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viernes, 15 de noviembre de 2019

Transacción

Veía la hora en mi celular cada vez que el profesor volteaba a ver la pizarra. El tiempo pasaba lento y el profesor se había desviado tanto del tema que el letargo se había apoderado de todos. Cuando acabó la clase, guardé rápidamente mis cosas y respondí el mensaje: «Estoy en camino». Salí de la facultad de Negocios por la puerta de Medicina. Era el camino más corto a la avenida y era imposible encontrarme con Jimena, mi ex enamorada, estudiante de Derecho con quien no había terminado en buenos términos y cuya facultad quedaba al otro lado de esa puerta. Caminé por la alborada acera y llegué al paradero. Subí al autobús y me senté en la parte de atrás. Cogí mi celular y puse play a mi lista de Spotify: Rock, cumbia, hip hop, salsa, reggaetón, baladas. Todo tipo de canciones y géneros empezaron a sonar en el trayecto hasta el Parque Reducto N°2 de Miraflores. Al llegar, bajé en una esquina, crucé la pista y entré al parque. Había llegado con tiempo, así que busqué algún lugar para sentarme y escribí al Whatsapp al contacto sin foto: «Ya estoy aquí, te espero», y alcé la mirada. Había una señora paseando a su perrito y una pareja de jóvenes corriendo. A pesar de ser un parque en homenaje a la batalla de Miraflores, lleno de cañones y monumentos, se sentía mucha paz.
La clase de Economía Global me había contrariado. El profesor no dejaba de justificar el primer gobierno de Alan García, cuyo fracaso económico condenó a miles de peruanos a emigrar del país. «No toda la culpa fue del presidente García», señaló. Mis amigos y yo, al comienzo, nos quedamos absortos. Mi generación había crecido, debido a la historia, con la imagen desastrosa de ese gobierno, conocido por la hiperinflación, la corrupción y el terrorismo en su apogeo de terror. «Les diré lo que nadie les dijo», agregó, con una sonrisa pretenciosa, burlona. Empezó a ponernos en contexto: La dictadura militar de Velasco, el golpe de Bermúdez, la transición democrática, el gobierno digno pero ineficiente del presidente Belaúnde, la deuda externa y la insurrección de Sendero Luminoso. «La izquierda unida tuvo mucha responsabilidad. Y de igual manera el FMI», aseguró, moviéndose de un lado a otro, esperando, tal vez, alguna intervención. «Las medidas económicas que aplicó el presidente García sí funcionaron», declaró, con un optimismo que nadie compartía, y volteó a la pizarra a hacer un gráfico. Eso sí, omitiendo el intento de la estatización a la banca. Cárdenas me miraba como diciendo: «¿Qué le pasa al profe?». Romero comentó: «Todo el mundo sabe que el profesor es Apristón», riéndose. Y el profesor siguió en una perorata en defensa del expresidente Alan García, quien, años después, se dispararía en la cabeza para evitar hacer frente a la justicia debido al caso de las coimas de Odebrecht.
Mi celular empezó a sonar y me llegó un mensaje: «Estoy en la puerta, voy entrando», decía. Le dije exactamente dónde estaba y cómo estaba vestido. De pronto, al rato, una señorita muy agraciada, de sastre azul y cartera me hizo un gesto con la mano y yo hice lo mismo para identificarnos. Se acercó a saludar y se disculpó por la demora. Le dije que no se preocupara, que yo recién había llegado y que estábamos en hora punta. «Bien, a lo que vine», me dijo, sonriendo, y se sentó a mi lado y abrió su cartera. En una bolsa se encontraban los tres libros que le había pedido por internet: ‘Vida de este chico’ de Tobias Wolff, ‘El caso Telak’ de Zygmunt Miłoszewski y ‘El hombre que amaba a los perros” de Leonardo Padura. «Aquí tienes», me dijo, y revisé de un vistazo los libros pues estaban sellados y no había que buscar algún detalle como cuando compras un libro de segunda. «Muchas gracias», le dije, y le entregué el dinero. Empecé a acomodar en mi morral los libros y de pronto me preguntó por mi interés en esos títulos. «¿Te los pidieron en la Universidad?», me dijo. «No, no, ¡bueno fuera!», le comenté, riendo. «Me interesa leerlos, me gustan las novelas largas», añadí, cogiendo uno de los libros más voluminosos. «Tengo más libros en casa», me dijo. «En unos meses me iré a vivir a España y estoy vendiendo mi biblioteca, tengo varios sellados que ya no me dará tiempo de leer», agregó, entre animada y triste. En ocasiones me hacía la misma pregunta: «¿Qué pasará con todos mis libros si en algún momento decido dejar el país?». Me dolería venderlos, pero si necesito el dinero, no habría otra opción. «¿Y cuando muera?», pensé. «España, qué genial, espero algún día viajar allá. Te vas a trabajar», le comenté. «Sí, pero también a hacer una maestría en Sociología», me dijo, entusiasmada. «¿Y tú qué estudias?», me preguntó, y de pronto recordé la clase que tenía en la noche. Quise ver la hora pues ya había pasado más tiempo del que había programado para llegar puntual hasta mi otra clase, pero atendí a su pregunta: «Administración de Negocios Globales, en la Universidad Ricardo Palma. Justo vengo de allí», le dije. «Estás cerca, entonces», me dijo, serena. «Yo vengo del Óvalo Gutiérrez», me comentó. «Vives cerca, entonces», le dije, repitiendo con humor lo que me acababa de decir. «Vivo en San Borja, pero trabajo por allá. Entonces sí, vivo cerca», agregó, riendo, y yo también. Tenía un rostro muy definido y cuando reía se le formaban unos hoyuelos en las mejillas. «Te llamas Romina», le dije. «Yo soy David, aunque bueno, ya sabías, por los datos que da Mercado Libre», añadí y empezó a reír. «Sí, soy Romina, mucho gusto, David», me dijo, y me dio la mano amistosamente. Sin darme cuenta, había pasado cerca de media hora charlando con una desconocida. Hace unos días, buscando por internet algunos libros para comprar, encontré su publicación donde ofrecía varios de ellos sellados y a buen precio. Vi que tenía disponible algunos que me interesaban y decidí llevar tres de una vez. Le di comprar a la publicación y me apareció su nombre y su número. La llamé para coordinar y me dijo que me escribiría al WhatsApp. Solo un momento después me llegó un mensaje, pero no aparecía su foto en el chat. Le respondí preguntándole dónde podría entregar los libros. Me dijo el día, la hora y el lugar y yo, después de revisar mi horario, le dije que estaba bien. Y allí estábamos, la transacción había terminado hace un buen rato, y ahora, sin querer, hablábamos de nosotros y de otros temas como si nos conociéramos de hace tiempo. «García Márquez me parece mejor que Cortázar», me dijo, mientras le comentaba los libros que recientemente había leído de Gabo. «¿Y mejor que Borges?», le inquirí. «No, es diferente. Borges es antes del boom y no fue novelista», añadió. «Entonces, si te gustan las novelas, te gustan las de Vargas Llosa», le dije. «Las primeras, sí, no lo niego. Pero…», siguió diciendo. «Pero, siempre hay un pero con MVLL, no?», le contesté, y reímos juntos. «Es que es cierto, él se desvinculó de la izquierda...», empezó a decir. «Por el caso Padilla», afirmé. «Sí, y bueno, fue la posición que tomó», dijo. «¿Había otra?», le pregunté. «Hay muchas maneras de hacer activismo sin romper con tu postura, y la izquierda no fue el problema, pero lo entiendo, no lo critico solo por eso», dijo, y reímos. «¿No es gracioso?», le pregunto. «¿Qué cosa?», dice. «Volver siempre a ese drama, a pesar de tantos años, de autores que sentimos cercanos por haberlos leído, aquí, en un parque que, curiosamente, casi siempre está cerrado», le dije. «De niña solía venir con mi padre, mi abuela vivía a la vuelta, hasta que falleció y vendieron la casa. Hay mucha paz aquí, a pesar de su historia», me comentó. «Lo mismo pensé al llegar», le dije, y nos quedamos mirando el paisaje: los jardines, las flores, las banderas, la glorieta en el centro, las estatuas en honor a los héroes de la guerra con Chile. De pronto, sonó su celular. «Un momento», me dijo, y contestó la llamada. Yo miré mi celular y advertí que ya era tarde. No llegaría a tiempo para mi clase. Se acercó y me dijo que ya tenía que irse. «Yo también, tengo clases en la noche», le comenté. Nos quedamos mirando y no sabíamos cómo despedirnos. Nos acercamos pero también nos dimos la mano, generando una descoordinación entre ambos que tomamos con humor. No sabía qué decir, pues sentía que habíamos tenido una conversación muy amena, interesante, hasta divertida, y todo eso sin pensarlo. Atiné a decirle que si me interesaba algún otro libro, le escribiría. Ella me dijo que estaba bien, que todavía estaría en Lima unos meses más y que aún tenía muchos libros disponibles y que, desde luego, ya tenía su número. Caminamos hasta la puerta y se despidió nuevamente. Se acercó a un taxi que había pedido desde su aplicación y se fue. Yo me quedé pensando en lo que había dicho hasta llegar al paradero. Pasó un autobús y subí. Al sentarme, saqué mi celular y le escribí al WhatsApp: «Muchas gracias por los libros, Romina, y también por la charla. De terminarlos pronto, te escribiré para llevarme unos más», le puse, con un emoji de libro. Al rato respondió: «¡Gracias a ti, David! Igualmente. Está bien, estaré al tanto», escribió con un emoticón de carita feliz al final de la oración. Guardé mi celular en el bolsillo, abrí mi morral, saqué uno de los libros y empecé a leerlo como si nada más existiera.

jueves, 16 de marzo de 2017

Visita

Camina por la habitación ignorando mi presencia, se detiene al observar algunas fotos en uno de los estantes y recorre con la mirada los rostros impresos, planos, inanimados, en esos cuadros diminutos y de madera. La miro con cuidado por encima del hombro sin que lo advierta y, para no perturbar la escena, me abstengo a decirle que muchas de esas personas ya no están en este mundo. 
Continúa el recorrido y observa con calma los cuadros en la pared, colgados uno al lado del otro, en orden de tamaño, para luego señalar con el dedo y preguntarme en dónde han sido tomadas, sin mirarme, pero sabiendo que existo. En los Alpes Suizos, respondo. Enseguida, coge una fotografía que se encuentra en mi velador y comenta, serena, que mi familia parece ser muy unida. Eso intentamos, repongo, susurrando, por el frío, por la noche. 
Sigue recorriendo la habitación, vacilando, tocando, viendo, y llega a mi lugar favorito: el librero. Coge un libro al azar y me pregunta de qué trata, mostrándome la portada sin quitar la mirada al librero, y le describo, de manera breve, la historia de un hombre que no concibe el amor en la vida. Lo deja en su lugar y me mira, por vez primera y después de mucho. ¿Y este otro?, pregunta, intrigada, cogiendo uno de la parte superior del librero. Es la historia de una mujer que vive intentando colmar sus aspiraciones humanas basadas en las novelas que leyó, respondo, al instante. Y vuelve hacia mí, entrecerrando los ojos. 
De pronto, realiza el mismo movimiento para dejarlo en su sitio y preguntarme: ¿Por qué tantos libros? No creo que los hayas leído todos, añade, como retándome. Porque nunca es suficiente, le respondo, pero me doy tiempo para cada uno. Me mira curiosa, intenta sonreír y asiente con la cabeza. Se acomoda a mi lado, al borde de la cama, y la miro y juego con sus cabellos que alguna vez adoré y le pregunto, en voz baja, a qué ha venido. Quería verte, responde, viendo a otro lado, siguiendo con el juego de querer ignorarme. Hace mucho que no sé de ti, añade, y voltea, ahora, a mirarme. Pues, aquí estoy, le digo, mirando directamente a sus ojos. Me alegro, responde, sarcásticamente, y se levanta. ¿Y sigues escribiendo?, pregunta, rápido. A veces, pero ya no como antes, replico. ¿Y eso por qué? ¿Acaso desde que me fui no consigues inspirarte?, responde, riéndose vilmente. La miro con una media sonrisa y respondo: He estado ocupado, solo eso. Ya veo, comenta. Pero mejor, escribir te abstraía del mundo. Ahora sí me escuchas, por lo menos, añade. Te equivocas, corrijo, siempre lo hice. Eso crees tú, corazón, afirma, segura de sí. Y empiezo a recordar sus arrebatos y molestias, y me echo sobre la cama para pensar en otra cosa. ¿Se puede saber a qué has venido?, vuelvo a preguntar, sobando mis manos sobre mi frente con ansiedad y mirando a la superficie. Ya te dije, quería verte, responde, sin dudar. Pero para qué, vuelvo a preguntar. Para saber si has cambiado o si sigues siendo el mismo de siempre, responde. ¿Y qué has notado?, pregunto. Que sigues siendo el mismo de siempre, pero también has cambiado, responde. Voy a darle sentido a tu comentario, ¿ok?, le digo. No te gastes, cariño, me dice, guárdatelo para cuando escribas. No lo necesito, le respondo. Bueno, yo solo quería ayudar, añade. Ya me ayudaste mucho, contesto. Pero puedo volver a hacerlo, interviene. ¿Cómo?, le pregunto, levantándome de la cama. Y me besa, me abraza, se aleja y me vuelve a besar, cogiendo con sus manos mi rostro para con un leve movimiento separar sus labios de los míos. Así, me dice. Qué astuta eres, le digo. Vamos, no digas que no te gustó, exclama. No pienso responderte, le digo, impaciente. Está bien, no te emociones, me dice, riendo. ¿Emocionarme? Bueno, si eso crees tú, te seguiré el juego, respondo. No lo hagas si ya sabes que vas a perder, argumentó, con un gesto rebelde, típico de ella, y me quedo intrigado, aunque no le digo nada. ¿Tienes agua para tomar?, pregunta. No, contesto. Ay, ya pues, no seas pesado, invítame un poco, me dice. Bueno, ya, espera, voy a ver si hay, respondo, cediendo. Está bien, no te demores, añade.
Salgo de la habitación y me digo: ¿A qué ha venido? Hace meses que no sé de ella, llego a la cocina, cojo la jarra y lleno el vaso con agua, ojalá tenga algo importante que decirme, pienso, y regreso. Aquí tienes, le digo, coge el vaso, gracias, responde y se da media vuelta. Bebe de un sorbo y lo deja en el escritorio. ¿Por qué me miras así?, pregunta al volverse hacia mí y ver mis ojos concentrados en ella. Quiero saber el verdadero motivo de tu visita, replico. Ya te lo dije, repite. No es suficiente, añado. Entonces, ¿qué más quieres que te diga?, me pregunta. Solo la verdad, le digo. ¿La verdad? ¿Alguna vez tú me dijiste la verdad?, me espetó. Sí, respondo. Por favor, Gustavo, jamás fuiste sincero. Tenías miedo de seguir con lo nuestro, añade, ofuscada. ¿De qué estás hablando?, le pregunto, confundido. Nada, olvídalo, responde. Ya ves, dices cosas a medias, le digo. Porque tú lo sabes, sabes lo que hiciste y te consta, responde, molesta. ¿Qué fue lo que hice, según tú?, pregunté, mirándola a los ojos. Alejarte, respondió en el acto y dio media vuelta. ¿Y tú no hiciste lo mismo?, pregunté. Y volvió hacia mí. ¡No! Pero creí que eso querías, responde, con la mirada hacia abajo. Nunca sabes lo que quiero, respondo. Y tú tampoco lo dices, contesta. Ya, basta. ¿Vienes después de mucho tiempo para esto?, le pregunto, un poco alterado. No quería que fuera así, me dice, mirando a la nada, con los brazos cruzados. Está bien, entonces, dejémoslo ahí, ¿te parece?, le digo, buscando un acuerdo, cediendo la paz. Ok, responde. Además, ya no nos veremos, me dice, de pronto, como amenazándome. ¿Qué?, ¿a qué te refieres?, pregunto, desconcertado. Me iré del país en unos días y solo vine a despedirme de ti, eso era lo que quería decirte. 
Me tomó unos segundos asimilar la noticia, al mismo tiempo que me sentía un idiota al repasar mi comportamiento egoísta desde que llegó; pero tomé conciencia de que ella seguía allí, a unos centímetros de distancia, y de que, por unos minutos, a pesar de las diferencias y altercados, me había sentido igual que antes, entre todo ese caos que irónicamente éramos, y vi pasar ante mí todo lo que habíamos vivido juntos y lo que no... Lo siento, no lo sabía, respondí. Hubieras empezado por eso, yo… No tienes que decir nada, me interrumpe, ya es tarde, me tengo que ir, añadió, solloza. Cristina, la miro como antes, resaltando cada detalle de su rostro: su nariz pequeña, pecosa; sus ojos vivos, oscilantes; sus labios perfectos y resecos, y le digo, de manera pausada pero segura, cogiendo su mano, antes de que abra la puerta: Te he extrañado... Lamento no haberlo dicho antes, afirmo. La habitación se contrae en un silencio vivo y, un rato después, me dice: Yo también te he extrañado, Gustavo, mirando de lado, donde solo se aprecia el perfil de su sombra, y avanza sin voltear, soltando mi mano, abriendo la puerta y desapareciendo en el pasillo que tantas veces cruzó para verme, para acompañarme, para quererme a su manera por una última vez más.

viernes, 17 de febrero de 2017

Leer y escribir

Empecé a leer y a escribir, por placer, por curiosidad y por ejemplo de mi padre, desde que era un niño, de entre 8 o 10 años de edad. El primer relato que recuerdo haber escrito fue una historia inspirada en el famoso libro de 20.000 leguas de viaje submarino, del famoso escritor francés Julio Verne. Aquel libro lo leí gracias a mi padre, quien, cada fin de semana, me traía un tomo de una colección de clásicos ilustrados. Entre ellos también estaba Aladino, una de las historias de origen sirio de Las mil y una noches, traducida por Antoine Galland, y Moby Dick, del escritor estadounidense Herman Melville. Pero los personajes que más calaron en mí, fueron los protagonistas de las aventuras del capitán Nemo y tripulación. Y pues, debido a ello, y también al ser el curso de Historia mi favorito en la etapa escolar, sentí la necesidad de recrear un relato similar pero basado en los mares de mi querido Perú. Me veo a mí de niño arrodillado apoyando mi pecho frente al borde de la cama, moviendo de izquierda a derecha el lápiz sobre el cuaderno, intentando narrar una historia y dándole nombres a los personajes, estableciendo jerarquías, alianzas, amistades, complicidades y a la vez creando adversidades y misterios mientras navegan dentro de las profundidades del océano pacifico. La historia en cuestión, elemental e inocente, por supuesto, fue el primer cuento que recuerdo haber escrito, y que debe estar guardado entre los cuadernos de cuando cursaba el grado de 2do o 3ro de primaria en el colegio “Jesús Niño”, y que espero, por curiosidad, algún día poder encontrar. 

Siempre tuve respeto por el trabajo intelectual de otros, por eso, cuando necesitaba decir algo que no era mi voz, citar nombre y año me era inevitable. Y esperaba algún día, con la misma disciplina, poder escribir algo que me emocionara tanto como lo que había leído, pero basado en mis experiencias personales y también producto de la ficción. Por ello, más adelante, a la edad de 15 años volví a escribir, y me daba por crear mis propias frases entre clase y clase en la escuela. Papeles, hojas, notas, todo servía a la hora de escribir alguna rima, que, según yo, sería el comienzo de una gran obra. Recuerdo, con mucho humor, que llegué a intercambiar algunos poemas por gaseosas y más adelante, lo máximo que recibí por ello, por una botella de ron, cuando un amigo me escribió desesperado para pedirme algún poema para darle a su enamorada, el cual puse por nombre Concédeme. Y aunque mis primeros versos eran acorde a los de un chico enamoradizo e ilusionado, y hasta cursi, tengo que aceptarlo, me hacía feliz expresar, con palabras, lo que sentía, sin ninguna clase de miedo o pudor, mediante cartas y poemas que, algunas veces, llegaban con éxito a sus destinatarias, mientras que otras se quedaban conmigo en el intento, como muestra de un amor platónico, tímido e inocente. 

En aquel entonces había dejado de lado la narrativa que tanto me había cautivado de niño, para adentrarme un poco más en los placeres de la poesía, de los cantos, de los versos y de las frases. También llegué a componer algunas canciones que aún mantengo guardadas en algún cuaderno y que, ahora, sentiría bochorno al leerlas. Sin embargo, muchos años después, y para mi sorpresa, el tema de una de esas canciones fue grabada por un buen amigo cantante, que al hacerle escuchar un demo a un amigo productor suyo, le sugirió terminar la canción para hacerla single y grabarla en el estudio que él tenía. Tiempo después, al escucharla, quedé asombrado con el trabajo final, acotando que con su voz le había dado vida. La canción se llama "Regresar", interpretada por mi buen amigo Bryan Aviles.

Pero ese afán por la síntesis, por el trabajo constante de hacer de las palabras un verso o una frase, y también por el hecho de haber vuelto a leer una gran cantidad de novelas, relatos, cuentos y textos, mi voz poética si es que alguna vez existió— quedó olvidada. Y tampoco la extrañé. Y me dediqué solo a admirar y disfrutar el trabajo de algunos poetas, sobre todo la obra del gran César Vallejo, para sentir placer, mas no continué haciéndolo. 

Casi un año después, ya teniendo en mi haber todo tipo de escritos recopilados en un cuaderno que no he vuelto abrir, hasta hoy, decidí, también por recomendación de una amiga, crear este portal blog para dedicarme, en un comienzo, a escribir pensamientos, aforismos, reflexiones, en ese entonces por una cuestión de rebeldía, de desahogo y de irresponsabilidad, pues las primeras entradas son las reminiscencias de un joven soñador, pero también inexperto y descuidado. Y ahora, con el atrevimiento de por medio, solo cuentos y ficciones, siendo esta última la que cada vez más me apasiona. Pero, ¿por qué y para qué escribir? Haré un intento de renovar aquella pregunta que se le hace a cualquiera que tiene inclinación por esta bella actividad. Estoy convencido de que no hay una respuesta exacta, y creo firmemente que la que más se acerca es que la realidad no es suficiente, y que si bien nace de ella, el afán de moldearla, y por qué no, de distorsionarla, es lo que nos empuja a crear ficciones para vivir otras vidas. Y debido a ello, me volví un adicto a las novelas. Leía todo lo que llegaba a mis manos, desde cuentos, novelas, hasta libros autobiográficos. Hubo una temporada que leí a muchos escritores jóvenes peruanos, porque quería saber cómo era su narrativa, por ser más cercana a mis tiempos y a mi contexto, pero, desde luego, sin dejar de lado a los clásicos de la literatura peruana que, en el colegio, eran de lectura obligatoria, pero, en cambio, para mí, voluntaria. 

En esta ocasión solo mencionaré las novelas del Boom Latinoamericano que en mi infancia y adolescencia llegaron abrirme el camino para leer a los grandes escritores universales de los cuales hablaré, con mayor profundidad y con la misma emoción, más adelante, en un post dedicado a ellos. 

De las primeras novelas que leí del Boom Latinoamericano se encuentra la del escritor y periodista colombiano Gabriel García Márquez, con su obra cumbre: Cien años de soledad. Aquellas noches leyendo la historia de la familia Buendía fue un deleite que, al pasar los años, aprecio con más cariño, sobre todo releyendo la novela como lo hago hoy en día. La sensación de tiempo, los escenarios y los personajes, hacen de ella un clásico, además de ser el primer libro que me inició en el mundo del realismo mágico. Después, en un verano que solía pasar varias horas supervisando los estragos de una mudanza, y atraído por la narrativa de magna novela, continué con Crónica de una muerte anunciada, Del amor y otros demonios, El coronel no tiene quien le escriba, entre otras grandes novelas del nobel de 1982.

Con ello también llegaron a mí obras como Rayuela y Bestiario de Julio Cortázar, de las cuales hablaré más adelante en otro post. La palabra del mudo, del gran cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro. Pedro Páramo y El Llano en Llamas de Juan Rulfo, con quien sentí que los fantasmas me hacían compañía. Confieso que he vivido y 20 poemas de amor y una canción desesperada del poeta chileno Pablo Neruda. La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. El túnel de Ernesto Sabato, entre otras grandes obras de los escritores de aquella época.

Tiempo después conocí al maestro Jorge Luis Borges. Había empezado viendo sus entrevistas, leyendo sus ensayos y sus críticas, hasta que un día, motivado por la sabiduría y la sencillez del escritor de los laberintos, cayó en mis manos El libro de arena y Ficciones. Al principio me costó seguir el hilo de sus cuentos, pero las referencias, los lugares y los personajes salidos de la realidad y creados por la ficción, me hacían continuar leyendo y descubriendo la perfección en cada historia. Luego seguí con El Aleph, uno de mis libros favoritos que de vez en cuando vuelvo a leer algún cuento al azar para salvarme de la rutina. El informe de Brodie, que me fue recomendado por un profesor de mi universidad, apasionado confeso de la obra del gran Jorge Luis Borges, y ahora, cada tanto, también recomendado por él, leo sus artículos en un libro recopilatorio llamado Textos cautivos

Sin embargo, al escritor que más tiempo he dedicado mis lecturas, es al Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con el cual siempre me sentí identificado, más allá de ser mi compatriota, por su amor por los libros, la literatura y la cultura, y por su lucha constante en contra de las dictaduras y el ímpetu en cada uno de sus textos a favor a la libertad. Sus libros se los debo a mi padre, quien, hasta el día de hoy, siempre traía a casa sus novelas: La casa verde, La ciudad y los perros, El Pez en el agua, El paraíso a la vuelta de la esquina y La fiesta del chivo. Este último lo recuerdo, cuando niño, con la claridad y nostalgia de verlo en lo más alto del librero. Quería leerlo, me llamaba la atención la ilustración de la portada, en esa nueva versión cómoda de bolsillo, y el prólogo, pero mis facultades de novicio lector aún no me lo permitían, y no solo por su narrativa, sino por el grueso del libro, que en ese entonces, de niño, me espantaba. Sin embargo, muchos años después, lo leí y disfruté cada página del libro, para después adentrarme más en la historia del Jefe Trujillo con el asombro de que la realidad, en algunos casos, supera la ficción. Así también, no puedo dejar de mencionar a la novela que más me marcó como lector, y a la que invertí gran cantidad de horas en la biblioteca de la universidad y al salir de clases, movido por un impulso de descubrir las historias que se iban entrelazando, mediante capítulos y cajas chinas, anotando en una libreta como si el mundo dependiera de ello, y caminando por los escenarios para ser parte de Conversación en la Catedral. Libro que retrata la realidad de una sociedad en todos sus niveles y de cómo la dictadura golpea a todos en distintas formas.

Ahora leo un poco más de lo que escribo, y no precisamente porque una actividad me haga más feliz que la otra, sino porque ahora lo hago con un sentido más crítico, pues el atrevimiento que tengo por estar escribiendo una primera novela, me ha vuelto más hambriento a las lecturas que hago diariamente para aprender, imaginar, soñar y liberar la tensión que uno tiene en cada etapa de su vida.