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miércoles, 27 de enero de 2021

Charla

Se detuvo en una esquina, entre el cruce de las avenidas que solíamos cruzar cuando estudiábamos juntos, y dijo: «Aquí fue». Alzó la mirada, hizo un gesto tratando de recordar y añadió: «Aquí fue la última vez que la vi», y siguió caminando a paso lento. Yo volví la mirada a la esquina e imaginé la escena de Esteban con Mesalina y fue como si la hubiera presenciado. «Han pasado ocho, nueve años, creo, ya no estoy tan seguro», agregó. Le seguí el paso y vi su rostro con signos de cansancio. Habíamos caminado desde la barra de Chacarilla hasta el Parque de la Amistad, después de haber quedado en vernos allí para tomarnos unos tragos, como en los tiempos de la universidad. «Mesalina se fue a España solo unos meses después de acabar la carrera», siguió contando, y yo la recordé en clases al lado de sus amigas, risueña, amable, estudiosa. No habíamos sido buenos amigos, pero sí compañeros en varios cursos. Esteban y ella habían estado juntos los últimos años de la universidad y vivían su mundo, un mundo que pocos conocían, incluso yo que era uno de sus mejores amigos.
Nos detuvimos en una tienda. Entré, coloqué la muñeca en la máquina receptora, la voz confirmó el pago y recogí un par de cigarrillos. Mientras hacía eso, pensaba en lo que me había dicho. «¿Por qué no te fuiste con ella?», se lo pregunté al salir, después de darle uno y prenderlo. Lo pensó un momento, mirando al vacío, y dijo: «Cuando acabó la universidad, encontré un buen trabajo. Y cuando me lo dijo, allá, en la esquina por la que pasamos, no supe qué hacer. Ya tenía su pasaje comprado. Nunca me incluyó en sus planes». Lo miré entre compasivo y absorto. A pesar de los años, noté que recordar esos momentos le seguía afectando, porque miraba a la nada y hablaba lento, como si imaginara la escena y pudiera hacer algo por cambiarlo. Le palmé el hombro. «Habrá tenido sus motivos», le dije. «A veces no lo entendemos y solo queda aceptarlo», acote, tratando de apaciguar el recuerdo. Asintió y se quedó pensando. «Por cierto, ¿recuerdas las semanas de la facultad? Pasar por la universidad me hizo recordarlo. Buenas épocas», le dije, para cambiar de tema. Sonrió. «Claro, el chino Rivera traía harta chela en su carro, nadie se daba cuenta», replicó. «Y esas eran las previas. ¿De dónde sacábamos tanta energía? Nos amanecíamos estudiando, íbamos a trabajar y, en la noche, saliendo de los exámenes, no faltaban sus respectivas», dije, riendo. «Era nuestra recompensa», añadió, y reímos juntos recordando esos momentos, como los conciertos de cada facultad, las reuniones que se armaban después de los exámenes, las chupetas a los alrededores de la universidad y las aventuras fugaces que cada uno tenía. «¿Qué sabes de Julieta, de Romina y de Thalía? Desde que acabó la universidad y empezó la pandemia, no supe nada de ellas», dijo. «Yo estuve saliendo con Thalía unos meses, antes de empezar la pandemia. Fue curioso, nunca nos animamos en plena carrera, pero sí cuando acabó. Tal vez buscábamos lo mismo sin interferir en los estudios», dije. «¿Y qué pasó luego?», preguntó. «Cuarentena», dije. «Todo comenzó a ser virtual, nos vimos una que otra vez pero ya no se podía como antes. Pasó el tiempo y nos alejamos, como suele pasar. Pero todavía seguimos siendo amigos. De las otras chicas no sé nada, solo lo que veo en sus redes», concluí. «Sabes, ahora me doy cuenta que desde lo de Mesalina me alejé un poco de todos», dijo. «El tiempo pasa rápido, ¿no?», añadió. «La pandemia lo cambió todo. Quién iba a pensar que nos tomaría cerca de tres años volver a la normalidad. Me cuesta creer la cantidad de vidas que se perdieron», siguió. «Fueron tiempos difíciles», dije. «Recuerdo muy bien el último verano antes de que empezara todo. En especial, la fiesta en mi casa. Sin pensarlo, esa fue la despedida con la gente», dije. «Y estuvimos casi todos los del grupo: Romero, Espinoza, Morales, Fernández. Además, creo que fue la última fiesta a la que fui con Mesalina», agregó. «Y la mía con Thalía», dije. Nos quedamos callados un momento. Recordamos en segundos todo lo que vino después. El confinamiento, las medidas, los protocolos y todas las muertes que hubo en ese entonces. Despertamos del trance. Ya había pasado casi una década de ese maldito 2020 y era mejor dejarlo allí. Esteban sacó su celular y vio la hora. «Me tengo que ir, Gianella me está esperando, seguro ya acostó a las nenas», y pidió un taxi desde su aplicativo. «Gracias por la charla, hermano, tenía tiempo sin caminar por aquí», añadió, y nos apretamos la mano. «Gracias a ti, mi hermano, hace tiempo que quería conversar contigo. Saludos a Gianella y a tus hijas», le dije, y nos dimos un abrazo. Al rato llegó su taxi, entró, me miró con un gesto cómplice y me dijo: «Se tiene que repetir, hermano». «De todas maneras», le respondí, y el taxi avanzó, perdiéndose entre el tráfico y las calles.
Vi la hora y seguí caminando, pensando en todo el tiempo que había pasado. Recordé a los amigos, a los amores, a las personas con las que compartí mi tiempo y que dejaron algo en mí. Pensé y pensé y apareció nuevamente ella. No la había olvidado. Su bello rostro, sus labios, sus manos suaves y su aroma, era ella. La recordé en silencio, la amé de nuevo y quise, como Esteban, volver al momento exacto y cambiarlo todo. Y entonces, una llamada me despertó. Era Jimena, mi esposa. Le dije que ya estaba en camino. Tomé un taxi al estacionamiento, subí al carro, acomodé el espejo retrovisor, respiré con calma en el asiento y me fui.

viernes, 15 de febrero de 2019

Traición

Roberto, con los ojos de un rojo arrepentido, mira el techo de su habitación y piensa, contra su voluntad, en plena madrugada. Una voz trémula, pero que era suya, lo cuestionaba implacable, sin tregua: «Ella está con él. Ahora mismo caminan de la mano. Él la mira, la coge de las caderas y se acerca para darle un beso. Ella lo besa y le regala una sonrisa de lado a lado. Ella no ha vuelto a llamarte, ni a escribirte, ni a pensarte. No sabe nada de tu vida y tampoco quiere saberlo. Tú, en cambio, crees que aún existe alguna posibilidad de volver con ella. Te has vuelto un solitario, un mujeriego, un amargado, un hipócrita. Un idiota en todo el sentido de la palabra. Divagas con los pocos amigos que te quedan y comentas tu tragedia, sí, esa misma que tú provocaste. Y te entra la nostalgia… Ella ahora está feliz, pero en realidad, eso poco te importa».
Recordaba muy bien lo que había hecho hace dos años en el cumpleaños de Lucía, la prima de Regina, su entonces enamorada. Jamás podrá olvidar la expresión de dolor y decepción de Regina cuando lo vio besándose con su prima Lucía de manera apasionada en la cama del cuarto de invitados mientras todos bailaban y bebían en el salón principal. Cerró los ojos y los abrió de nuevo, intentando borrar esa imagen de su mente y, en cierto modo, queriendo volver. Pero era inevitable. El recuerdo lo perseguía, lo atormentaba, lo asediaba. Desde entonces había tenido que vivir con las consecuencias de la traición, de una traición que no había planeado. 
Aquel día Roberto y Regina habían sido los primeros en llegar. Se estacionaron, se miraron por el retrovisor para ver cómo estaban. Regina se veía hermosa. Le acomodó el cuello de la camisa a Roberto y le dio un beso. Él se sintió seguro, feliz. Bajaron del auto con dos botellas de Whisky y, agarrados de la mano, tocaron el timbre. Lucía les dio la bienvenida. Ambos saludaron afectuosamente a la cumpleañera, que se veía radiante, y se sentaron en la sala principal a conversar y a tomar mientras esperaban a los demás invitados. Una hora después, la sala y el jardín de la casa de Lucía se había llenado de gente, y no dejaban de llegar amigos y parejas con todo tipo de tragos y bebidas. Al rato, Roberto se encontró con algunos amigos de su promoción y se fue a celebrar con ellos. Regina, por su parte, hizo lo mismo con sus amigas. Las horas pasaron y todo era como en otros cumpleaños, en otras reuniones, en otros años. En el momento más agitado de la fiesta, después de haber tomado varios shots de Whisky, Pisco y Tequila junto a sus amigos, Roberto sintió el calor de la noche y fue a dejar su saco a la habitación de invitados, donde se quedaría a dormir con Regina. Subió tambaleándose, agarrándose de los pasamanos. Al llegar al segundo piso, entró a la habitación, se quitó el saco y lo dejó en la cama. Miró su celular y vio que se había apagado, buscó un cargador y lo puso en el velador hasta esperar a que prenda. 
Lucía bailaba eufórica por la sala principal con sus amigas y amigos, y debido a su onomástico, había tomado más de la cuenta. En un momento en que iba de un lado a otro con la botella de Vodka en la mano haciendo tomar a quien se cruzara por su camino, el taco de uno de sus zapatos se rompió haciéndola tambalear. Una amiga la ayudó a recobrar el equilibrio y, al ver su taco roto, le dijo que subiría a ponerse algo más cómodo después de beber de un sorbo lo que quedaba de Vodka. Subió como pudo a su habitación y al no encontrar nada bonito y cómodo, fue a la habitación de invitados en donde Regina, en otra ocasión, había dejado olvidadas unas balerinas nuevas. Entró sin tocar y vio a Roberto echado en la cama mientras su celular cargaba en uno de los veladores. 
—¿Roberto? ¿qué haces aquí? —preguntó Lucía, un poco ida al reconocerlo.
—Vine a dejar mi saco y a cargar mi celular —respondió Roberto, aturdido y cogiéndose la cabeza—. He tomado mucho —añadió.
—Yo también —dijo Lucía, mientras desamarraba con fuerza los zapatos jalando las tiras sentada en la cama al lado de Roberto, cayéndose de un lado a otro.
—Lucía, cuidado —dijo Roberto, turbado, ayudando a sostenerla por la espalda. Pero, por jalar con tanta fuerza las tiras, terminó cayendo sobre él.
Se miraron en la oscuridad y, por instinto, empezaron a besarse. Y no pensaron en nada más. Lucía estaba soltera, era muy atractiva, tenía los ojos verdes y la piel bronceada. Era una chica de portada. Roberto era alto, bien parecido, fornido, de presencia. Ambos, tal vez, secretamente, se atraían, y cuando la oportunidad se dio, con el alcohol en las venas, sus cuerpos no pudieron decir que no.
Regina había perdido de vista a Roberto. Lo buscaba con la mirada por todos lados pero no lo hallaba. Le dio su vaso a su amiga Fiorella y fue hacia el lugar en donde había estado con sus amigos. Le preguntó a uno con quien lo había visto tomando y este, debido al alcohol, solo hizo un gesto con el dedo índice hacia arriba y siguió tomando y bailando. Regina subió sin pensar en lo que le esperaba. No se había preocupado por Lucía, pues era su cumpleaños y hasta hace un momento la había visto bailar con sus amigos. Fue entonces que al abrir la puerta y prender la luz, los vio a ambos echados en la cama besándose, a punto de quitarse la ropa. Un dolor único se apoderó de ella. Intentó contenerse, pero la imagen era devastadora: su prima de toda la vida y su novio de muchos años, juntos, besándose y tocándose. Miró a Roberto por una última vez y cerró la puerta con tal fuerza que, cuando bajó por las escaleras, a pesar de la bulla y la música, algunos invitados se acercaron para ver qué había pasado. Regina corrió entre el alboroto y la gente tapándose el rostro. Abrió la puerta, se subió al auto llorando y no volvió a esa casa.
Roberto tomó conciencia plena un segundo después de ver a Regina, pero ya era demasiado tarde. Lucía no se había dado cuenta de lo que había pasado, quiso seguir besándolo pero Roberto se levantó, contrariado, y le dijo, nervioso, que qué habían hecho. Miró rápidamente por el balcón para ver si el auto seguía afuera pero no, Regina se había ido para no volver.
Dos años habían pasado desde esa noche. Roberto se encontraba en su habitación, solo, intentando dormir a pesar del mal recuerdo. Regina, con el tiempo, conoció a alguien más, y la noticia de que se irían a casar le trajo de vuelta los infames recuerdos de la noche en que lo perdió todo, de la maldita noche en que perdió el respeto y el amor de ella.