jueves, 17 de agosto de 2017

Desván

¿No te resulta extraño? ¿No te causa desconcierto? Todo este caos, este vacío, más arquitectónico que espontáneo pregunta y se responde así mismo—. No sé de lo qué estás hablando —responde, indiferente—. Lo sabes perfectamente: tu familia, tus amigos, tus amores, todos se han ido. ¿Qué es lo quieres? —pregunta mientras voltea a verlo, rechina los dientes y alza el mentón—. Habla de una vez. Quiero saber si estás consciente de lo que hiciste, de lo que causaste —protesta. Sé muy bien lo que hice —afirma, con cólera—. Entonces, no lo niegues —ve entrar una luz de ocaso por la ventana del desván, tiñe parte del suelo rajado—, y acepta tu desdicha por pensar que no ibas a ocasionar algún daño. Y tú quién eres para juzgarme así, por qué me reclamas todas estas cosas —pregunta, ofuscado—. Porque te conozco, y más que nadie diría yo. No puedes asegurarlo —afirma, cerrando los ojos—. Mírate —observa su rostro reflejado a través de un vidrio, las ojeras reposan debajo de sus ojos como un charco, se abren y cierran los orificios de su nariz, su respiración se impregna en el reflejo y desdibuja su rostro, lo hace borroso, indefinido—, ya no eres el mismo. ¿Qué pensaste, que revelando algunos secretos por medio de historias y personajes no ocasionarían algún daño? No, no revelé nada que ya no se sepa —se defiende. ¡Pero los pusiste en vitrina, los expusiste a un mundo del que no estaban preparados! Y ahora nadie confía en ti. Tú qué sabes. Lo sé muy bien. Te quedaste solo, sin amistades, sin amores y sin herencia. Mira en dónde pasas las noches —observa a su alrededor, encuentra un sofá viejo color carmesí, un buró con un globo terráqueo encima, unas cajas en las esquinas con unos cuantos libros y unos manuscritos—, no tienes nada. Te equivocas. ¿Qué, ahora me vas a decir que te basta lo que tienes? Recuerda a tu familia, la mansión en la que vivías, los viajes a Europa que hacías, la biblioteca que te dejó tu abuelo, las fiestas tan elegantes que se celebraban cada fin de semana y las chicas tan lindas, hijas de las amigas de tu madre, que conocías y a las cuales quisiste sin sentir nada. ¿Y tú qué puedes saber de lo que siento? —escruta con la mirada, se concentra, reniega así mismo—. Romina te extraña, le hiciste mucho daño con tus manías. ¡Que no son manías! —exclama, molesto. Bah, eres solo un egoísta y un mentiroso. Tus historias no eran solo eso que decías: fantasías, ficciones. Viste afectada tu realidad por vanidad —lo mira de soslayo, no acepta tales declaraciones, baja la mirada, abraza sus rodillas, se lamenta—, por soberbia y arrogancia. ¿Sabes algo de Delia? —interrumpe, desvía la mirada al globo terráqueo—. Se fue a Madrid, no quería seguir viviendo en el mismo país que tú. Le escribiré algo. No, ya has escrito suficiente de ella. No fue mi intención —saca una foto del cajón del buró y observa con nostalgia el rostro de ella caminando por las calles de Lima—, debí contenerme, ser más discreto. Pero no lo fuiste, y ahora ella está mejor sin ti. Y Santiago tampoco quiere verte, le das lástima, y él que te confío tanto. ¿Qué vamos hacer ahora? No puedes ir por ahí pidiendo perdón a todo el mundo después de lo que hiciste. Además, ni siquiera te arrepientes, solo buscas excusarte con argumentos que avalen tus innobles actos. David fue el más afectado, sabías lo delicado que era para él el tema de su hermana. Pero lo convertiste en un drama que no te pertenecía, pusiste en evidencia su humanidad, pero también la privacidad de su vida. Bueno, qué puedo pensar si lo mismo hiciste con tu familia, contando cómo fue que obtuvieron su fortuna, revelando un pasado corrupto que no debía salir a la luz pública. ¿Pensaste que nadie se daría cuenta de que se trataba de ellos? Tu abuelo estaría avergonzado de tener a un nieto como tú. Felizmente ya no vive para saberlo. Ah, ahora eres tú el que se avergüenza de su familia, claro, por eso lo hiciste, eres un héroe, bravo. Tus padres, tus hermanos y tu novia no tenían la culpa —se tapa los oídos para evitar oír el sermón, no lo logra, se levanta del suelo impulsándose con sus manos, se sienta en el sofá y coge una vela que encuentra dentro del cajón—, pero igual lo hiciste. Mis motivos van más allá de lo que crees. No lo entenderías —se excusa—. Lo único que sé es que perdiste a la gente que te quería, dime ahora ¿valió la pena? No respondas, sé muy bien lo que dirías —lo ve prender la vela con un fósforo, lo coloca en el buró, alumbra el reducido espacio, afuera ya es de noche—, que sí. Lo sé porque tus delirios son los míos, lo sé porque estuve allí y no pude evitar que lo hagas, que expongas, de manera casi total, la vida de los demás. Cambiar los nombres, los lugares y las fechas no iba a funcionarte siempre. Meterte con las historias de tus más allegados amigos, de tu novia y tus amantes, de tu familia, revelar sus secretos, contar tu experiencia al lado de ellos, recrearlos de manera fiel y contar lo que pensabas de cada uno sin dejar nada a la imaginación, sin filtros, sin escrúpulos, sin remordimiento, ¿te parece poco? Entra una ráfaga de viento por la ventana que compromete el fuego de la vela y lo apaga, toscamente, dejando ver el humo. Busca otro fósforo y la vuelve a prender, el azul naranja crece, el desván se ilumina de esquina a esquina y descubre que está solo, que no hay nadie más que él.

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