domingo, 6 de marzo de 2016

Jóvenes

«Queda poco tiempo», me dice aquel joven, incauto, mustio y asediado por la angustia. «No te preocupes, ya estamos cerca», le respondo con una serenidad inquebrantable. 
Esa fue la primera vez que nos dirigimos la palabra. No voy a olvidar la intensidad, la mirada fija que tanto como a él y a mí, nos inspiraba confianza. Éramos un grupo de refugiados, de jóvenes que lo único que deseaban era que termine de una vez la maldita guerra. 
En ese escenario nos conocimos, cuando nuestros campos se habían vuelto hostiles y la verdad había sido escrita por los supuestos ganadores. Fueron tiempos difíciles, de ausencias y vacíos eternos. Yo recién había cumplido los veinte años y la vida ya golpeaba duro en temas que aún no entendía bien. Solitarios, jóvenes y sin un camino fijo. Así nos veíamos por aquellos días. 
Sin embargo, después de los sucesos que nadie quiere recordar, la vida cambió totalmente, el mundo empezaba a ser otro y nosotros, como los jóvenes que éramos, recién empezábamos a vivirlo.
Él, siempre listo ante cualquier cambio, dispuesto a hacer, algunas veces, lo que yo decía, como muestra de confianza y respeto a la amistad que habíamos forjado y sobre todo, a mis acertadas decisiones que, por aquellos tiempos, nos llevaron a la dicha de seguir viviendo. 
Fue así que escapamos de nuestros alrededores, caminamos extensos parajes, visitamos distintas ciudades, conocimos mucho y olvidamos poco. Nuestro lema era el siguiente: «Nada es imposible». Y nos aventuramos en los más exóticos hechos, en las mil y una noches de recuerdos grisáceos, de sueños postergados para vivir y empezar de nuevo. Éramos inseparables, compartíamos las sensaciones, las almas, y de eso se trataba: de alterar las reglas, de hacer lo que nadie jamás haría; pero siempre dentro de los parámetros de lo que es correcto. 
Desde luego, no todo iba a durar para siempre. Pasaron los años y empezamos a vernos más viejos, más sabios, y las cicatrices ya habían hecho y rehecho su propia voluntad. Y yo, decaído por el fin de los tiempos, ya no había vuelto a relucir ese ánimo, esas ganas de querer ser inmortal, a pesar de que ambos ya lo éramos. Los años empezaban a cobrar factura, y la vida, como las almas de aquellos que se fueron por causas naturales y a la vez desconocidas, seguía su rumbo sin interrupción alguna. 
Él, en cambio, seguía siendo aquel joven ante mis ojos, aún mantenía esa vibra, ese pensamiento tan jovial de ser libres, de no morir en un estado de esclavitud y de falsas promesas. Todavía cumplía sus caprichos, el peso del tiempo no fue impedimento, mucho menos su cuerpo, ya cansado y maltrecho, para realizar sus más extraños y curiosos deseos. 
La vida se nos fue entre bares y copas, entre sueños a medio cumplir, entre besos y cuerpos de una noche, entre historias y mañanas que no llegaron nunca. Y hoy, casi medio siglo después, recordamos con alegría y nostalgia las épocas doradas, los días de resurrección y de gloria, de banalidades llenas de orgullo que, al final, no nos produjo ni un bien ni un mal más que el de reírnos al recordar esos momentos que vivimos juntos, para volver a ser los mismos de antes, para volver a ser los jóvenes que alguna vez fuimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario