, midió la distancia, jaló hacia atrás el taco y golpeó la bola blanca con fuerza. Las bolas empezaron a rodar con velocidad, una detrás de otra, sin embargo, no le dio con la fuerza suficiente y quedaron al filo de las troneras. «¡Mierda!», gritó el sujeto. Rubén no pudo con su emoción sabiendo que Ronquero acabaría con el juego y soltó un: «¡Eso!», que sonó fuerte en la sala. El sujeto, al escucharlo, se volvió hacia él furioso y le gritó: «¡Qué celebras, chibolo de mierda!», y lo cogió del cuello. Rubén intentó zafarse y yo traté de ayudarlo, pero uno de sus amigos me jaló y me tumbó al suelo. Ronquero se abalanzó sobre el sujeto que inmediatamente soltó a Rubén y empezaron a agarrarse a golpes. Roberto, un chico que siempre practicaba con Ronquero, se metió para ayudarlo y tumbó al tipo que me tiró al suelo. La gente, entre el humo y la cerveza, empezó a separarlos, pero no evitó que el sujeto golpeara a Ronquero con el taco en la cabeza, dejándolo aturdido. Este se levantó y trató de hacer lo mismo, pero el sujeto había ido con tres amigos y estos no se lo permitieron. La cabeza de Ronquero empezó a sangrar y a Roberto lo agarraron a patadas. Rubén y yo no sabíamos qué hacer, mirábamos asustados todo lo que sucedía. Botellas y vasos empezaron a volar por todo el local y nosotros optamos por salir antes de que nos pasara algo. En eso, el dueño del bar, con dos señores gordos como él, agarraron a los sujetos y empezaron a golpearlos hasta sacarlos del local. «¡Viejos de mierda!», gritaban. «¡Vamos a volver, conchatumare!», siguieron balbuceando todo tipo de insultos.
Al día siguiente, al volver al billar, no pudimos encontrar a Ronquero. El dueño nos dijo que no había venido todo el día. Vimos llegar a Roberto, su amigo, hablamos un rato con él, agradeciéndole por lo de ayer y le preguntamos en dónde vivía Ronquero. Fuimos a buscarlo, tocamos la puerta y al rato salió una viejita. Le preguntamos por él y nos dijo que se encontraba descansando. Al escuchar que habían llamado a la puerta, le preguntó a su abuela quién había venido. Ella le dijo que dos chicos y él le dijo que nos haga pasar. Su abuela nos acompañó a su habitación y lo encontramos echado en su cama fumando y con un parche en la cabeza. «Hola, Ronquero», dijo Rubén, con voz trémula. «Perdón por lo de ayer, todo ha sido mi culpa», siguió, lamentándose. «Tranquilo, chato, no pasa nada. Además, no es la primera vez que lidio con gente así», replicó. «Sí, pero…», Rubén intentó decir algo más. «Ese sujeto era un abusivo», lo interrumpió Ronquero. «No pasa nada, chato», agregó, para calmarlo, mientras palmeaba su espalda. «¿Cómo te encuentras?», pregunté yo. «Mejor, pero sigo un poco adolorido. Por cierto, ¿cómo llegaron hasta aquí?», preguntó. «Fuimos a buscarte al billar y no estabas. Roberto fue quien nos dijo en dónde vivías», respondí. «¿Y cómo se encuentra él?», preguntó. «Bien, bueno, algo adolorido también, solo nos dijo eso». «Puedes contar con nosotros para lo que quieras, Ronquero», dijo Rubén. «Descuiden, chatos, todo está bien, no se preocupen, pero ahora quisiera descansar un rato». Le dimos la mano y salimos de su habitación. Su abuela nos agradeció por visitarlo y nos despedimos de ella también.
Rubén aún se sentía culpable por lo que había pasado. «Vamos, ya pasó, Ronquero está bien», le dije, dándole palmos en el hombro. Caminamos callados hasta su casa. Ya no quiso regresar al billar. «No es un sitio para nosotros», me dijo en su puerta. «Lo de ayer fue peligroso», agregó, pensativo. «Ya, olvídalo, siempre supimos que ese lugar era así», dije. «Sí, pero no pensé que tanto», respondió. «Nos vemos en el colegio», le dije, dándole la mano. Y nos despedimos. La siguiente semana, cuando fui a buscarlo para ir al billar, me dijo que no iría por un tiempo, que había descuidado mucho el colegio y que su madre se había enterado por los vecinos lo que pasó y que no quería verlo metido allí. Y fue allí que yo también dejé de ir. 
A los meses me enteré que Ronquero había viajado a Chile a vivir con su madre, pues su abuela había fallecido y ya no tenía con quién quedarse. Nunca pudimos despedirnos de él, y por mucho tiempo no supimos nada de su vida.
Años después, mientras cambiaba de canal en la televisión en vez de estudiar para mis exámenes finales, lo vi jugando billar profesionalmente en un canal deportivo. Se lo comenté a Rubén un día que nos vimos y se alegró mucho. «Siempre lo tuvo», dijo, mientras intentaba embocar tres bolas en un tiro como lo hacía Ronquero.