jueves, 17 de octubre de 2019

El mar

El viaje duró cerca de dos horas por toda la panamericana Sur, pero no lo sentimos porque solo un rato después de salir nos habíamos quedado dormidos, excepto Javier, quien se ofreció a manejar debido a que recién había sacado su licencia de conducir. Cada fin de verano organizábamos un campamento en la playa hasta que se nos acabaran los recursos en plan de sobrevivencia y también para alejarnos un poco de la urbanización y de la gente. Era viernes por la tarde. «Llegamos», dijo Javier. Nadie respondió. Volteó y gritó: «Despierten, muchachos, antes de que anochezca». Nos miramos sin saber qué pasaba y, casi por instinto, empezamos a bajar las cosas. Cada uno cargó lo suyo e iniciamos la caminata. La playa quedaba unas cuadras más adelante, así que no tuvimos opción. Llegamos a un punto, ni tan cerca ni tan lejos de la orilla, y David ancló la sombrilla como si hubiera conquistado un nuevo mundo. «Aquí acamparemos», dijo, y nadie lo refutó. Soltamos todo y nos sentamos en la arena, algo cansados. Jonathan y Marcos empezaron a decir que ya se querían meter al mar. «Primero lo primero», dijo Javier, y abrimos unas latas de cerveza para luego levantar el campamento.
Al finalizar, metí mi mochila a la carpa y entré. Acomode mis ropas en el diminuto espacio y sentí alivio. «Todo listo», pensé. Echado, saqué mi celular, pero al ver que había poca señal para el internet, lo guardé. Revisé la mochila y saqué “La casa de Cartón” de Martín Adán, y lo dejé sobre el sleeping que había traído para dormir en la noche. Salí y me uní a lo chicos para hacer la fogata. Marcos y David empezaron a cavar un hueco de arena al centro de todas las carpas y los demás y yo fuimos en busca de madera.
«¿Ven las formas?», preguntó Javier. «¿A qué te refieres?», dijo Marcos. «Al fuego», respondió Javier. «Uhmm, ¿qué ves?», volvió a preguntar Marcos. «Es subjetivo. Los chamanes dicen que en el fuego ven a los Dioses, y que todo lo que existe está vivo y por lo tanto, tiene alma. Si el alma tiene forma, debe ser como el fuego», dijo. «Entonces ves un alma», entendió Marcos. «Así es», respondió Javier. Yo los escuchaba atento mientras veía a David y a Jonathan callados, mirando absortos el fuego y, tal vez, tratando de ver lo que Javier había dicho. Por molestar, les tiré un poco de arena. «Despierten, parece que tienen una crisis de ausencia», les dije, y voltearon a verme. Les pregunté qué pensaban. David dijo que en nada, que el fuego era hipnotizante y a la vez nostálgico. Y Jonathan en Fiorella, su enamorada. Había viajado a Chiclayo con su familia, pero antes de que se vaya, habían discutido. «Uy, estás jodido, compare», dijo Javier. «Jamás hay que discutir antes de un viaje. Se tiene más tiempo para pensar las cosas», añadió. «Calla, no me ayudas», dijo Jonathan, y todos reímos. «Creo que ya es hora de dormir», dijo David al rato, y apagó el fuego echando un poco de cerveza de su lata.
Ya era sábado. Desperté temprano, saqué mi táper con queso y choclo y desayuné. Javier, quien era el único que ya estaba despierto, me invitó un poco de café que había preparado. Nos sentamos a sentir la brisa, el rumor de la playa y ver las olas que habían sonado fuertemente durante la noche. Me habló de Jimena, su ex novia, con quien había vuelto a tener un acercamiento y que era probable que retomen su relación. «Después de un año, imagínate», me dijo. «¿Crees que pueda a funcionar?», le pregunté. «Sí», afirmó, muy seguro. «Tenemos planes, cosa que antes no», añadió. «Ahí está el detalle», pensé. «Ahora vengo», le dije, y me levanté del asiento. Caminé por la orilla húmeda, llena de ramas y algas, hasta llegar al monte, viendo mis pasos dejar huella en la arena y desaparecer. Luego, fui por las dunas en un camino lleno de vegetación. Cogí unas ramas de madera seca y las llevé conmigo. «Para la fogata», me dije. De regreso, caminé más cerca al mar porque el sol ya empezaba a quemar.
Al llegar, vi a Javier echado tomando sol y a los demás recién tomando desayuno. Dejé las ramas a un lado de la fogata apagada y me senté debido al cansancio. Me preguntaron a dónde había ido. «A ningún lugar», atiné a decir. Me miraron sin ganas y siguieron en lo suyo. Entré a mi carpa, me puse algo más cómodo y me eché a leer. Sin darme cuenta, me había quedado dormido. Desperté con el libro en la cara y salí debido al calor. «¿Qué hacen?», pregunté, tratando de ver entre la brisa y el sol. «Se fueron a pelotear», dijo David, señalándolos. A lo lejos, se veía a Javier, Jonathan y a Marcos corriendo detrás de la pelota, con un arco hecho de palos de madera clavados en la arena. Me acerqué a ellos y me uní al juego. El día se nos fue así, entre la arena y el mar, y también entre mucha cerveza.
Al anochecer, después de prender nuevamente la fogata, miré el cielo estrellado y recordé un pasaje del libro de Martín Adán: «Yo no creo en la astrología. Acepto que haya estrellas tristes y estrellas alegres. Hasta afirmo que las estrellas tristes son un excelente motivo de soneto catorcesílabo. Pero no creo que nuestra vida tenga relación alguna con las estrellas». Estaba de acuerdo. Cerré los ojos y cogí un puñado de arena. La dejé caer, grano por grano, mientras soplaba para que se pierda en el fuego, imaginando que cada una era una estrella que se apagaba y prendía.
El domingo, con resaca, cansados y llenos de arena, dormimos más de la cuenta. Aunque en la playa el tiempo pasa de forma distinta. Despertar temprano es inevitable debido al horizonte y el rumor del mar. El sol sale y la mañana dura eternamente. O al menos eso parecía aquel domingo. Marcos y David se habían quedado despiertos hasta tarde y fueron los últimos en salir de sus carpas. Jonathan y Javier y yo nos despertamos por inercia, y empezamos a guardar algunas cosas para dejar todo listo al momento de irnos. «Qué rápido se pasaron los días», dijo Javier. «Sí, el lunes de nuevo la rutina», agregó Jonathan, mientras doblaba su sleeping para guardarlo. «Aún tenemos este día», dije yo. «Lo que nos falta es energía», dijo Javier, y reímos. David y Marcos seguían durmiendo pero ahora sentados en las sillas, mientras los demás seguíamos guardando todo. Llevé mis cosas al auto y regresé, y cada uno empezó a hacer lo mismo, pero como vi que todavía se iban a demorar, decidí acercarme a la playa.
Me encontraba sentado en la orilla viendo el mar ir y venir en un intento de querer llegar hacia mí, y entonces vibró mi bolsillo derecho. Saqué mi celular y leí el mensaje de texto: «Gabriel García Márquez ha muerto», decía. Era mi padre, quien me daba la trágica noticia del escritor al que más habíamos leído. Respondí con un: «Gracias por avisarme», y guardé el celular. Pensé en el año: 2014. Pensé en el mes: abril. Pensé en el día: jueves 17. En cuestión de segundos recordé los años del colegio cuando empecé a leer sus novelas. Recordé la universidad, las mudanzas y los viajes en los cuales sus libros me acompañaron. Y me sentí solo. De pronto, los chicos vinieron corriendo hacia el mar, empujándose, y entraron dando clavados en las olas. «Vamos, Miguel», me dijo Javier. Lo miré, extrañado. «¿Qué sucede?», me preguntó. «Nada», le dije. Me levanté, me quité el polo, puse mi celular dentro de él y corrí hacia el mar.

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